“El precio de la traición familiar: Cuando defendí mi hogar y desmoroné su mundo”

El Guardián del Códice Dorado

Una Novela de Misterio Histórico y Olvido Profundo

Capítulo I: La Nota al Margen y el Polvo de los Siglos

La vida de Elara Vargas, de treinta y cuatro años, se había resumido a la soledad de los archivos. No era la soledad impuesta por la desdicha, sino la elegida por la obsesión. Como historiadora paleógrafa en la Biblioteca Nacional de España en Madrid, pasaba sus días descifrando la caligrafía de hombres muertos, buscando la verdad en los lugares donde la historia oficial no se atrevía a mirar.

Esa tarde de invierno, el silencio de la Sala de Raros, acentuado por la capa de terciopelo que cubría la única mesa de lectura, era su único compañero. Estaba examinando un tratado de cartografía del siglo XVII, Ars Mappae Mundi, que había sido catalogado por error. Se suponía que era una copia sin anotaciones de un texto común de la época de Felipe IV, pero Elara tenía un presentimiento. El encuadernado olía a un tipo de cera de abejas que no se usaba desde hacía casi tres siglos.

Con guantes de algodón que la hacían sentir torpe y respetuosa a partes iguales, pasó la página 117. Allí estaba. No una errata, no una mancha de humedad. En el margen inferior, junto a un dibujo muy detallado de una constelación de estrellas que no coincidía con ninguna conocida por Ptolomeo o Copérnico, había una nota minúscula, escrita con una tinta marrón, casi invisible, hecha de bilis de roble y óxido.

 

La nota no era española. No era latín. Era una serie de glifos espaciados irregularmente, intercalados con números que parecían seguir una secuencia Fibonacci distorsionada.

El corazón de Elara dio un vuelco. Esto no era el garabato de un estudiante aburrido. Esto era un cifrado, y uno deliberadamente complejo. Llevaba años buscando pruebas de que ciertas sociedades de conocimiento, de las que se susurraba en los márgenes de la historia académica, habían existido. Sociedades que custodiaban el saber precolombino o anterior a la Ilustración. Esta nota era la primera evidencia tangible.

Pasó las siguientes setenta y dos horas en su pequeño despacho en el sótano, alimentándose de café amargo y el entusiasmo de un descubrimiento que no podía compartir. Su vida personal, ya escasa, se desvaneció. Su única meta era desentrañar ese pequeño secreto de la página 117.

Utilizó todo lo que sabía: análisis de frecuencia, sustitución fonética, y el patrón de la constelación. La clave estaba en los números Fibonacci. Los números no cifraban letras, sino posiciones dentro de una rejilla de letras, cuya clave era la propia constelación desconocida.

El cuarto día, agotada y con los ojos inyectados en sangre, lo consiguió.

Las letras reveladas formaron una frase en un latín arcaico, casi irreconocible:

«Elara: La Cordillera canta lo que el sol olvida. Busque al Guardián en el olvido del Archivo. El Códice Dorado espera al que busca el eco.»

El nombre “Elara” la paralizó. ¿Cómo podía la nota, escrita en el siglo XVII, dirigirse a ella? Era imposible, una alucinación por el sueño. Se obligó a revisar el descifrado. Era correcto. La clave era inconfundible.

O la nota se había reescrito hace poco, lo cual era absurdo por el estado de la tinta, o el nombre Elara era un comodín, un nombre común que significaba algo más. Se inclinó sobre su escritorio y revisó los nombres en latín. Elara significaba “luz” o “brillo,” pero también era una de las lunas de Júpiter.

Dejó la palabra a un lado y se centró en la geografía: La Cordillera canta. El sol olvida. Esto apuntaba directamente a la Cordillera de los Andes, las montañas que tocaban el cielo, donde la historia prehispánica estaba enterrada bajo siglos de jungla y hielo.

