Que Busquen: El Día que el Mundo Sabrá Mi Nombre
Capítulo 3: El Eco de la Mentira
El aire se congeló en el claro. No era solo el frío del bosque, sino la tensión palpable entre los tres. Mi tío, a caballo, lucía el mismo semblante codicioso y cruel que había grabado en mi memoria desde la infancia. Elias Ren, por el contrario, era una roca silenciosa, su presencia llenaba el espacio con una calma peligrosa.
—He dicho que ha robado mi mercancía —repitió mi tío, el látigo de cabalgar colgando indolente de su mano. Su mirada era un dardo de desprecio que se clavaba en mí.
Elias dio ese paso adelante, firme y definitivo, como una montaña que no se mueve ante el viento. Sus ojos grises, normalmente suaves y pacientes, eran ahora acero templado.
—Ella no es mercancía —contestó Elias, su voz grave como un trueno distante—. Es una mujer libre. Y este es mi hogar.
Mi tío soltó una carcajada áspera, un sonido seco que no tenía alegría, sino resentimiento.
—¡Libre! ¿Esta? Escucha, Ren. Hay reglas en este mundo. Ella fue deshonrada, marcada, y el pueblo pagó para que alguien se la llevara y la hiciera desaparecer. Yo te la vendí. No me importa qué fantasías le hayas metido en la cabeza en esta choza, pero ella volverá conmigo. O tú vas a tener serios problemas.
El desprecio era la única moneda que mi tío conocía. En sus palabras no había preocupación, solo la indignación de un trato de negocios estropeado. Señaló mi rostro con la punta del látigo.
Y entonces, sucedió.
Ese momento de humillación, la manera en que reducía mi existencia a un objeto defectuoso, fue la chispa que encendió un fuego largamente reprimido. Mi corazón dejó de temblar con el miedo habitual y empezó a latir con una furia fría y cristalina. No fue la necesidad de que Elias me protegiera lo que me hizo actuar, sino la comprensión: mi tío estaba tratando de robarme algo mucho más valioso que su dinero: estaba tratando de robarme el futuro que Elias me había ofrecido.
Di un paso.

Un simple paso. Pero fue el más largo que jamás había dado. Me coloqué junto a Elias, hombro con hombro, una figura pequeña al lado de su inmensa estatura, pero sintiéndome por primera vez igual a él.
—No volveré —dije. Mi voz era apenas un susurro al principio, ronca por el desuso y el miedo.
Mi tío pareció sorprendido. Me miró con una mezcla de burla y molestia.
—¿Perdón? ¿Ahora habla la cosa? —Se dirigió a Elias con sorna—. ¿También le enseñaste a ladrar?
—¡He dicho que no volveré! —Esta vez grité. No fue un grito histérico, sino la voz de alguien que acababa de encontrar su centro. Los años de silencio, de sumisión, de vergüenza y de odio se condensaron en esa única declaración.
Mi tío se encogió de hombros, resignado, pero con una malicia clara.
—Muy bien, Ren. Quédatela. Pero la pagarás. El acuerdo no se ha roto, solo se ha modificado. El pueblo espera que esa… deshonra… desaparezca de la vista. Si no vuelve, el rumor de lo que hay en tu cabaña se extenderá. Y te aseguro que, en cuanto sepan que la has mantenido, querrán mucho más que el precio de su cabeza.
Dio media vuelta y espoleó a su caballo. Se fue tan rápido como había llegado, dejando tras de sí un silencio mucho más pesado que antes.
Había ganado un minuto de libertad, pero había sentenciado a Elias a un peligro inminente.
Me volví hacia él, mis ojos llenos de una angustia nueva.
—Elias, lo siento. Tienes que dejarme ir. Si se enteran…
Me interrumpió, poniendo una mano grande y cálida en mi hombro.
—Shh. —Su mirada me taladró, calmándome instantáneamente—. Que busquen. Yo sé quién eres.
Capítulo 4: El Refugio se Convierte en Fortaleza
Elias no se anduvo con rodeos. Aquella noche, el fuego de la chimenea no se encendió para dar calor, sino para iluminar un plan.
—Nos vamos mañana al amanecer —declaró, mientras guardaba herramientas y provisiones en una mochila de cuero.
