Tu tipo ni siquiera debería estar aquí. ¡Lárgate! ¡No vales nada! En 3 horas, Rodrigo Salazar lo perdería todo. El cargo que construyó en 15 años de sacrificio, la reputación que le abría cualquier puerta en el mundo financiero mexicano. El respeto que su Patec Philip de $80,000 compraba automáticamente, todo se derrumbaría por 10 palabras que le dijo a un desconocido en sandalias en el vestíbulo de mármol del Banco Nacional de México. 10 palabras que él pensó inofensivas.
Su tipo ni debería estar aquí. Está incomodando a nuestros clientes. La mañana del martes había comenzado, como todas las demás, en la sede corporativa del Banco Nacional, ubicada en el corazón de Paseo de la Reforma entre los rascacielos espejados y los monumentos históricos de la capital mexicana.
Mercedes-Benz y Bedbes llegaban en fila depositando ejecutivos con trajes Hugo Boss y mujeres con bolsos Hermes. El aire acondicionado mantenía el ambiente a exactamente 21 ºC y el aroma a café gourmet importado de Colombia flotaba discretamente. Todo respiraba exclusividad, poder y dinero antiguo. Pero a las 9:43 de la mañana, un Volkswagen Sedán 1987 azul descolorido con la pintura descascarándose en el lateral derecho, se estacionó en el área de visitantes.
El guardia de seguridad frunció el ceño consultando su portapapeles como si buscara alguna autorización especial que justificara aquella presencia. Del asiento del conductor descendió Joaquín Morales, un hombre de estatura media, hombros curvados por el tiempo, cabello completamente blanco cortado de forma simple, vestía una camisa de algodón a cuadros con dos botones abiertos, pantalones kaki con manchas de pintura en los dobladillos, sandalias avallanas gastadas y cargaba un maletín de cuero marrón tan antiguo que las costuras se estaban deshaciendo.

Joaquín caminó con pasos lentos, pero decididos. La caminata de quien ya no tiene prisa, pero sabe exactamente a dónde va. Sus ojos castaños observaban todo con una atención silenciosa que nadie notó. Cuando empujó la puerta giratoria de cristal, el frío artificial lo golpeó como una bofetada, pero no mostró molestia. solo ajustó la correa del maletín en su hombro y siguió adelante.
Los murmullos comenzaron incluso antes de que cruzara completamente el vestíbulo.
– ¿Quién dejó entrar a ese anciano?, susurró una mujer rubia de trajes blanco a su asistente. Se equivocó de lugar. La oficina del IMSS está a seis cuadras”, comentó un joven ejecutivo de corbata roja riendo bajo mientras consultaba su iPhone.
En la recepción, una joven de maquillaje impecable y uniforme gris oscuro levantó la vista de la pantalla del ordenador y por una fracción de segundo pudo disimular la expresión de Desdén. “Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo? preguntó con ese tono educado que apenas esconde el desinterés genuino. Buenos días, señorita. Necesito hablar con el departamento de inversiones, respondió Joaquín con voz tranquila, ligeramente ronca, propia de quien fumó por décadas y paró. Tiene cita previa.
Ella ya estaba escribiendo algo, preparada para despacharlo educadamente