Bajo la lluvia de Wyoming
Capítulo 1: El sonido de la tormenta
La lluvia golpeaba el techo de zinc del granero con un ritmo constante y pesado, como si el cielo quisiera limpiar la tierra de todos sus pecados. Sara Mitchel sostenía las riendas de su yegua con más fuerza de la necesaria, los nudillos blancos por la tensión. Había venido a buscar la silla que dejó para reparar tres días antes, pero ahora se veía atrapada allí por la tormenta. Y por él.
Jack Donovan estaba apoyado en el banco de trabajo, los brazos cruzados sobre el pecho ancho. Aunque estaba quieto, ocupaba todo el espacio. Era un hombre enorme, con hombros que parecían hechos para cargar vigas y manos capaces de domar cualquier potro salvaje. El cabello oscuro caía sobre su frente, aún húmedo del trabajo bajo la lluvia. La observaba con ese modo que siempre la inquietaba.
Sara intentó concentrarse en la silla, pero el silencio entre ambos era denso, cargado de algo que no sabía nombrar. Jack se movió con lentitud, acercándose al animal para acariciar el lomo. El olor a cuero, madera y sudor limpio llenaba el aire.
—¿Te molesta esperar? —preguntó, su voz grave resonando en el granero.
—No tengo prisa —mintió Sara, evitando su mirada.
Jack sonrió, ese gesto lento que le apretaba algo en el pecho. Se acercó un poco más, hasta que pudo sentir el calor de su cuerpo.
—A veces me pregunto —murmuró— si no vienes aquí más por mí que por tus caballos.
Sara se puso rígida, el rostro encendido. Sabía exactamente de qué hablaba, y no era de la silla ni de la yegua. Enderezó la postura, levantando el mentón con la dignidad que su educación presbiteriana exigía.
—No sé de qué habla, Jack Donovan.
Él soltó una risa baja, acercándose otro paso. Ahora era imposible ignorarlo; su presencia llenaba el granero, la envolvía.
—Sí sabes —insistió—. Vienes tres, cuatro veces por semana. Siempre tienes una excusa. Una silla para reparar, un caballo que necesita herraduras nuevas, una cerca que quieres ver cómo fue hecha.
—Administro la finca desde que papá falleció. Es natural que…
Jack la interrumpió, acercándose tanto que tuvo que alzar el rostro para mirarlo.
—Natural sería enviar a uno de los peones —dijo con voz suave—. Pero tú siempre vienes personalmente.
Sara abrió la boca para protestar, pero las palabras murieron en la garganta. Porque él tenía razón, y ella lo sabía. Todas esas visitas, todas esas excusas. ¿Qué estaba haciendo allí sola con él, si no era buscando exactamente eso?
Pero admitirlo sería cruzar una línea que le enseñaron toda la vida a nunca cruzar.

—Está siendo presuntuoso.
Jack dio otro paso, la sombra de su cuerpo cubriéndola. El olor de él era intenso, masculino.
—Estoy —admitió—. Entonces, ¿por qué tu corazón está acelerado? ¿Por qué tus mejillas están rojas? ¿Hace calor aquí dentro? ¿Está lloviendo, Sara? ¿Hace frío?
El nombre de ella en la boca de Jack sonaba diferente, íntimo, peligroso. Debería salir corriendo, enfrentar la lluvia, el barro, lo que fuera, pero sus pies parecían clavados al suelo de tierra batida.
—No soy ese tipo de mujer.
Jack inclinó la cabeza, estudiando su rostro como quien descifra un mapa.
—¿Qué tipo? ¿El tipo que tiene deseos? ¿El tipo que quiere ser tocada?
La respiración de Sara falló. Había sido criada en la iglesia, aprendió que hay un tiempo justo para todo, que una mujer de respeto debe esperar. Pero tenía 28 años. ¿Cuántos años más iba a esperar por el tiempo correcto?
—No se trata de tiempo —susurró—. Se trata de lo que es correcto.