—¿Irnos? ¿A dónde? —pregunté.
—Le has dado la guerra que quería. Ahora se la daremos, pero en nuestros términos. Iremos a la ciudad, lejos de aquí. Pero no irás como una fugitiva. Irás como una luchadora.
Los días siguientes fueron un torbellino de preparación. El refugio se convirtió en una fortaleza de entrenamiento. Elias no solo me había enseñado a plantar y a reconocer pájaros; ahora me enseñaba a moverme.
—Lo primero es tu cuerpo —dijo una mañana, mientras me obligaba a hacer flexiones que nunca pensé que mi cuerpo frágil pudiera soportar—. Ellos te enseñaron a encogerte, a hacerte pequeña. Yo te enseñaré a ocupar espacio.
Cada ejercicio era una lección:
Correr: Me hizo correr por el bosque hasta que mis pulmones ardieron y mis piernas temblaron. “No huyes, avanzas,” me decía. “La velocidad es tu libertad.”
Fuerza: Cortar leña se convirtió en un acto de rabia controlada. Al principio, el hacha se sentía pesada; después de tres días, sentía la conexión entre mis brazos y la tierra, y cada golpe era un exorcismo de mi pasado.
Combate: Me enseñó movimientos sencillos, cómo encontrar mi centro de gravedad y cómo defenderme de un agarre. No se trataba de vencer a un guerrero, sino de ganar el segundo necesario para escapar.
Y luego estaba el entrenamiento de la mente.
—La batalla más grande está aquí —dijo, tocando mi sien—. Ellos te dijeron que eres fea. ¿Por qué lo crees?
—Porque… porque es verdad. Lo veo en el espejo. Lo he visto en las caras de todos, toda mi vida.
—Mírate de nuevo. —Me obligó a pararme frente al agua cristalina del arroyo. Mi reflejo, distorsionado y roto por años de vergüenza, me devolvió una imagen que me resultaba ajena.
—Te lo diré una vez más —dijo Elias, su voz inusualmente dura—. No eres lo que te dijeron. Eres el resultado de una herida profunda que nunca sanó bien, un recuerdo físico de la crueldad, sí, pero no eres la crueldad misma. Ellos te convirtieron en el monstruo que necesitaban para sentirse justos. Pero yo solo veo el fuego en tus ojos, la voluntad en tu mandíbula. ¿No lo ves tú?
—Soy una deshonra —susurré, usando el término que el pueblo había grabado en mí.
—Eres la que sobrevivió —corrigió, sin dudarlo—. Y esa supervivencia es la forma más pura de belleza. Deja que la herida sea una cicatriz, un mapa de dónde has estado, no una jaula de dónde estarás.
Aquel día, al mirarme al reflejo, no vi belleza. Pero por primera vez, tampoco vi un monstruo. Vi a alguien que se había roto y que, con manos temblorosas, estaba empezando a recoger sus pedazos. Y esos pedazos no eran feos; eran duros, afilados.
Capítulo 5: La Partida Silenciosa
Dos semanas después, estábamos listos. No para huir, sino para marcharnos.
Elias me entregó ropa nueva: pantalones oscuros de lana gruesa, una camisa sencilla, y una capa con capucha que me hacía parecer un caminante, no una fugitiva. La capucha no estaba allí para ocultar mi rostro; estaba allí para darme el control sobre cuándo mostrarlo.
—La ciudad se llama Aethelburg. Es grande, con miles de personas. Tu tío, el pueblo, toda esa gente mezquina… se disolverán allí.
—Pero ¿y si me reconocen? ¿Y si…?
—Si te reconocen, que se atrevan. —Elias me puso en la mano un cuchillo de caza, frío y pesado—. No lo usarás a menos que no tengas otra opción. Pero es un recordatorio: no eres una víctima. Estás armada, no solo con este acero, sino con la verdad.
La cabaña quedó atrás en el primer alboroto del amanecer. Monté a la grupa detrás de Elias. Era la primera vez que estaba en un caballo, y la sensación de velocidad me infundió una extraña mezcla de vértigo y euforia.
El viaje duró tres días. Dormimos bajo las estrellas, envueltos en mantas, con Elias siempre vigilante. En el camino, él me contó historias: de las estrellas que nunca juzgan, de los antiguos reinos caídos, y de su propia vida, una existencia de soledad autoimpuesta después de la pérdida.