El Archivo. ¿Qué archivo? Su mente se disparó. No el suyo, que era la Biblioteca Nacional, sino un archivo que estaba en el “olvido.”

Al cabo de una hora de búsqueda frenética en bases de datos olvidadas de la BNE, encontró una referencia: el Archivo de la Hermandad de San Jerónimo de la Cordillera. Una organización de cartógrafos y astrónomos de la época virreinal, fundada supuestamente para documentar la flora andina, que había desaparecido sin dejar rastro en 1655, solo un año después de la publicación del Ars Mappae Mundi. La BNE tenía una caja, marcada como “sin clasificar,” proveniente de los restos de un convento jesuita desmantelado en 1902. Estaba en el sub-sótano, la sección que nadie visitaba, reservada para los documentos que eran demasiado ambiguos o dañados para ser catalogados.

El olvido del Archivo.

Con una energía renovada, Elara solicitó acceso a la caja. Al día siguiente, la tuvo sobre su mesa.

Capítulo II: El Espejo Andino y la Condena del Silencio

La caja olía a moho, a papel de arroz y a algo metálico, como el polvo de hierro. Dentro, encontró un revoltijo de cartas ilegibles, planos de minas abandonadas y, en el fondo, envuelto en un paño de seda descompuesto, un objeto que la hizo jadear.

Era un espejo de obsidiana pulida de forma ovalada, idéntico a los espejos rituales encontrados en ruinas mesoamericanas, pero con una inscripción grabada en el marco de plata: El Guardián del Códice Dorado.

Junto al espejo había un diario, un pequeño volumen encuadernado en cuero de llama. El primer nombre escrito en la página de título era Ezequiel Vargas, un apellido familiar que la golpeó con la fuerza de un recuerdo. Ezequiel Vargas: un primo lejano, un cartógrafo menor del siglo XVII, que había viajado al Perú y que se creía había muerto en un terremoto en Lima en 1655. Su paradero había sido un misterio familiar desde entonces.

El diario estaba escrito en español, pero con una sintaxis extraña, casi poética, y narraba el viaje de Ezequiel a la Cordillera. No hablaba de flora, ni de minas. Hablaba de un secreto.

3 de julio de 1654: Hemos llegado a la boca. El aire aquí es tan delgado que las verdades flotan sin el peso de la convención. Los Custodios no son monjes; son la memoria de la Tierra. Me mostraron el Códice. No es de pergamino ni de arcilla, sino de tiempo.

9 de agosto de 1654: El Guardián es sabio y antiguo. No permite que la información escape porque cree que la humanidad no ha madurado para esta Verdad. Si la Verdad es conocimiento, ¿por qué la oculta? El Guardián dice que el Sol olvida, pero que la Tierra recuerda lo que pasó hace 12.000 años, cuando el mundo se desgarró.

Elara se detuvo, sintiendo un escalofrío que no provenía de la temperatura del sótano. ¿12.000 años? La fecha coincidía con el final del Dryas Reciente, un periodo de cambio climático abrupto y cataclismo.

El resto del diario de Ezequiel detallaba cómo había intentado convencer a los Custodios de que debían compartir su conocimiento para evitar que la civilización actual cometiera los mismos errores que la anterior. Pero los Custodios lo habían rechazado. Habían creído que, si la gente supiera que cada ciclo de alta civilización terminaba en un colapso geológico provocado por fenómenos cósmicos recurrentes, se hundirían en la anarquía o en una resignación paralizante. Su misión era sencilla: ocultar la verdad hasta que una generación fuera “digna.”

Ezequiel, frustrado, había jurado que encontraría la forma de alertar a su propio tiempo. Había codificado la ubicación del Archivo en su tratado de cartografía, y el mensaje final:

«Solo alguien con la sangre de los Vargas, y que lleve el nombre del ‘brillo’ o de la ‘luna’, verá la nota y entenderá el espejo. La Cordillera canta, Elara.»