Jack levantó la mano despacio, dándole todo el tiempo del mundo para apartarse. Pero Sara permaneció quieta cuando los dedos de él rozaron su mejilla, ásperos y cálidos contra la piel. El pulgar trazó la línea de su mandíbula con una delicadeza que contrastaba con el tamaño brutal de sus manos.
—¿Y si te digo que esto —acercó el rostro, la respiración caliente rozando sus labios— es lo más correcto que he sentido en mi vida?
El corazón de Sara latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. Cada fibra de su cuerpo gritaba por acercarse, por cerrar la distancia minúscula que los separaba. Pero la voz de su madre resonaba en la cabeza: una mujer decente no se entrega antes del matrimonio. ¿Qué dirán los demás? Las personas van a hablar.
—Que hablen —dijo Jack, sosteniendo su rostro con ambas manos, obligándola a mirar sus ojos—. No me importa la ciudad entera si tú estás conmigo.
—No entiende —la voz de Sara temblaba—. Pasé toda la vida siendo la hija correcta del pastor. La chica de la que nunca se habla mal. Si yo… si nosotros…
Jack la interrumpió, con la frente apoyada en la de ella, un gesto sorprendentemente tierno.
—Si finalmente dejas de castigarte por sentir lo que todo ser humano siente.
La verdad de esas palabras golpeó a Sara como un puñetazo. Era eso. Se estaba castigando, negándose cualquier placer, cualquier deseo, cualquier momento de debilidad, como si ser perfecta pudiera traer a su padre de vuelta, como si nunca errar significara ser digna de amor.
—Tengo miedo —susurró, la voz rota—. Miedo de querer tanto que no pueda parar. Miedo de perderme.
Jack acercó más la frente a la de ella.
—Entonces piérdete —dijo suavemente—. Yo te encuentro.
Fue esa ternura la que rompió la última resistencia de Sara. No la provocación, no la arrogancia, sino esa promesa simple y honesta.
Cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, había tomado una decisión. Cerró la distancia entre los dos. El beso comenzó titubeante, labios tocándose con cuidado, como probando un territorio desconocido. Pero Jack la atrajo contra su cuerpo, una mano en la nuca, la otra rodeando la cintura, y el mundo entero desapareció.
Capítulo 2: El peso de los años
Sara no era besada hacía años, y nunca había sido besada así, como si fuera necesaria, como si fuera deseada. La boca de Jack era cálida y exigente, pidiendo una entrega que ella no sabía si podía dar, pero su cuerpo respondía por sí solo, moldeándose contra el de él, las manos subiendo por los brazos musculosos hasta los hombros.
Él la levantó sin esfuerzo, sentándola en la mesa de trabajo. Debería protestar, debería detener aquello antes de que fuera demasiado lejos, pero cuando Jack se posicionó entre sus piernas, las manos grandes descendiendo por la curva de sus caderas, todo pensamiento racional evaporó.
—Dios me perdone —susurró contra sus labios.
—Dios ya perdonó —Jack besó la comisura de su boca, la mandíbula, el cuello—. Ahora necesitas perdonarte tú.
Sus manos encontraron los botones de la blusa de Sara, y ella sujetó sus muñecas, no para detenerlo, sino para ganar un segundo de claridad.
—Si hacemos esto, todo cambia.
Jack la miró a los ojos. Había algo más allí además del deseo, algo que parecía ternura verdadera.
—Lo sé. Y quiero que cambie.
Sara soltó sus muñecas y eso fue todo lo que Jack necesitó. Sus dedos trabajaron los botones con urgencia controlada, revelando la piel clara debajo. Se detuvo en el último botón, recorriendo el cuerpo de ella con la mirada, haciéndola temblar.
—Eres hermosa.
Nadie le había dicho eso nunca de esa manera, como si fuera una verdad absoluta, no un cumplido vacío. Sara sintió lágrimas arder en sus ojos, pero parpadeó para alejarlas. No iba a llorar.
