El legado de Galya: Flores para el renacer
El legado cayó sobre Galya como un relámpago en cielo despejado. Salía del portal cuando la voz de su hija tronó desde el balcón:
—¡Mamá! Te llegó una carta, ¡me olvidé! Espera, te la bajo en una bolsa.
Para que el viento no se la llevara, le metió una cuchara dentro. A Galya nunca se le habría ocurrido algo así. Sonrió al ver la ocurrencia de Veronika, su hija, siempre tan práctica y resolutiva, aunque a veces demasiado directa.
La carta había llegado a esa dirección, pero la dueña del piso era Galya. Lo heredó de sus padres: amplio, luminoso, con dos enormes habitaciones y una pequeña. Pero cuando Veronika se casó y nació Varusha, la vida en la minúscula vivienda del yerno se volvió imposible. Galya cedió su propio hogar a los jóvenes, mudándose a un apartamento más pequeño y modesto.
—Eres tonta —le decía Svetka, su amiga de toda la vida.
Llevaban años siendo inseparables, aunque más diferentes entre sí, imposible. Galya venía de una familia de académicos: madre maestra, padre cirujano. Desde pequeña lo tenía todo claro: carrera en pedagogía o medicina, matrimonio estable, un hijo, una vida útil. Sin sobresaltos. Su físico también era del montón: pelo lacio color trigo, ojos grisazulados, una figura redondeada que a los cincuenta ya ni cintura conservaba.
Svetka era otra cosa. Hija de maniquí y figura del arte, se parecía a su madre: alta, flaca, cabello oscuro de rizos rebeldes, cejas impetuosas, ojos verdes de bruja —le gustaba decir—, que volvían locos a los hombres. Su vida era una novela de capítulos impredecibles: un día despilfarraba en Milán, al siguiente criaba cabras en una aldea perdida.
—Hay que vivir para que todos te envidien —solía repetir—. Ya verás cuando seas vieja: querrás morderte los codos, pero ya será tarde.
Antes, para Svetka, “vejez” era pasar los cincuenta. Ahora, claro, había reescrito el concepto. No tenía hijos y no entendía por qué Galya sacrificaba tanto por su hija. Vale que el piso del yerno era incómodo, pero según Galya, que la molestia recayera sobre ella y no en su hija era un precio justo. Ni cuando ayudó con el coche, Svetka aprobó:

—¿Por qué no te fuiste a Milán? ¡Tanto que lo soñabas!
Sí, Galya suspiraba por esa ciudad, quizás porque su amiga la pintaba como un paraíso. Pero si de verdad tenía un deseo, era una dacha. Eso le confesó a Svetka.
—¿Una dacha? —frunció el ceño su amiga—. No hay forma de arrancarte el alma de burguesa…
Galya no discutió, no se ofendió. A Svetka la quería con todo, incluso con esas palabras filosas. Y siguió soñando con su casita rural. Cuando en aquella carta leyó que su tía abuela le había dejado algo en el testamento, sonrió: ¡por fin podría comprar su dacha!
—Está bien —aceptó Svetka—. Dacha sea. Pero esta vez, no se lo des todo a tu hija. Que su “pobre” esposo se lo gane.
—Vasya no es un pobre diablo —replicó Galya, defendiendo a su yerno—. Es doctorando. Termina su tesis y seguro despega su carrera académica.
—¡Qué comedia! —se burló Svetka—. Yo salí con uno con título y ni en la cama servía.
Al final, Svetka propuso un plan:
—Pon el dinero en mi cuenta. Así no cedes todo a Veronika. En mi cuenta ahorrativa irá generando intereses hasta que encuentres la dacha ideal. Te conozco: aparto la vista y ya no queda ni dinero ni casa. Es hora de que ella pida ayuda a su padre. No la hiciste sola, ¿o sí?
El matrimonio de Galya acabó cuando Veronika tenía nueve. En su familia jamás hubo divorcios. Sus padres, aún vivos entonces, se entristecieron mucho. Pero Galya no pudo perdonar la traición: su marido le confesó que amaba a otra. Dijo que recién con esa mujer había aprendido el verdadero amor. A Galya le dolió tanto, que lloró un año entero por las noches.
Con el plan de Svetka aceptado, Galya arrancó la búsqueda. Estudió a fondo, observó anuncios. Una casa le robó el corazón, un poquito más cara que su presupuesto, pero un crédito podía arreglarlo. Fue a verla.
El vendedor, un hombre de su edad, alto, coronilla despoblada, mirada triste. Se llamaba Sergey. Como su ex.
—Mire qué terreno más bueno. Y el hogar, sin comparación, lo construí yo mismo. No encontrará otro igual —dijo él.
Y Galya lo veía: la casa era aún mejor que en fotos. El terreno ideal: flores, árboles, espacio. No quería huerta, ansiaba belleza.
—¿Y por qué vende una joya así? ¿No le da pena?
—Pena me da tenerla abandonada —respondió Sergey—. La de mis padres. Yo tengo otra, en la parcela al lado —y señaló a un costado—. Mi esposa, Lyusya, y yo la compramos juntos. La levantamos con papá. Él murió hace tres años. Y ella… hace poco. Me costó separarme de sus cosas. Muy duro.
—¿Tiene hijos? —preguntó Galya con cuidado.
—Sí, pero son muy de ciudad. La hija vive en San Petersburgo. Dos dachas son demasiado para mí solo. Quiero vecinos decentes, sin fiestas ni escándalos.