Elara se levantó de un salto, dejando caer la silla. La nota de la página 117 se había dirigido a ella por su nombre, por su linaje y por su propósito. La obsesión de Ezequiel, cuatro siglos después, se había convertido en la suya.

Miró el espejo de obsidiana. Si Ezequiel fue el que codificó el mensaje para ella, ella era la que tenía que terminar su trabajo. No era solo historia; era una advertencia vital.

Capítulo III: El Silencio de los Picos y el Hilo de Plata

Dos semanas después, Elara estaba en Arequipa, Perú, en la falda de un volcán dormido. Había liquidado sus ahorros, solicitado una baja por enfermedad inventada, y había comprado el primer vuelo que la sacara de la cómoda mentira de Madrid.

El diario de Ezequiel contenía un mapa críptico que mostraba una convergencia de líneas de ley, energía telúrica y rutas incas olvidadas. El punto de encuentro estaba en lo profundo del altiplano, una zona que ni siquiera los excursionistas modernos se atrevían a visitar.

Contrató a un guía local, un hombre taciturno llamado K’amasa, cuyos ojos color café parecían haber visto la eternidad. K’amasa no hizo preguntas, solo asintió cuando Elara le mostró el dibujo esquemático de Ezequiel: una montaña con tres picos y una cascada que caía en lo que parecía una puerta tallada.

“El Templo Perdido de Pachamama,” dijo K’amasa con voz grave, traduciendo el dibujo. “Nadie regresa de allí. Es donde la Madre Tierra guarda sus secretos más pesados.”

“Yo regresaré,” prometió Elara, aunque una parte de ella sabía que podía estar mintiendo.

El ascenso fue un tormento. El aire a 5,000 metros de altura quemaba los pulmones y el frío era una mordida constante. Después de tres días de caminata, llegaron al lugar marcado por Ezequiel: una meseta desolada con los tres picos nevados en la distancia. Pero no había cascada. No había puerta tallada. Solo una pared de roca basáltica que parecía haber estado allí desde el nacimiento del mundo.

Elara se derrumbó de rodillas, el fracaso se le subía a la garganta. ¿Cuatro siglos de anticipación para esto? ¿Un error cartográfico?

K’amasa se acercó y miró la pared de piedra. “La Cordillera canta, dices,” murmuró, repitiendo la frase que Elara había compartido. “La Cordillera se traga el agua en la sequía. No busques lo que ves, busca lo que falta.”

Elara miró al suelo. Estaba seco, pero la tierra se sentía extrañamente esponjosa. Siguiendo una intuición, sacó una pala de su mochila y comenzó a cavar al pie de la pared. Tres metros más abajo, sintió el golpe sordo de algo duro. Era roca, pero pulida, antinatural. Desenterró una losa de granito con una hendidura fina, casi invisible, que formaba un patrón complejo.

Recordó el espejo de obsidiana. Ezequiel no había dejado una llave, sino un código. El espejo no era para verse, sino para reflejar.

Sacó el espejo de obsidiana, lo limpió con su manga y esperó a que el sol de la tarde se alineara con los picos. Cuando el sol estuvo en la posición exacta que marcaba la constelación del Ars Mappae Mundi, Elara colocó el espejo en la losa, reflejando el último rayo de luz en la hendidura.

El sonido fue un estruendo profundo, como si la montaña tosiera. La pared de basalto se abrió, revelando no una cueva, sino una entrada perfectamente tallada: una inmensa puerta de piedra de más de veinte metros de altura.

“El Archivo,” susurró Elara.

K’amasa se persignó y se negó a seguir. “Aquí me quedo, Guardiana. Los secretos de la Madre Tierra no son para el hombre común.”

Elara, sintiendo una oleada de terror y exaltación, entró sola en la oscuridad.