Ahora fue ella quien buscó los botones de la camisa de él, pero sus dedos temblaban tanto que apenas podía sostenerlos. Jack cubrió sus manos con las suyas.
—Calma, no hay prisa.
Pero ella sí tenía prisa. Porque si se permitía pensar, si la razón volvía, huiría de allí y nunca más tendría el valor de volver. Con su ayuda, logró abrir la camisa. El pecho de Jack era una extensión de músculos definidos, cubierto por una capa de vello oscuro. Sara tocó la piel caliente, sintiendo el corazón de él latiendo acelerado bajo su palma.
—¿También tienes miedo? —preguntó sorprendida.
—Sí —admitió él—. Miedo de asustarte, de hacer algo mal, de que te arrepientas después.
La honestidad de esas palabras desarmó las últimas defensas de Sara. Él no estaba solo tomando lo que quería. Le importaba ella, lo que sentía.
—Muéstrame —dijo, sosteniéndole el rostro, obligándolo a mirar sus ojos—. Muéstrame cómo es no tener miedo.
Jack la besó de nuevo, pero esta vez sin vacilación. Era profundo, consumidor, un beso que pedía todo y prometía más aún. Sus manos la exploraban con reverencia, descubriendo las curvas que permanecían ocultas bajo la ropa de trabajo.
Cuando la acostó sobre el abrigo que extendió sobre la mesa, Sara no protestó cuando los dedos de él encontraron la piel sensible del interior de su muslo. Jadeó, pero no se apartó. Y cuando él susurró, preguntando si podía continuar, ella solo asintió, incapaz de formar palabras.
El toque de Jack era firme pero cuidadoso, leyendo cada reacción de su cuerpo. Sara se sintió desnuda, no solo físicamente, sino emocionalmente. Todos los años de represión, todas las noches de soledad, todo el deseo negado emergiendo en una ola que amenazaba con ahogarla.
Jack, el nombre de él salió en un gemido bajo que la hizo sonrojar.
—Te tengo —murmuró él, besando su cuello, los hombros descendiendo despacio—. Déjame cuidarte.
Y la cuidó con una paciencia que Sara no imaginaba que un hombre pudiera tener. No hubo prisa, no hubo brutalidad, solo una entrega gradual, un placer que se construía en olas, subiendo cada vez más alto, hasta que no pudo contenerse.
Cuando finalmente se posicionó sobre ella, los ojos se encontraron. Había una pregunta silenciosa allí, una última oportunidad de retroceder. Sara respondió, atrayéndolo más cerca, rodeando sus caderas con las piernas.
La sensación de la primera vez en años que su cuerpo se unía al de otro ser humano fue abrumadora. No era solo físico, era una conexión que iba más allá, tocando lugares dentro de ella que ni sabía que existían. Se aferró a los hombros de él, las uñas marcando la piel mientras él se movía con un ritmo que respetaba sus límites.
—No pares —susurró cuando él disminuyó el ritmo, preocupado.
—Nunca —fue una promesa y una declaración.
Los cuerpos encontraron su propio ritmo, una danza antigua y primitiva. El sonido de la lluvia en el techo se mezclaba con la respiración pesada de ambos, con los pequeños sonidos que ninguno podía contener.
Sara sintió algo romperse dentro de ella, una barrera que había mantenido erguida tanto tiempo que olvidó que estaba allí. Y entonces vino la ola. Comenzó como un pequeño temblor y creció hasta consumir cada nervio, cada músculo, cada pensamiento. Se aferró a Jack como si él fuera lo único sólido en un mundo que giraba sin control. Oyó su propia voz gritar el nombre de él, sintió el cuerpo de Jack tenso contra el suyo mientras él también se rendía.
Quedaron allí entrelazados, las respiraciones calmándose poco a poco. Jack rodó a un lado, atrayéndola a su pecho, protegiéndola del frío. Sara apoyó el rostro en su hombro, aún procesando lo que acababa de suceder.
