Dicen que el dinero puede comprarlo todo, pero cuando el hijo de un millonario nació sin poder oír ni una sola palabra, ni todo su oro pudo devolverle el silencio del alma, hasta que un día la nueva sirvienta hizo algo que nadie se atrevía. Y en segundos ocurrió lo imposible. Dentro de la mansión Valdés, en el barrio madrileño de la Moraleja, la luz dorada de una mañana de otoño se filtraba por los ventanales altos y caía sobre el mármol blanco del suelo.
El único sonido era el tic tac del reloj antiguo, marcando una rutina sin alma. En el extremo de la mesa del comedor, Alejandro Valdés leía el periódico sin levantar la vista. Frente a él, su hijo Gabriel, de 10 años jugaba con el pan sin probar bocado. Nadie hablaba, ni siquiera el saludo de cada día parecía tener cabida en aquella casa donde el silencio pesaba más que el aire. Ortega. El mayordomo de cabello gris entró con pasos medidos.
Señor, hay una joven esperando en la entrada”, dijo con respeto. Bajando la voz, Alejandro asintió sin apartar los ojos del periódico y el hombre desapareció con la misma discreción en el vestíbulo. Lucía Morales apretaba los dedos alrededor de un bolso gastado. Había llegado desde Toledo al amanecer con la esperanza de conseguir trabajo y enviar dinero a su madre enferma. Cuando Ortega le hizo una seña, respiró hondo, se alizó el cabello y cruzó la puerta. La casa era imponente y fría.
Cada cuadro, cada lámpara parecía observarla en silencio. Buenos días, señor. Saludó con un hilo de voz. Alejandro levantó la mirada un segundo. Sus ojos del color del acero reflejaban cansancio y distancia. Ortega le explicará sus tareas, dijo con tono seco. Antes de volver al periódico, Lucía bajó la cabeza. Mientras el mayordomo la guiaba hacia las habitaciones del servicio. Una mirada la siguió desde la escalera. Gabriel, con su pijama azul. la observaba sin moverse. Sus ojos, grandes y oscuros, tenían algo que Lucía reconoció de inmediato.
Soledad. Ella sonrió con dulzura y levantó la mano en un pequeño saludo. El niño dudó unos segundos antes de devolverle el gesto. Fue solo un movimiento leve, casi invisible. Pero en ese instante algo cambió. Un hilo invisible unió a la mujer que buscaba una oportunidad y al niño que nunca había oído el sonido de un hola. Más tarde, mientras ordenaba los cubiertos de plata en la cocina, Lucía escuchó las campanas lejanas de la iglesia de San Miguel.

Afuera, la tarde caía sobre los tejados de Madrid. La cocinera, una mujer robusta y callada, le sirvió un plato de sopa sin mirarla. Nadie hablaba mucho en aquella casa. Parecía una norma no escrita. Lucía comió despacio, observando las sombras que se movían en la pared, y pensó en su madre, en Toledo, en el olor del pan recién hecho los domingos. Sentía nostalgia, pero también una extraña paz. Antes de dormir, subió las escaleras hacia el piso superior para dejar una bandeja.
Al pasar frente a la habitación del niño, vio una luz encendida. Se asomó con cuidado. Gabriel estaba junto a la ventana mirando la luna con las manos apoyadas en el cristal. No podía oír el viento, pero parecía entenderlo. Lucía sonrió. En voz baja. Susurró casi para sí misma. Ojalá alguien te escuche algún día, pequeño. Apagó el pasillo y mientras el silencio volvía a envolver la casa, sintió que algo dentro de ella se había movido. Aquí alguien necesita que lo escuchen.
Gabriel no podía oír las palabras, pero cada vez que Lucía estaba cerca, algo dentro de él se agitaba. A la mañana siguiente, ella se levantó antes del amanecer. La casa aún dormía. Envuelta en un silencio casi sagrado. Afuera, el jardín respiraba el rocío. Las rosas aún cerradas parecían esperar la primera luz. Lucía tomó un cubo y un trapo. Decidida a comenzar bien su primer día de trabajo. Mientras limpiaba los ventanales del salón, notó un reflejo pequeño en el cristal.
Del otro lado, Gabriel la observaba. tenía en las manos un cochecito rojo y lo movía lentamente por el borde de la mesa. Lucía sonrió, levantó el trapo y lo agitó como si saludara. El niño titubeó y luego imitó el gesto. Fue apenas un instante, pero bastó para llenar la sala de una ternura silenciosa. Durante el desayuno, Ortega la llamó aparte. Señorita Morales, recuerde mantener distancia con el niño. El señor Valdés no desea que el personal interfiera. Le advirtió con una voz seca.