Capítulo IV: La Biblioteca Subterránea y el Códice No Escrito

El interior del Archivo era un contraste brutal con la aridez del altiplano. Estaba caliente, húmedo y olía a incienso y aceite de sándalo. Las antorchas de aceite se encendieron automáticamente cuando cruzó el umbral.

No era un convento, ni una ruina inca. Era una biblioteca titánica, excavada en las profundidades de la Cordillera. Los pasillos eran de piedra pulida, cubiertos por estanterías que se alzaban hasta un techo abovedado, y contenían millones de rollos, tabletas y códices hechos de materiales que no reconocía: papel de obsidiana, tablillas de madera petrificada y sedas tratadas con minerales.

Esta era la Hermandad de San Jerónimo. Los Custodios. Pero no habían documentado la flora andina; habían documentado la historia del mundo desde el último cataclismo.

Mientras caminaba, Elara veía títulos en idiomas muertos que jamás había estudiado: análisis de la precesión de los equinoccios de civilizaciones perdidas, mapas estelares de una precisión inimaginable, y crónicas detalladas del “Gran Desgarro” (el Dryas Reciente) y las civilizaciones que perecieron entonces.

Al final de la sala más grande, que parecía un auditorio geológico, había un único estrado. Y sobre él, un objeto que no era un libro.

Era una esfera de cristal lechoso de dos metros de diámetro, incrustada con filamentos de oro puro, que palpitaba con una luz interna suave. Estaba suspendida sobre una columna de piedra grabada con el glifo de la constelación desconocida.

Este era el Códice Dorado.

Elara lo tocó. El cristal se sintió cálido y vivo. Al contacto, las líneas de oro en la esfera comenzaron a moverse, y la esfera proyectó imágenes tridimensionales de la Tierra en el aire circundante.

El Códice Dorado no era un registro escrito; era un modelo geo-histórico interactivo.

Lo que vio la dejó sin aliento. Vio la Tierra hace 12,000 años, una época que no era primitiva, sino tecnológicamente avanzada, con ciudades costeras brillantes que se extendían por los continentes. Luego, el desastre: no un meteorito, sino un evento de resonancia cósmica que desestabilizó la capa de hielo, provocó vulcanismo masivo y desplazamientos tectónicos. Vio el aumento del nivel del mar, el colapso cultural, y el lento y doloroso declive hacia lo que la historia moderna llamó la Edad de Piedra.

El Códice se detuvo y mostró el futuro, el ciclo inminente. La resonancia no era aleatoria. Ocurría cada 12,000 años.

La Tierra moderna, con sus ciudades abarrotadas, estaba en el precipicio de la misma catástrofe. El Códice mostraba que los síntomas ya estaban ocurriendo: el aumento de la inestabilidad climática, la intensidad sísmica. La fecha marcada en el modelo geo-histórico para el inicio de la inestabilidad completa era… el año siguiente.

El Guardián, un anciano de piel de cobre y ojos de jade, apareció de la sombra de la columna. Se había quedado allí todo el tiempo, invisible en la luz.

“Has traído el Espejo de Obsidiana, Elara Vargas,” dijo, su voz resonando en el vasto espacio. “Tu ancestro, Ezequiel, fue un hombre impaciente. Tú eres la última de su linaje. Has visto la verdad.”

Capítulo V: El Dilema del Guardián y la Última Prueba

El Guardián se presentó simplemente como Ihuamaru. Él era el custodio vivo de un conocimiento que había pasado de generación en generación desde el Gran Desgarro.

“Tu tatarabuelo quería alertar al mundo,” dijo Ihuamaru. “Quería que la gente construyera arcas, que se preparara. Creía que la información es siempre poder y salvación.”

“¿Y no lo es?” preguntó Elara, sintiendo un nudo de pánico en el estómago. “¿Por qué esconder algo tan vital? La gente podría salvarse. Podemos prepararnos, evacuar las costas.”

Ihuamaru se acercó a la esfera, acariciando el cristal lechoso. “Mira de nuevo, Guardiana Elara.”