—¿Estás bien? —preguntó él, la voz ronca.
—No sé —admitió ella. Era la verdad. Se sentía completamente transformada, como si la Sara que entró en ese granero ya no existiera.
Jack giró su rostro hacia él, buscando sus ojos con preocupación.
—¿Te arrepientes?
Sara pensó en la pregunta. Debería arrepentirse. Debería estar llena de culpa y vergüenza. Pero cuando miró al hombre a su lado, a los ojos honestos y la preocupación genuina, todo lo que sintió fue una paz profunda.
—No —dijo, tocando el rostro de él, memorizando cada detalle—. No me arrepiento.
El sonriso que él le dio fue transformador. Jack Donovan siempre había sido atractivo, pero cuando sonreía así, como si el mundo entero tuviera sentido, era devastador.
—Entonces, cásate conmigo.
Sara se apartó, sorprendida.
—¿Qué?
—Cásate conmigo —repitió él, apoyándose en el codo, mirándola con total seriedad—. No quiero que salgas de aquí pensando que fue solo un momento. No lo fue. Para mí.
—Jack… apenas nos conocemos. Ni siquiera sabes si…
—Sé que eres la mujer más fuerte que he conocido. Sé que cuidas la finca mejor que cualquier hombre. Sé que tienes un corazón enorme escondido bajo todas esas reglas que inventaron para ti.
Él sostuvo su mano.
—Y sé que quiero despertar cada día del resto de mi vida mirando ese rostro.
Sara sintió las lágrimas volver, pero esta vez las dejó correr.
—La gente dirá que soy liviana, que me entregué demasiado rápido.
—La gente siempre hablará. La cuestión es: ¿te importa más lo que ellos dicen o lo que tú sientes?
Era una pregunta simple, con una respuesta complicada. Sara había pasado toda la vida preocupándose por las opiniones ajenas, moldeándose para encajar en las expectativas, negando sus propios deseos para mantener las apariencias. Pero cuando miró a Jack, a ese hombre inmenso que la miraba con tanta ternura, comprendió que ya había hecho la elección. La hizo cuando decidió quedarse en el granero, cuando permitió que él la tocara, cuando se entregó por completo.
—Me importa lo que siento —dijo, firme—. Y siento que tienes razón. Esto es lo más correcto que me ha pasado.
Jack la besó de nuevo, suave y dulce como una promesa.
—¿Entonces es un sí?
Sara rió, el sonido leve y libre.
—Es un sí.
Capítulo 3: Un nuevo amanecer
La lluvia seguía cayendo afuera, lavando el mundo viejo y preparando el terreno para lo nuevo. Y dentro del granero, en los brazos de Jack Donovan, Sara Mitchel finalmente encontró lo que había buscado tanto tiempo. No la perfección, sino el permiso para ser humana, para desear, para vivir.
Cuando salieron del granero horas después, de la mano bajo un cielo que comenzaba a aclarar, Sara sabía que la gente iba a hablar, iba a susurrar a sus espaldas en el pueblo, iba a juzgar. Pero por primera vez en la vida, no le importaba porque había encontrado algo más valioso que la aprobación ajena. Había encontrado su propia libertad y al hombre que se encargaría de recordarle cada día que merecía ser feliz.
El sol apareció entre las nubes, iluminando el camino de regreso a casa. Una casa que ahora sería de dos, un futuro que finalmente valía la pena esperar.
Epílogo: Bajo el cielo despejado
Los meses pasaron, y la historia de Sara y Jack se convirtió en leyenda en el pueblo. Algunos los criticaron, otros los admiraron, pero ninguno pudo negar la fuerza de su amor. Sara aprendió a vivir sin miedo, a aceptar sus deseos como parte de sí misma. Jack le mostró cada día que la ternura y el respeto pueden convivir con la pasión y la fuerza.
Juntos reconstruyeron la finca, abrieron el granero para los vecinos, ayudaron a los huérfanos y enseñaron a las jóvenes del pueblo que la felicidad no siempre sigue las reglas impuestas por los demás.
