Se burlaron del mendigo, sin imaginar que fue mecánico de superdeportivos.
El sol de mediodía caía implacable sobre las calles polvorientas de Guadalajara, convirtiendo el asfalto en una plancha ardiente que hacía temblar el aire.
En la avenida López Cotilla, entre el bullicio de los camiones urbanos y el pregón de los vendedores ambulantes, se alzaba el taller mecánico Hermanos Vázquez, un local que había visto mejores días, pero que aún conservaba cierto prestigio entre los automovilistas de la zona.
Dentro del taller, envuelta en una lona polvorienta, descansaba una Ferrari 458 Italia, de color rojo brillante que contrastaba dramáticamente con el ambiente modesto del lugar.
La máquina italiana llevaba tres semanas estacionada ahí, convirtiéndose en el centro de conversaciones susurradas y miradas curiosas de quienes pasaban por la calle.
Roberto Vázquez, el dueño del taller, se secaba el sudor de la frente con un trapo grasiento mientras observaba el super deportivo con una mezcla de fascinación y frustración.
A sus 45 años, Roberto había reparado desde surus descompuestos hasta pickups americanas, pero nunca había enfrentado algo tan sofisticado como esa Ferrari.
“Carro del diablo”, murmuró mientras daba vueltas alrededor del vehículo.
“Tres semanas y ni siquiera he podido identificar qué tiene mal.”
Su hermano menor, Javier, de 38 años, se acercó limpiándose las manos con otro trapo igualmente sucio.
“¿Ya llamaste al distribuidor de Ferrari en la ciudad?”
“Sí, pero quieren cobrar 15,000es solo por venir a revisarla.”
“Y eso sin contar la reparación”, respondió Roberto con amargura. “El dueño se va a volver loco cuando le diga.”
El propietario del Ferrari era Sebastián Morales, un empresario de 32 años que había hecho fortuna en el negocio inmobiliario.
Alto de complexión atlética y siempre vestido con ropa de marca, Sebastián encarnaba todo lo que muchos mexicanos aspiraban a hacer.
Había llegado al taller tres semanas atrás en una situación desesperada.
El motor de su Ferrari había comenzado a hacer ruidos extraños durante un viaje de negocios y el taller de los hermanos Vázquez era el único lugar abierto en esa zona de la ciudad.
“No me importa cuánto cueste”, había dicho Sebastián ese día, dejando las llaves sobre el mostrador grasiento.
“Solo arréglmela rápido.”
Pero la realidad había resultado más compleja de lo esperado.
Los hermanos Vázquez, a pesar de su experiencia con motores convencionales, se encontraban perdidos ante la tecnología italiana.
Los manuales estaban en inglés y los sistemas electrónicos eran completamente diferentes a cualquier cosa que hubieran visto antes.
Fuera del taller, recargado contra un poste de luz, se encontraba don Aurelio, un hombre de 63 años, cuya apariencia desaliñada y ropa remendada lo identificaban inmediatamente como uno de los muchos indigentes que poblaban las calles de Guadalajara.