Elara activó el modelo y se centró en la simulación del colapso social. Vio que, tan pronto como la gente sabía del colapso inminente, el orden se desvanecía. No se construyeron arcas; se construyeron fortalezas. Las ciudades costeras no se evacuaron; la gente de las tierras altas se apresuró a ellas para saquear. La verdad no llevó a la unidad, sino a la anarquía, que mató a más personas que el vulcanismo o las inundaciones.

“La verdad es conocimiento,” concedió Ihuamaru. “Pero la humanidad, en su estado actual, utiliza el conocimiento para crear ventajas de corto plazo sobre sus vecinos. Si revelas esta verdad, Elara, destruirás la civilización en un año, antes de que el ciclo natural la destruya en dos. Serás la causa del Gran Desgarro social.”

“Pero si no hacemos nada, la humanidad no tendrá ninguna posibilidad de supervivencia planificada. Solo los afortunados, los que viven en el altiplano, los que tengan recursos…”

“Solo los que sean dignos,” completó Ihuamaru. “Nuestra misión nunca fue salvar a todos. Nuestra misión fue preservar el conocimiento para el siguiente ciclo. Ezequiel no lo entendió. Él creía en el progreso constante. Nosotros creemos en el ciclo. El Guardián es un filtro, no un anunciador.”

Elara sintió un dolor agudo en la cabeza. La decisión de su vida, y tal vez la de la humanidad, había caído sobre sus hombros.

Si revelaba la verdad, sería condenada como una lunática, pero peor aún, su acción causaría el colapso que pretendía evitar. El caos social adelantaría la matanza.

Si se quedaba en silencio, se convertiría en cómplice de un evento que borraría la mayor parte de la población mundial, pero la supervivencia de los pocos sería más ordenada, y el conocimiento de la Hermandad podría conservarse para la próxima civilización.

“¿Qué tengo que hacer con el Códice?” preguntó Elara, su voz apenas un susurro.

“El Códice te eligió,” respondió Ihuamaru. “El Espejo te guio. Tú eres la nueva Guardiana. Tu prueba no es encontrar la verdad, sino decidir qué hacer con ella. Para ser el Guardián, debes elegir el silencio. Si tu decisión es revelarlo, el Códice te dará el medio para hacerlo, pero te advierto: no hay vuelta atrás. No hay forma de revertir el pánico.”

Ihuamaru extendió su mano, ofreciendo a Elara un objeto que había sacado de su túnica: una pequeña estatuilla de oro en forma de eclipse.

“Si eliges el silencio y la custodia, destruye la estatuilla. Te quedarás aquí, tomarás mi lugar y el Archivo se cerrará para siempre, esperando al próximo ciclo. Si eliges la revelación, la estatuilla es la llave de un transmisor que tu ancestro, Ezequiel, construyó. Se lo darás a los medios, y en 24 horas, la verdad será global.”

Capítulo VI: El Eco de la Luz y la Decisión de Elara

Elara tomó la estatuilla. Pesaba una tonelada en su palma. Ella, la historiadora que había dedicado su vida a desenterrar secretos, se enfrentaba a la obligación de mantener el secreto más grande de la historia humana.

Pensó en Madrid, en el cómodo engaño de la Biblioteca Nacional. Pensó en la vida moderna: el ruido, las noticias triviales, la obsesión por las redes sociales, la política divisiva. ¿Cómo reaccionaría esa humanidad superficial a la noticia de su inminente extinción geológica? Ihuamaru tenía razón. No construirían arcas; se matarían unos a otros por la última lata de comida en el supermercado.

Pero, ¿era su derecho decidir eso? ¿Era la custodia de una verdad tan dolorosa menos arrogante que la revelación imprudente?