Un día, bajo el cielo despejado, Sara miró a Jack mientras trabajaba en el campo. Su corazón se llenó de gratitud. Había esperado toda la vida por el momento correcto, y finalmente entendió que el momento correcto es aquel en que decides vivir sin miedo.
El amor, pensó Sara, es como la lluvia: a veces llega inesperadamente, a veces duele, pero siempre limpia y renueva. Y mientras el sol brillaba sobre Wyoming, supo que nunca volvería a esconderse de sí misma.
Porque, al final, la libertad más grande es la de amar y ser amada, sin pedir permiso a nadie.
Capítulo 4: El precio de la felicidad
La primavera llegó a Wyoming como una promesa. El sol doraba los campos, las flores silvestres cubrían las laderas y el pueblo parecía menos hostil bajo el cielo despejado. Sara y Jack, ya casados, vivían en la vieja casa de los Mitchel, que poco a poco fue transformándose en un hogar cálido y acogedor.
Las mañanas comenzaban temprano, con el aroma del café y el pan recién horneado. Jack salía al campo antes del alba, y Sara lo acompañaba, aprendiendo a arar, sembrar y cuidar los animales. La rutina era dura, pero juntos la hacían llevadera. Cada gesto cotidiano se volvía especial: el roce de las manos al pasar los cubos de agua, las risas compartidas al ver a los caballos retozar bajo la lluvia, las miradas cómplices cuando el cansancio los vencía y se dejaban caer juntos sobre la hierba.
Sin embargo, la felicidad nunca es gratuita. El pueblo seguía observando, juzgando, murmurando. Las vecinas evitaban a Sara en la tienda, los hombres miraban a Jack con recelo, y los rumores sobre la rapidez de su matrimonio no cesaban. Sara sentía el peso de las miradas, pero se negaba a ceder. Jack, por su parte, enfrentaba los comentarios con silencio y dignidad, pero a veces, al llegar la noche, se notaba la sombra de la preocupación en sus ojos.
Una tarde, mientras Sara recogía huevos en el gallinero, escuchó voces alteradas cerca de la entrada de la finca. Al acercarse, vio a tres hombres del pueblo discutiendo con Jack. El tono era amenazante, los rostros tensos.
—No queremos problemas, Donovan —dijo el mayor, un tal McCarthy—. Pero esta tierra siempre fue de los Mitchel. No nos gusta que un forastero la administre.
Jack mantuvo la calma.
—Sara y yo somos familia ahora. La tierra es tan mía como de ella. Si tienen alguna queja, pueden hablar con nosotros juntos.
McCarthy escupió al suelo.
—La gente dice cosas. Que te aprovechaste de la soledad de la viuda. Que no eres de fiar.
Sara sintió la rabia subirle por la garganta. Se adelantó, enfrentando a los hombres con la cabeza en alto.
—La gente puede decir lo que quiera. Yo elegí a Jack. Nadie me obligó. Y si tienen problemas, pueden decírmelo a la cara.
Los hombres se miraron, incómodos ante la firmeza de Sara. Finalmente, se marcharon, lanzando miradas de odio.
Jack la abrazó en silencio. Sabía que el conflicto apenas comenzaba.
Capítulo 5: Las pruebas del amor
Los siguientes días fueron difíciles. Los vecinos dejaron de comprar huevos y leche en la finca, los peones que ayudaban en la cosecha se marcharon, y las invitaciones a las reuniones del pueblo dejaron de llegar. Sara y Jack se vieron obligados a trabajar el doble, a enfrentarse solos a las tareas y a la soledad.
Pero en la adversidad, su amor se hizo más fuerte. Las noches se llenaron de confidencias, de risas y de sueños compartidos. Sara aprendió a confiar en Jack, a apoyarse en él sin miedo al juicio ajeno. Jack, por su parte, le mostró una ternura que nadie sospechaba bajo su aspecto rudo.