Me contó que su familia había sido noble, pero que las intrigas y la corrupción lo habían despojado de todo, excepto de su honor y la cabaña. No éramos tan diferentes: ambos habíamos sido despojados de nuestro derecho de nacimiento por la mezquindad de otros.
—¿Por qué me ayudaste, Elias? —pregunté una noche, mientras el fuego crujía.
Me miró a través de la luz moribunda.
—Porque todos merecen un santuario. Y porque tú eres diferente. Eres la persona más honesta que he conocido. Tu dolor es evidente, pero tu alma está intacta. No te rendiste. Y eso… eso es un milagro.
Sus palabras eran bálsamos en mis viejas heridas. No eran un cumplido superficial a mi apariencia, sino un reconocimiento de mi resistencia interior.
Capítulo 6: Aethelburg, La Ciudad del Olvido
Aethelburg era un monstruo de piedra y ruido. El aire olía a humo, especias y gente, una cacofonía que abrumó mis sentidos. Nunca había visto tantas personas. El anonimato de la multitud era, en sí mismo, un tipo de libertad. Nadie se detenía a mirarme, nadie señalaba. Éramos solo dos más.
En Aethelburg, Elias nos consiguió una pequeña habitación sobre una panadería, pagando por adelantado con las pocas monedas que había traído.
—Aquí tenemos que empezar a construir una nueva vida —dijo, mientras descargábamos nuestras escasas pertenencias.
—¿Una nueva vida? ¿Qué haremos?
—Yo conozco los números y las letras. Puedo trabajar en el puerto llevando cuentas. Tú… necesitas un empleo que te dé una razón para levantarte por la mañana y que te fuerce a interactuar con el mundo en tus propios términos.
La idea me aterrorizó. ¿Interactuar? ¿Con gente que inevitablemente me vería?
—No puedo —dije, sintiendo la vieja vergüenza arrastrarse por mi garganta.
—Sí puedes. Tienes manos fuertes. Te enseñé a reconocer hierbas. La panadería de abajo necesita ayuda.
Mi primer trabajo fue en la panadería. Me pasaba las mañanas amasando pan y moliendo cereales. El calor de los hornos era acogedor, y el olor a levadura fermentada y dulce era el olor más maravilloso que jamás había conocido.
Al principio, llevaba la capucha de mi capa puesta todo el tiempo, incluso en el interior, en el calor sofocante. La dueña de la panadería, una mujer grande y de voz fuerte llamada Helga, me miró extrañada, pero no preguntó.
La primera semana, Helga no me habló directamente, solo me daba órdenes con gestos. Luego, un día, mientras yo luchaba con una masa rebelde, Helga se acercó y, sin decir una palabra, me mostró cómo doblarla y golpearla, con una paciencia silenciosa que me recordó a Elias.
—Así —dijo en voz baja—. Si la tratas con miedo, se resistirá. Si la tratas con firmeza, te responderá. Como la vida, ¿verdad?
Aquel día, al salir de la panadería, me quité la capucha. La luz de la tarde me golpeó el rostro. Sentí la mirada de un par de transeúntes, pero por primera vez, no me encogí. Seguí caminando, mis pasos firmes, mi espalda recta, consciente de la cicatriz, pero no definida por ella.
Esa noche, cuando regresé a nuestra habitación, Elias me vio sin la capucha. Sus ojos brillaron con algo que no era admiración simple, sino orgullo.
—El mundo ha visto un poco más de ti hoy —comentó.
—Solo fue un momento —respondí, sintiendo el calor en mis mejillas.
—El momento es la eternidad.
Capítulo 7: El Precio de la Libertad
La paz fue corta. Un mes después, una mañana, Helga me llamó a la parte trasera de la panadería.
—Hay un hombre que ha estado merodeando por aquí. Pregunta por una “chica marcada”.
Mi corazón se hundió.
—¿Cómo es?
—Un hombre vulgar. Un capataz de la finca de un señor. Es tu tío.
La rabia me inundó, borrando el miedo. No importaba cuán lejos fuera, no importaba cuán grande fuera la ciudad; él no se detendría.