Lucía bajó la cabeza obediente, pero en su interior algo se reveló. No entendía cómo alguien podía vivir rodeado de tanto lujo y al mismo tiempo de tanta tristeza. Esa tarde salió al jardín trasero para limpiar las jardineras. Allí encontró a Gabriel sentado en el suelo mirando como el viento movía las hojas. Se acercó despacio con una flor entre las manos. ¿Te gusta? Preguntó. Aunque sabía que él no podía escucharla. El niño la miró con curiosidad. Lucía señaló su pecho, luego el corazón y repitió el gesto marcando un ritmo suave.
Él la imitó. Entonces ella le tomó la mano y la colocó sobre su propio pecho. Lo sientes, susurró. Gabriel asintió. Sorprendido por el golpeteo rítmico bajo su palma. Lucía sonrió. Así suena la vida dijo en voz baja. El niño no oyó las palabras, pero entendió el mensaje. Por primera vez soltó una pequeña risa muda, un sonido que nadie escuchó. pero que Lucía sintió en el alma. A partir de ese día comenzó un pequeño ritual entre ellos. Cada mañana, cuando Lucía limpiaba las ventanas, Gabriel se acercaba para verla reflejada en el vidrio.
Ella trazaba figuras con el trapo húmedo, un sol, una mariposa, un corazón. Y el niño respondía moviendo los labios o haciendo pequeños gestos con las manos. Fue así como sin darse cuenta, empezaron a inventar un lenguaje propio, hecho de miradas, dibujos y sonrisas. Por las noches, Lucía guardaba en su delantal pequeñas sorpresas. Un trozo de chocolate, un papel doblado con forma de pájaro, una nota con un dibujo. Al principio, Gabriel solo los observaba sin tocarlos, pero una mañana, al pasar por las escaleras, Lucía vio que el papel había sido colocado junto a sus juguetes, como si el niño quisiera decirle gracias.
Días después, mientras ella pasaba el plumero por la biblioteca, escuchó pasos lentos detrás de ella. Era Ortega con el seño fruncido. Se lo advertí, murmuró. No le dé falsas esperanzas al niño. El señor no tolera esas distracciones. Lucía se giró firme, pero serena. No es una distracción, señor Ortega. Es solo un niño que necesita afecto. El hombre la observó un momento y se marchó sin responder. Esa tarde el cielo se cubrió de nubes. Antes de retirarse, Lucía encontró un papel sobre la barandilla de la escalera.
Estaba doblado torpemente, pero al abrirlo vio un dibujo hecho con lápiz, una mano abierta y dentro un corazón pequeño. Debajo con letras torcidas se leía el sonido que no oigo. Pero siento. Lucía se llevó una mano al pecho. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero eran lágrimas suaves de esperanza. Había logrado lo que nadie en esa casa. Que un niño sordo volviera a sentir que el mundo tenía vida. Aquella noche, mientras apagaba las luces de la cocina, escuchó un leve ruido detrás de ella.
Se giró y vio a Gabriel en la puerta con el rostro pálido y las manos sobre el oído derecho. El niño la miró con los labios temblorosos y movió las manos para decirle algo. Lucía comprendió el gesto. Dolor. Se acercó rápidamente. Te duele, preguntó orilándose frente a él. Gabriel asintió apretando los ojos. Lucía lo abrazó con ternura, sin saber qué hacer. Afuera, comenzó a llover con suavidad, como si el cielo también sintiera aquella angustia. Cuando el niño se fue a su habitación, Lucía quedó sola mirando por la ventana las gotas que caían sobre el cristal.
sabía que algo andaba mal y también sabía que si nadie hacía nada, el silencio de esa casa se volvería aún más profundo. Las lluvias de la noche anterior habían dejado un olor fresco en el aire. Cuando Lucía entró al salón, encontró a Gabriel sentado en el sofá con una manta sobre los hombros y los ojos semicerrados. El niño parecía cansado. Se acercó despacio, temerosa de que Alejandro apareciera en cualquier momento. ¿Te duele todavía? Preguntó, aunque sabía que no podía oírla.