Un día, mientras reparaban la cerca del corral, Sara se detuvo a mirar el horizonte.
—¿Crees que algún día dejarán de juzgarnos?
Jack apoyó la mano sobre la suya.
—La gente teme lo que no entiende. Nosotros somos diferentes, y eso les asusta. Pero no podemos vivir para ellos. Solo para nosotros.
Sara sonrió, sintiendo el peso de las palabras.
Esa noche, mientras la lluvia volvía a golpear el techo de zinc, Sara se acurrucó junto a Jack y le confesó sus temores más profundos: el miedo a perderlo, a volver a estar sola, a no ser suficiente. Jack la escuchó en silencio, respondiendo solo con caricias y palabras suaves.
—Nunca estarás sola mientras yo respire —le prometió—. Eres suficiente, más que suficiente. Eres mi hogar.
Capítulo 6: El regreso del pasado
La paz de la finca se vio interrumpida una mañana por la llegada de una joven a caballo. Llevaba el cabello trenzado, los ojos oscuros y una expresión decidida. Se presentó como Elena, la hija menor de los McCarthy.
—Vengo a pedir ayuda —dijo, mirando a Sara—. Mi madre está enferma. Nadie en el pueblo quiere acercarse, dicen que es contagioso. Pero yo sé que usted sabe de remedios.
Sara no dudó. Preparó una bolsa con hierbas y ungüentos, y cabalgó junto a Elena hasta la casa de los McCarthy. Allí, entre la penumbra y el olor a enfermedad, cuidó a la madre de Elena día y noche, sin importar los riesgos. Jack la visitaba cada tarde, llevándole comida y palabras de ánimo.
Poco a poco, la madre de Elena mejoró. El pueblo, al enterarse de la valentía de Sara, comenzó a mirarla con otros ojos. Los rumores se transformaron en respeto, las puertas antes cerradas se abrieron.
Elena se convirtió en amiga de la pareja, ayudando en la finca y trayendo noticias del pueblo. Sara comprendió que la bondad y la compasión son armas más poderosas que el orgullo.
Capítulo 7: La tormenta final
Un año después de la boda, una tormenta devastadora azotó Wyoming. El río creció, los campos se inundaron y la mayoría de las fincas sufrieron daños irreparables. Sara y Jack trabajaron sin descanso para salvar los animales y proteger la casa.
Cuando la tormenta pasó, el pueblo estaba desolado. Muchos perdieron todo. Fue entonces cuando Sara y Jack abrieron las puertas de su finca, ofreciendo refugio, comida y ayuda a quienes lo necesitaban. Los mismos que antes los juzgaban acudieron en busca de consuelo, y la pareja los recibió sin rencor.
La finca Mitchel-Donovan se convirtió en el corazón del pueblo, un lugar de encuentro, solidaridad y esperanza. Sara y Jack demostraron que el amor verdadero no solo une a dos personas, sino que puede transformar toda una comunidad.
Capítulo 8: Un nuevo legado
Los años pasaron, y la finca prosperó. Sara y Jack tuvieron hijos, enseñándoles desde pequeños el valor de la honestidad, la compasión y la libertad. Elena se quedó con ellos, convirtiéndose en parte de la familia.
El pueblo cambió, aprendiendo a aceptar la diferencia y a valorar la generosidad. La historia de Sara y Jack se contaba en la escuela, en la iglesia, en las noches de fogata, como ejemplo de coraje y amor.
Sara, al mirar a su familia reunida bajo el mismo techo donde había sentido tanto miedo y soledad, comprendió que la verdadera felicidad no consiste en ser perfecta ni en complacer a los demás. La felicidad es elegir cada día el amor, la libertad y la autenticidad.
Y así, bajo el cielo inmenso de Wyoming, con la lluvia limpiando la tierra y el sol iluminando el futuro, Sara y Jack vivieron su historia, dejando un legado que perduraría mucho después de que las voces del pueblo se