—Quiere recuperarte —dijo Helga, poniendo una mano tranquilizadora en mi brazo—. ¿Qué vas a hacer?
—Voy a enfrentarlo.
Fui directamente a la habitación. Elias no estaba; estaba en el puerto. Saqué el cuchillo de caza de debajo de mi colchón. No quería usarlo, pero lo llevaría. Salí a la calle y allí estaba.
Mi tío, en lugar de su caballo de granja, vestía ropas más limpias y caras. Me estaba esperando. Una sonrisa depredadora se extendió por su rostro.
—¡Ah, ahí estás! —exclamó, acercándose—. Sabía que la mercancía de buena calidad siempre se recupera.
—No soy mercancía —dije con voz clara. Me sentía tranquila, aterradoramente tranquila.
—Tonterías. Eres una vergüenza para tu familia y ahora una plaga para ese tonto de Ren. Vienes conmigo ahora mismo. El Señor Varrick de la ciudad necesita un… espantapájaros en su jardín. El precio será más que suficiente para compensar las molestias.
—No voy a ir a ninguna parte.
Mi tío perdió la paciencia. Me agarró del brazo con una fuerza brutal.
—¡No tienes voz! ¡Eres mía!
En ese instante, la lección de Elias resonó en mi mente. No huyes, avanzas. La velocidad es tu libertad.
Me agaché de golpe, usando el impulso de mi cuerpo para girar. El agarre de mi tío se deslizó y, sin pensar, le di un golpe en el estómago con el codo, justo donde Elias me había enseñado a golpear: rápido y bajo.
Mi tío se dobló con un gemido sordo.
—¡Maldita zorra! —siseó, recuperándose de inmediato. Sus ojos eran pura violencia. Levantó la mano para golpearme.
Y fue entonces cuando Elias apareció.
No sé de dónde vino, pero su silueta se interpuso entre mi tío y yo. No dijo una palabra, solo se paró allí. Pero su presencia, la forma en que su cuerpo enorme irradiaba una amenaza silenciosa, fue suficiente para congelar la mano de mi tío a mitad del aire.
—Has cruzado la línea —dijo Elias, su voz tan baja que apenas era audible.
Mi tío se enderezó, sintiendo el peso de la atención de la calle. Algunos transeúntes se habían detenido.
—Esta es mi sobrina. Es mi propiedad. ¡Lleva una marca en la cara, pregúntale!
Elias se mantuvo inmóvil. El sol de la tarde le daba un aura dorada.
—Ella eligió quedarse. Y ahora me has agredido en la calle, aquí en Aethelburg. Te sugiero que te marches antes de que llame a la guardia. El precio de tu agresión será mucho más alto que el de cualquier “mercancía” que creas poseer.
Mi tío maldijo entre dientes, su rostro un mapa de impotencia y rabia. Sabía que no podía ganar la pelea, no contra Elias y no a la vista de los ciudadanos.
—Esto no ha terminado —siseó.
—Para ti, sí —respondió Elias.
El hombre se fue, escupiendo en el suelo y prometiendo venganza.
Capítulo 8: La Revelación Pública
Esa noche, Elias me abrazó con fuerza.
—Estuviste increíblemente valiente —susurró—. Pero tu tío tiene un punto. El miedo en tu aldea no se disuelve con el anonimato; tenemos que enfrentarlo de frente.
—¿Y qué propones? —pregunté, exhausta pero sintiéndome extrañamente poderosa.
—Mañana. Vamos a la plaza del mercado. Iremos donde tu tío pueda encontrarte y donde toda la gente pueda verte. Y les mostraremos que la cicatriz no es una marca de vergüenza, sino un signo de su vileza.
Al día siguiente, Helga me dio un vestido. No era de seda fina, sino de lino blanco y crudo, simple, pero elegantemente cortado. Me peiné el cabello, por primera vez, no para ocultarme, sino para exponer mi rostro. La cicatriz, la larga marca roja que me atravesaba la mejilla y el mentón, parecía más intensa bajo la luz del día, pero ya no sentía que me quemaba.
Llevaba mi rostro, mi historia, como una armadura.
Llegamos a la plaza del mercado a mediodía, cuando estaba más concurrida. Elias se paró a mi lado, su mano reconfortante en la parte baja de mi espalda. La gente nos miraba. A él por su imponente figura, a mí por… bueno, por mí. Las miradas se detenían, la gente se susurraba.
