Una triste madre soltera estaba sentada sola en una boda, objeto de las burlas de todos, cuando un jefe de la mafia se acercó a ella y le dijo: “Finge ser mi esposa y baila conmigo”…
La risa a su alrededor se sentía más fuerte que la música. Amelia estaba sentada sola en el extremo más alejado del salón de bodas, con las manos nerviosamente cruzadas en su regazo, los ojos fijos en la copa de champán intacta frente a ella. Su vestido de flores —prestado, ligeramente desvaído— apenas lograba ocultar el agotamiento en sus ojos. Al otro lado del salón, las parejas se balanceaban con gracia bajo candelabros dorados, mientras los susurros rodeaban su mesa como buitres.
—Es la madre soltera, ¿verdad? —dijo una dama de honor con desdén. —Su esposo la dejó. No es de extrañar que esté sola —rio otra.
Amelia tragó saliva con dificultad. Se había prometido a sí misma que no lloraría, no hoy, no en la boda de su prima. Pero cuando vio el baile del padre y la hija, algo dentro de ella se quebró. Pensó en su pequeño hijo, Daniel, durmiendo en casa con la niñera. Pensó en todas las noches que había pasado fingiendo que estaba bien.

Entonces, una voz detrás de ella dijo, profunda y suave: —Baila conmigo.
Se dio la vuelta y encontró a un hombre con un impecable traje negro. Hombros anchos, ojos oscuros y un aura que silenció la habitación. Lo reconoció de inmediato: Luca Romano, quien se rumoreaba era un poderoso hombre de negocios de Nueva York, aunque los susurros lo llamaban de otra manera: un jefe de la mafia.
—Yo… ni siquiera lo conozco —tartamudeó ella. —Entonces finjamos —dijo él en voz baja, ofreciéndole la mano—. Finge ser mi esposa. Solo por un baile.
La multitud guardó silencio mientras ella se levantaba vacilante, sus dedos temblorosos deslizándose en el fuerte agarre de él. Exclamaciones de asombro recorrieron el salón mientras Luca la guiaba al centro de la pista. La banda cambió de canción, una melodía lenta e inquietante llenó el aire.
Mientras se movían juntos, ella se dio cuenta de algo extraño: las burlas se habían detenido. Nadie se atrevía a susurrar más. Por primera vez en años, Amelia no se sintió invisible. Se sintió vista. Protegida.
Y cuando Luca se inclinó, su voz apenas por encima de un susurro, escuchó palabras que lo cambiarían todo