“Soy Mayor Para Ti”, Dijo la Viuda — El Joven Camionero Sonrió y la Hizo Temblar Hasta el Amanecer
Un camión kenworth rojo cruzaba la carretera desierta del norte de México cuando las luces de freno se encendieron frente a una gasolinera abandonada. Una mujer de 4 y tantos años, cabello oscuro, recogido y vestido sencillo de algodón, levantaba la mano pidiendo ayuda bajo el sol implacable. El joven conductor, no más de 25 años, bajó la ventanilla y vio algo extraño en sus ojos. No era miedo, era determinación.
Ella subió sin esperar invitación y cuando sus miradas se cruzaron, algo invisible, pero innegable comenzó a arder entre ellos. Arranqué de nuevo sin hacer preguntas. Ella no parecía asustada, solo cansada. Su piel morena brillaba con sudor y cuando se acomodó en el asiento noté que sus manos temblaban ligeramente. Ahora los invito a que me cuenten en los comentarios desde qué parte del mundo nos están viendo.
Nos encanta saber que nuestra comunidad crece cada día, desde México hasta cada rincón de Latinoamérica y más allá. Me llamo Diego, tengo 24 años y llevo tres cruzando estas carreteras como si fueran mi única familia. Cuando vi a esa mujer en medio de la nada, algo en mi pecho me dijo que debía detenerme.

No soy de los que recogen desconocidos, pero ella era diferente. ¿A dónde vas? Le pregunté sin mirarla, manteniendo los ojos en la carretera polvorienta. “A cualquier lugar lejos de aquí”, respondió con voz ronca, como si hubiera pasado horas sin agua. Le pasé una botella. Bebió con desesperación y cuando terminó me miró de una forma que me hizo sentir desnudo.
Había algo en esa mujer que no encajaba. Su ropa era cara pero sucia. Sus zapatos de ciudad estaban arruinados y en su muñeca llevaba un reloj que valía más que mi camión. “¿Cómo te llamas?”, insistí. “Sofía”, dijo después de una pausa demasiado larga. “Y no necesitas saber más.” Pero yo quería saber todo.
Había algo en la forma en que apretaba una pequeña mochila contra su pecho, como si cargara el mundo entero dentro. Cada vez que un coche nos rebasaba, ella se encogía y miraba por el espejo lateral con pánico, apenas contenido. ¿Estás en problemas? Le pregunté directamente. Ella rió, pero no había alegría en ese sonido. Más de los que puedes imaginar, muchacho. No soy un muchacho.
Respondí con más dureza de la necesaria. Tengo edad suficiente para ayudarte. Sofía me miró entonces con esos ojos oscuros que parecían guardar mil secretos. “Soy vieja para ti”, dijo con una sonrisa triste. “Tengo 45 años. Podría ser mi hijo. Algo en la forma en que lo dijo me hizo enojar.
La edad es solo un número y no te veo como una madre. El silencio que siguió fue denso, cargado de algo que ninguno de los dos se atrevía a nombrar. Ella desvió la mirada hacia la ventana, pero vi como sus mejillas se sonrojaban ligeramente. Pasamos un letrero que indicaba San Miguel del desierto, 50 km adelante.
El sol comenzaba a descender, tiñiendo el cielo de naranja y púrpura. Sofía no había dicho una palabra en la última hora, pero yo sentía su presencia como si ocupara todo el espacio de la cabina. “Puedo dejarte en San Miguel”, ofrecí. Hay autobuses que salen hacia el sur. No puedo tomar autobuses, respondió rápidamente. Ellos revisan los autobuses.