Caminó hacia el Códice Dorado, observando las proyecciones futuras. Se centró en la región andina después del cataclismo. Vio pequeños grupos, descendientes de los Custodios y de comunidades remotas, sobreviviendo. Vio cómo, con el tiempo, el conocimiento del Códice Dorado les permitiría reconstruir lentamente una civilización, más consciente, menos propensa a la arrogancia que había llevado al colapso de la anterior.

Si ella hablaba, no quedaría nada. Si se callaba, quedaría una semilla.

El silencio era una condena, pero el Guardián no condenaba a la humanidad; permitía que se filtrara a través de un evento de extinción natural, sin añadir el horror de una guerra civil global. El Guardián protegía la esperanza a largo plazo.

Elara se sentó al pie de la columna. El Guardián Ihuamaru la observaba en silencio, con paciencia. Pasaron las horas. Elara revisó el diario de Ezequiel una última vez. Su ancestro no había entendido la magnitud de la anarquía. Su deseo de exponer la verdad era noble, pero fatalmente ingenuo.

Cuando el primer rayo de sol se filtró por la rendija de la puerta exterior, Elara tomó su decisión.

Se levantó, la estatuilla de oro fría en su mano. Miró a Ihuamaru, y sus ojos se encontraron. Ella asintió, una aceptación amarga y profunda.

“Elijo el eco, no la canción, Guardián Ihuamaru,” dijo Elara.

Con un dolor en el alma que nunca había sentido, apretó la estatuilla de oro con ambas manos y la lanzó contra una de las estanterías de roca. El impacto fue mínimo, pero el metal se rompió en docenas de pequeños fragmentos, disolviendo el último vestigio del plan de Ezequiel.

Ihuamaru sonrió, una expresión de alivio y profundo respeto. “Bienvenida al servicio, Elara Vargas. Te ha llevado cuatro siglos encontrarnos, pero llegaste a tiempo.”

Elara pasó los siguientes meses en el Archivo, aprendiendo de Ihuamaru. Aprendió no solo sobre el ciclo geológico, sino sobre la geología del alma humana. Aprendió a ver el mundo no en años, sino en milenios.

Un año después, la inestabilidad comenzó, justo como el Códice Dorado había predicho. Los titulares globales estaban llenos de El Fenómeno: sismos sin precedentes, erupciones volcánicas “inesperadas,” y olas de calor extremas. El mundo estaba confundido, pero seguía funcionando, luchando por el orden y la supervivencia.

Elara no estaba en el Archivo. Ihuamaru la había enviado de vuelta al mundo con una nueva misión: ser un agente durmiente.

Volvió a su escritorio en el sótano de la Biblioteca Nacional de España. Nadie cuestionó su larga ausencia; los historiadores a menudo tienen expediciones de investigación inusuales.

Se sentó frente a su monitor, revisando los titulares. La humanidad luchaba con valentía y confusión contra el destino natural.

Abrió el Ars Mappae Mundi, el libro que lo había empezado todo. Sacó una pluma y, con una tinta hecha de bilis de roble, igual a la que usó Ezequiel, escribió en la página 117. Esta vez, el mensaje era claro, para un futuro que la necesitaba:

«La Cordillera canta, pero la luz debe ser paciente. El Guardián es el silencio que permite la siguiente canción.»

Luego, con una profunda resignación, cerró el libro y se dirigió a un archivo digital seguro que había creado: un archivo lleno de información científica útil para los desastres naturales, consejos de supervivencia y un código de conducta humanitaria estricto, todo envuelto en datos falsos.

No era la verdad completa. Era lo que la humanidad necesitaba: una preparación silenciosa y discreta. Ella era la Guardiana, condenada a saberlo todo, pero obligada a no decir nada. Su soledad ahora era total, pero también su propósito. La casa se había cerrado, la luz de Júpiter se había quedado en la sombra, y Elara se había convertido en el eco paciente de una verdad olvidada, esperando el inicio del próximo ciclo para compartir su conocimiento, cuando la humanidad fuera, al fin, digna de él.

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