—Fiestas no son lo mío —rió Galya—. Más bien flores. Antes solo tenía plantas de interior, pero creo que aquí me las arreglaré.
—A mi madre le encantaban las flores. A Lyusya no —sonrió con melancolía—. En nuestra primera cita le llevé un ramo. Se le torció la cara y lo dejó olvidado. Pensé que no le gusté. Un año después me confesó: “No traigas flores. Mejor chocolate”. Era una golosa, y yo también…
Hablaba de su mujer con una calidez que hizo que Galya sintiera algo amargo. Dudaba que alguien dijera cosas así de ella. Quizás Svetka tenía razón: había vivido para otros.
—Venga, Galya. Le enseño el jardín, dónde florecen. Ahora no se ve, pero tengo fotos.
Caminaron una hora hablando de flores, de hijos, de cómo la vida aceleraba sin frenos.
—Antes ansiabas cumpleaños, Año Nuevo. Ahora, un año desaparece sin aviso —comentó Sergey.
—Sí —asintió Galya—. Yo enseño en la escuela. Antes los niños crecían más despacio. Ahora los tienes y ya toca despedirlos.
—Lyusya también era maestra —dijo Sergey—. De lengua y literatura. ¿Usted qué enseña?
—Biología. Quería ser doctora, como papá, pero me asustó la sangre.
Hablar con Sergey era fácil, afable… le encendía un calorcito en el pecho, una expectativa que ya creía perdida.
—La quiero —dijo al irse—. Fijamos la fecha de firma. Retiraré el dinero.
No mencionó el crédito, pero lo gestionaría pronto.
Y así fue. Le aprobaron el crédito, fijó la fecha y llamó a Svetka.
—Transfiere el dinero. Encontré la dacha. La firma es el viernes.
Pero el susurro al otro lado del teléfono presagiaba algo oscuro.
—Verás… Quise duplicarlos, Galka. ¿Qué? ¿Iba a dejarlos ahí congelados? Yo también quería ganancia. Invertí. Yarik me convenció: las acciones se dispararían. Pero cayeron. No es mi culpa.
Galya solo entendió una cosa: el dinero ya no estaba.
Sintió un ardor en el pecho. Midió la presión. No era la pérdida del dinero: era la casa, el vecino… lo que no sería.
Intentó sacar otro crédito. No hubo suerte. Llamó a Sergey:
—Perdón. Los fondos se esfumaron. Me temo que no habrá trato. Puede buscar otro comprador.
—Qué pena —respondió él—. Me caíste muy bien. Pensé que seríamos buenos vecinos.
Galya cayó en un pozo. No dormía, pensaba y pensaba. No sabía cómo recuperar el sueño perdido.
Cuando Veronika se enteró, explotó:
—¡Te lo dije! ¡Nunca debiste confiar en Svetka!
—Querida, lo hizo con buena intención…
—¿Buena intención? ¿También fue “buena intención” andar con papá?
—¿De qué hablas?
—De que todos lo sabían menos tú: papá nos dejó porque estaba con esa “amiga” tuya. ¡Svetka!
Galya no podía creerlo. Su mejor amiga. ¿Cómo…?
—En fin —concluyó su hija—. Tú no cambiarás nunca.
Nada era como había soñado de niña. Se había equivocado en todo: el marido, la amiga, quizás incluso en cómo crió a su hija. Ni su trabajo la motivaba ya. Ni fuerzas para levantarse.
Entonces llegó Veronika, sin avisar. Golpeó la puerta con vehemencia.
—¡Mamá, abre!
Sin gorro, en pleno frío, chaqueta abierta.
—¿Y Varusha?
—Con Vasya.
Sacó una bolsa del bolso.
—¿Qué es eso?
—Dinero. Vendí el coche. Compra la dacha que te gustaba.
Galya se quedó muda. Miró a su hija sin entender.
—¿Pero cómo vas a…? ¿Y el coche?
—Vasya tiene uno. Nos llevará. O tomaremos el bus, no somos de azúcar. Varusha ya es grande. Toma, mamá. ¡Y sin dramas! Llama a ese Sergey.
Galya la abrazó. El nudo en la garganta se aflojó.
—Ya, ya, basta —dijo su hija seca—. Era tu dinero. No llores.
Siempre fue así: decidida, firme, sin lágrimas.
—Gracias, Veronika.
—Nada de gracias. Eso sí, demándala. Que Svetka pague, y hasta daños y perjuicios si puedes.
Galya temía que Sergey ya hubiera vendido. Había pasado casi un mes. Revisó los anuncios. No estaba. Se le formó otro nudo. Pero hizo una llamada.
—¿Vendió ya la dacha? —preguntó con voz temblorosa.
—No —rió Sergey—. Te está esperando.
—¿Cómo?
—Tu hija me llamó. Me explicó lo del dinero, y que iba a vender su coche. Es una buena hija la tuya.
—Sí —dijo Galya, aún incrédula—. ¿Entonces hacemos la firma?
—¡Claro! Hasta mañana, si quieres. Estoy cuidando tus flores, ya algunas florecen. ¿Quieres ver fotos?
—Claro que sí…
Y eran preciosas. Como de un libro de biología. Galya recordó cuánto amaba su trabajo, a los niños, las flores… su hija Veronika, su nieta Varusha, incluso su yerno Vasya. Sí, un buen hombre. Todo estaba bien. Y su vida, no había sido en vano.
Aunque… ¿vida vivida? No. Apenas comenzaba…