Los niños del colchón
Capítulo 1: El desvío inesperado
Eduardo Fernández era un hombre acostumbrado a la comodidad. Empresario exitoso, viudo desde hacía tres años, dedicaba su vida a su hijo Pedro, de apenas cinco años. Aunque su corazón arrastraba la tristeza de la pérdida de su esposa, intentaba llenar el vacío con todo lo que el dinero podía comprar: juguetes, viajes, escuelas privadas, tardes en el parque más exclusivo de la ciudad.
Nunca, jamás, había cruzado los barrios pobres. Su Mercedes negro recorría cada día las avenidas limpias, los bulevares arbolados, los cafés de moda. La pobreza era un rumor lejano, algo que veía en la televisión mientras cenaba con su hijo.
Pero ese viernes, el tráfico era imposible. Eduardo maldijo en voz baja y aceptó el consejo del navegador: “Desvíese por la Calle 34”. Era una zona que nunca había pisado. Las fachadas grises, los muros llenos de grafitis, las aceras rotas y la basura acumulada le provocaban una incomodidad desconocida.
Pedro, inquieto en el asiento trasero, miraba por la ventana con ojos curiosos.
—Papá, ¿por qué estamos aquí? —preguntó.
—Es solo por hoy, hijo. El tráfico está terrible.
De repente, Pedro se pegó al cristal.
—Papá, para el coche.
Eduardo apenas tuvo tiempo de frenar cuando Pedro abrió la puerta y salió corriendo hacia la acera.
—¡Pedro! ¡Vuelve aquí! —gritó Eduardo, alarmado, mientras corría tras él.
Pedro ya estaba agachado junto a un colchón sucio, tirado entre bolsas de basura y cartones mojados. Dos niños dormían allí, descalzos, con ropa rota y cubiertos de mugre. Eduardo sintió una punzada de culpa y vergüenza. Quiso alejar a Pedro de esa escena, pero el niño se quedó mirando fijamente los rostros de esos pequeños.
—Papá… ¿por qué tienen mi nariz?
Eduardo sintió que el mundo se detenía. El niño de pelo castaño tenía las mismas cejas arqueadas que Pedro. El mismo hoyuelo en la barbilla. Los mismos ojos, aunque cerrados por el cansancio.
—Papá, ¿por qué se parecen tanto a mí?
Eduardo no podía respirar. Su corazón latía tan fuerte que sentía el pulso en las sienes. Porque esos niños no solo se parecían a Pedro… Se parecían a él. Y a su difunta esposa.
Sintió que las piernas le temblaban cuando uno de los niños abrió los ojos. Esos ojos color miel que él veía cada mañana en el espejo. Los mismos que tenía su hijo.
El niño lo miró sin miedo y susurró algo que Eduardo jamás olvidaría.
—¿Tienes algo de comer?

Capítulo 2: El secreto bajo la piel
Eduardo se quedó paralizado. Miró a los dos niños, a Pedro, y luego a sí mismo, buscando una explicación lógica. ¿Sería posible? ¿Acaso…?
—Papá, ¿puedo darles mi galleta? —preguntó Pedro, sacando un paquete de su mochila.
Eduardo asintió, incapaz de articular palabra. Pedro se sentó junto a los niños y les ofreció la galleta. El niño de ojos miel la tomó con gratitud, y la niña, más pequeña, se acercó tímidamente.
—¿Cómo se llaman? —preguntó Pedro.
—Yo soy Samuel, y ella es Lucía —respondió el niño, con voz ronca.
Eduardo observó cada gesto, cada rasgo. El parecido era innegable. ¿Podía ser una coincidencia? ¿O había algo más profundo que desconocía?
—¿Dónde están sus padres? —preguntó Eduardo, intentando mantener la compostura.
Samuel bajó la mirada.
—No tenemos. Mamá murió hace un año. No conocimos a nuestro papá.
Eduardo sintió una punzada en el pecho. La historia de esos niños era un reflejo distorsionado de la suya propia. Viudo, padre soltero… ¿Era posible que…?
Pedro, ajeno a la tormenta interior de su padre, abrazó a Lucía.
—No estén tristes. Mi papá puede ayudarlos.
Eduardo quiso negarse, huir, pero la mirada de Samuel lo detuvo. Era como mirarse en un espejo.
Capítulo 3: El pasado regresa
Esa noche, Eduardo no pudo dormir. La imagen de los niños lo perseguía. Buscó en su memoria, en los años antes de casarse, en las relaciones olvidadas, en las noches de soledad después de la muerte de su esposa.
Al día siguiente, volvió a la Calle 34. Los niños seguían allí, acurrucados en el colchón, junto a Pedro, que insistía en visitarlos.
Eduardo decidió llevarlos a comer. Samuel y Lucía comieron con voracidad, agradecidos pero silenciosos. Poco a poco, Samuel comenzó a hablar.
—Nuestra mamá se llamaba Ana. Trabajaba limpiando casas. Era buena, pero se enfermó y nadie la ayudó.
Eduardo sintió un escalofrío. Recordaba a Ana, una joven que había trabajado en su empresa años atrás. Había sido discreta, amable, siempre sonriente. ¿Podía ser…?
—¿Recuerdas a tu mamá? —preguntó Eduardo, intentando no mostrar su ansiedad.
Samuel asintió.
—Sí. Decía que algún día encontraríamos a nuestro papá. Que tenía el corazón bueno, pero no sabía que existíamos.
Eduardo no pudo evitar las lágrimas. ¿Era posible que esos niños fueran sus hijos? ¿Que Ana nunca le hubiera contado? ¿Que la vida lo hubiera separado de ellos sin que él lo supiera?
Capítulo 4: La verdad oculta
Decidió investigar. Buscó registros, habló con antiguos empleados, rastreó la historia de Ana. Descubrió que ella había trabajado en su empresa durante el año en que su esposa estaba enferma. Recordó las largas noches de trabajo, la soledad, la tristeza. Recordó a Ana, su compañía, su consuelo… y una noche en la que la pena los unió brevemente.
Eduardo comprendió que Samuel y Lucía podían ser sus hijos. El miedo y la culpa lo invadieron. ¿Cómo podía reparar tantos años de abandono involuntario?
Llevó a los niños al médico, les compró ropa, los alojó en su casa. Pedro estaba feliz, como si hubiera encontrado a dos hermanos perdidos. Samuel y Lucía se adaptaron poco a poco, aunque la tristeza nunca desaparecía del todo.
Eduardo decidió hacerse una prueba de ADN. Esperó los resultados con el corazón en vilo.
Capítulo 5: El resultado
Dos semanas después, el laboratorio confirmó lo que Eduardo ya sospechaba: Samuel y Lucía eran sus hijos.
La noticia lo golpeó como una ola. La culpa, el dolor, pero también la esperanza de poder darles una vida mejor.
Reunió a los tres niños y les contó la verdad, con lágrimas en los ojos.
—Samuel, Lucía… soy su papá. No lo sabía, pero ahora quiero serlo. Quiero cuidar de ustedes, darles todo lo que merecen.
Samuel lo miró en silencio. Lucía se aferró a Pedro, que sonreía emocionado.
—¿De verdad eres nuestro papá? —susurró Samuel.
Eduardo los abrazó, sintiendo que, por primera vez en años, su familia estaba completa.