En medio de la multitud, allí estaba mi tío, observándonos. No estaba solo; traía a dos matones de aspecto rudo. Se acercaron a nosotros, su presencia creando un círculo de silencio alrededor.
—Parece que no escuchaste, Ren —dijo mi tío, su voz fuerte ahora, diseñada para atraer a la multitud.
—Ya te lo dije, ella no es tuya.
—¡Por supuesto que lo es! —gritó mi tío—. ¡Mira su rostro! ¿Qué hombre honesto se casaría con semejante… deformidad? Ella es una vergüenza para la familia. Fue vendida y ahora es una fugitiva que ha robado. ¡Denla a la guardia!
El grito de mi tío resonó, y la multitud se encogió, juzgándome como siempre lo habían hecho.
Pero esta vez, no me escondí detrás de Elias. Di un paso adelante, hacia mi tío, hacia la multitud. La luz del sol bañó mi rostro, haciendo que la cicatriz pareciera brillar.
—¿Deshonra? —pregunté. Mi voz era fuerte y clara. Elias me había enseñado a respirar profundamente antes de hablar, y ahora mi voz no temblaba.
—¿Sabes por qué tengo esta marca, tío?
Mi tío se quedó en silencio. Los matones se miraron entre sí.
—¡Cállate! —siseó mi tío, sabiendo que estaba perdiendo el control.
—Tengo esta marca porque tú me diste una paliza cuando tenía cinco años, porque me negué a robar para ti. Me caí sobre una herramienta oxidada que dejaste tirada, y me arrastré por el suelo, sangrando, rogando por ayuda. Pero tú, tú me dejaste allí y dijiste que yo era demasiado fea para merecer un médico.
Un murmullo se elevó de la multitud.
—Me llamaste “xéấu quá để lấy chồng” —dije, usando la frase que me había condenado en mi infancia, ahora gritándola al cielo—. Pero el hombre que me compró, no para casarse, sino para redimirme, me dijo: “No te compro. Te elijo.”
Señalé la cicatriz.
—Esta no es la marca de mi fealdad. Es la marca de tu maldad, tío. Es la prueba de que yo sobreviví a tu crueldad. ¡Que me busquen! Que busquen las mentiras que has esparcido. Porque a partir de hoy, la gente ya no dirá que soy “demasiado fea”. Dirán: “Ahí está la mujer que se levantó contra su opresor y ganó.”
El silencio era absoluto. En la cara de mi tío, la furia se mezcló con un miedo palpable. Ya no era un simple vendedor de carne humana; era un matón, expuesto en su propia podredumbre.
Los guardias del mercado se abrieron paso entre la multitud. Se acercaron a nosotros.
—¿Cuál es el problema aquí? —preguntó el capitán de la guardia.
Mi tío, recuperando su descaro, señaló.
—¡Esta es una ladrona y una fugitiva! Ren la está ocultando.
—Ella no ha robado nada. —Elias dio un paso adelante, sacando un papel cuidadosamente doblado de su bolsillo—. Ella es ahora mi esposa. Aquí está la licencia que registramos ante el notario de Aethelburg esta mañana. Y en mi calidad de esposo, acuso a este hombre, mi cuñado, de intento de secuestro, agresión física y difamación pública.
El capitán de la guardia leyó el papel. Una licencia de matrimonio. Era legal, vinculante, irrefutable.
Mi tío estaba lívido.
—¡Es mentira! ¡Un truco!
—¿Un truco? —dijo Elias, su voz ahora la de un hombre de negocios, fría y lógica—. ¿Y su agresión en la calle? ¿Y sus amenazas con estos dos rufianes?
La multitud había cambiado. Ya no me miraban con juicio, sino con el asombro y el horror de la verdad. Habían visto a un monstruo, y ese monstruo no era yo.
El capitán de la guardia no dudó.
—Arrestad a este hombre y a sus cómplices. Por intento de secuestro y alteración del orden.
Mi tío fue esposado, gritando promesas vacías de venganza. Mientras se lo llevaban, sus ojos se encontraron con los míos. Ya no eran ojos de desprecio, sino de un odio impotente.
