La llamaban la burrita de carga. Tenía solo 5 años y ya conocía el peso del cansancio. Nadie imaginaba que aquella niña, tratada como un animal, sería un día la mujer más rica y respetada del valle.
En el pequeño pueblo de Santa Lucía de los Vientos, donde el polvo se levantaba con cada soplo del aire y el sol parecía no tener piedad con nadie, una niña de apenas 5 años caminaba descalsa por el sendero de tierra. Se llamaba Isabelita. Y aunque su cuerpo era frágil y pequeño, cargaba un cántaro de barro casi tan grande como ella.
El agua se movía dentro del recipiente con un sonido que parecía susurrar su cansancio. Cada paso era una batalla entre su fuerza diminuta y el peso del mundo que llevaba sobre los hombros. Las sombras de los árboles apenas ofrecían consuelo y su respiración corta y agitada se mezclaba con el canto de los grillos y el rumor lejano del río.
Era el año de 1769 y el campo no conocía de infancia ni de descanso. Isabelita no sabía de juegos ni de muñecas. Su vida giraba entre el pozo, la casa de adobe y los encargos del día. A veces se detenía unos segundos a mirar cómo los otros niños corrían descalzos. detrás de una pelota hecha con trapos viejos.
Quería unirse, pero sabía que su madre la esperaba con el agua para lavar la ropa o con el maíz que debía moler. Pensaba que quizá si terminaba rápido podría correr también, pero la voz cansada de su madre la traía de vuelta a la realidad. Doña Beatriz le decía que debía darse prisa, que el sol no esperaba y el trabajo tampoco.
Isabelita asentía en silencio porque en su casa las palabras eran un lujo. Ella entendía el cansancio de su madre, aunque no pudiera nombrarlo. Cuando pasaba por la plaza, los niños mayores la señalaban con risas. Decían que parecía una burrita, que siempre estaba cargando algo.

Y uno de ellos gritó una vez que debía tener huesos de hierro para no romperse. Isabelita no respondía, bajaba la cabeza y seguía su camino. Aprendió que el silencio dolía menos que las palabras. Una tarde, mientras llevaba leña al mercado, un grupo de niños le cerró el paso. Uno de ellos, con una sonrisa cruel, empujó su cántaro y el agua se derramó sobre sus pies. dijo que las burras no necesitaban agua, que solo servían para cargar peso.
Isabelita se agachó en silencio, intentando recuperar lo que quedaba, pero el barro había tragado el poco líquido que quedaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas, no por el peso ni por la burla, sino porque sabía que tendría que volver al río y empezar de nuevo.
Cuando llegó a casa esa noche, su madre la esperaba con un suspiro en lugar de un saludo. Doña Beatriz estaba agotada. Sus manos rojas del agua fría temblaban mientras intentaba remendar un vestido viejo. Dijo que no había comida suficiente y que al día siguiente debían trabajar más. Isabelita se acercó, le tomó la mano y dijo con voz suave que no se preocupara, que ella podía traer más agua, que podía ayudar en la feria que era fuerte