Yo lo miré, no con odio, sino con lástima.
Capítulo 9: Un Lugar para Quedarse
La multitud se disolvió, pero esta vez, dejando un vacío distinto a mi alrededor. Era un vacío de respeto.
Elias se acercó a mí.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí, sintiendo que mis piernas se doblaban por primera vez desde que había dado el paso adelante.
—Sí. La parte más aterradora fue la que hice sola.
—Nunca estuviste sola. —Elias me tomó de la mano, y juntos caminamos fuera de la plaza.
Esa tarde, Helga en la panadería nos abrazó a los dos, felicitándonos por nuestra “boda” y nuestro “coraje”.
—Tienes trabajo aquí siempre que lo quieras —dijo Helga.
Y así fue.
Elias y yo nos quedamos en Aethelburg. Su trabajo en el puerto le daba estabilidad. Yo continué trabajando en la panadería, pero ya no era un escondite. Era una vocación. Mi pan era conocido por su textura fuerte y crujiente, un reflejo silencioso de mi propio carácter.
La gente de Aethelburg me conocía. No por mi cicatriz, sino como “La mujer que le gritó al miedo en el mercado.” Y la cicatriz, que una vez fue el punto focal de mi existencia, se convirtió simplemente en un rasgo más de mi rostro. A veces, los niños la miraban con curiosidad, y yo sonreía y les decía: “Esto es lo que sucede cuando te caes, pero decides levantarte de nuevo.”
Mi relación con Elias no era convencional. No había una pasión furiosa, sino una devoción silenciosa, una sociedad cimentada en el respeto y la verdad. Cada mañana, él se iba a trabajar, y yo horneaba. Cada noche, nos sentábamos junto al fuego y leía en voz alta mientras yo cosía o preparaba la comida.
Un día, mientras estaba midiendo la harina, Helga se acercó y me preguntó sin rodeos:
—¿Y tú amas a ese hombre, chica?
Me detuve, la harina aún pegada a mis dedos. ¿Amor? Era una palabra que nunca había creído que fuera para mí.
—Él me dio mi vida de nuevo. Me enseñó a no odiar el espejo. Me dio un nombre nuevo. Si eso no es amor, no sé lo que es.
Helga sonrió, con una sabiduría profunda en sus ojos.
—El amor viene en muchas formas. La tuya es la más rara de todas: es la fundación.
Epílogo: La Elección Final
Pasaron los meses y el invierno se hizo duro. Una noche, mientras Elias y yo nos sentábamos, él me miró con una seriedad que no le había visto desde el enfrentamiento con mi tío.
—Tengo que volver a la cabaña por un tiempo. El invierno es duro, y mi granero necesita reparaciones urgentes o lo perderé.
—Iré contigo —dije de inmediato.
—No. Ahora tienes una vida aquí. Tienes un trabajo, amigos. No tienes que volver al bosque.
Me levanté y me puse de rodillas a su lado.
—Elias. Escucha. La primera vez que fui a esa cabaña, fue porque me vendieron. La segunda vez que fui, fue porque no tenía otro lugar. Si voy ahora, no es por obligación, ni por huir. Es porque tú estás allí.
Le tomé la mano.
—Tú me elegiste a mí. Ahora, yo te elijo a ti, sin miedo, sin obligación. No necesito una ciudad grande para sentirme libre. Mi libertad está en la forma en que elijo vivir, y elijo vivir donde esté mi hogar. Y mi hogar… está dondequiera que estés tú, Elias.
Elias Ren, el hombre que me había salvado, el hombre que no había visto mi fealdad sino mi voluntad, me miró y por primera vez, vi una lágrima en la esquina de sus ojos.
—Te elijo a ti también —susurró.
Al amanecer, no nos fuimos en silencio, sino con la bendición de Helga, con comida en nuestras alforjas y el conocimiento de que teníamos un lugar al que regresar. Volveríamos al bosque, sí, pero ya no a un escondite.
Volveríamos a nuestro hogar. La chica que había sido comprada con una bolsa en la cabeza había desaparecido.
Solo quedaba la mujer que había roto el cristal, enfrentado su vergüenza, y había elegido su propio destino. Una mujer que, por fin, tenía un nombre. Y el mundo, aunque fuera solo una pequeña parte, lo sabía.