El niño levantó la mirada, tocó su oído derecho y luego hizo un gesto con la mano como dibujando un círculo en el aire. Lucía interpretó que el dolor seguía ahí, le acarició el cabello, pero en ese instante una voz retumbó desde la escalera. ¿Qué hace usted?, preguntó Alejandro Valdés, su tono cortante como un golpe de hielo. Lucía se levantó de inmediato. El niño no se sentía bien, señor, solo estaba. No le pedí explicaciones, interrumpió él. Ortega se encargará.
Vuelva a sus tareas. El silencio se volvió más denso que nunca. Gabriel observó la escena, los labios temblorosos. Mientras su padre se inclinaba para tomarlo del brazo. Lucía dio un paso atrás con el corazón latiendo con fuerza. Por un instante pensó que Alejandro lo miraba con algo más que severidad. Culpa. Esa noche, cuando la casa quedó en penumbra, Lucía no pudo dormir. Había algo en la mirada del hombre que no lograba descifrar. Buscó aire fresco en el jardín y allí vio a través de una ventana iluminada a Alejandro de pie frente a un viejo piano.
Sus dedos no tocaban las teclas, solo observaba el instrumento. Como quien mira un recuerdo, sobre el piano había una fotografía. Una mujer de cabello castaño abrazando a un bebé. Lucía entendió entonces que detrás de su dureza había una herida. Al día siguiente aprovechó un momento para hablar con Ortega mientras preparaba el café. ¿Siempre ha sido así con el niño? Preguntó en voz baja. El mayordomo suspiró. Desde que la señora Valdés murió, el señor no volvió a ser el mismo.
Gabriel perdió el oído en aquel accidente. Él se culpa. Lucía se quedó inmóvil. Todo encajaba. El silencio, la distancia, el miedo. Esa tarde, cuando Gabriel se quedó dormido en el sofá, Lucía se acercó con una libreta y un lápiz. Dibujó una oreja con un corazón al lado. Luego escribió, “¡Despacio, no necesitas oír para sentir que alguien te ama?” dejó el papel sobre la mesa y se retiró sin hacer ruido. Pero desde el pasillo vio a Alejandro entrar al salón.
El hombre se detuvo frente al dibujo, lo tomó entre los dedos y se quedó largo rato observándolo. Por primera vez, sus hombros parecieron ceder bajo el peso de algo invisible. Horas después, mientras Lucía se preparaba para dormir, alguien llamó suavemente a la puerta de su habitación. Al abrir vio al propio Alejandro. El médico vendrá mañana. Gracias por cuidar de él, dijo. Sin mirarla directamente, Lucía solo asintió. Con respeto. Aquella noche Lucía escribió en su cuaderno. A veces el amor entra por los ojos, no por los oídos.
Y mientras apagaba la lámpara, una duda la atravesó. estaría cambiando solo el niño o también su padre. El amanecer llegó con una claridad distinta. Los primeros rayos de sol atravesaban las cortinas del salón y pintaban el suelo de reflejos dorados. Desde el día en que el médico visitó a Gabriel, la casa Valdés ya no era la misma. El niño sonreía más. Alejandro hablaba un poco y hasta el silencio parecía tener un sonido diferente, más cálido, más humano.
Aún así, la culpa seguía siendo una sombra persistente en el corazón de Alejandro. Por las noches lo despertaban los ecos de aquel accidente. El grito de su esposa marina, la sirena de la ambulancia y el silencio eterno que quedó después. Se había prometido no volver a tocar el piano porque cada nota era una herida, pero esa promesa empezaba a resquebrajarse. Una tarde, Lucía estaba en el jardín regando los rosales. Tarareaba una vieja canción que solía escuchar en su pueblo de Toledo, una melodía sencilla que hablaba de esperanza.
Su voz era baja, dulce, casi un suspiro. Gabriel se acercó curioso, observando el movimiento del agua que caía sobre las flores. Ella se agachó a su altura, le ofreció la regadera y dijo, “¿Quieres probar?” El niño la tomó con timidez. Sus manos pequeñas temblaban, pero cuando el agua comenzó a caer, una sonrisa se dibujó en su rostro. Desde la terraza, Alejandro los miraba. Aquella escena lo conmovió profundamente. La canción que Lucía tarareaba, la conocía. Marina solía cantarla cuando Gabriel era bebé.
Una punzada de nostalgia lo atravesó. Bajó la vista, incapaz de sostener el recuerdo, pero algo dentro de él empezó a romperse con dulzura. Esa noche, después de cenar, el eco de la melodía aún flotaba en su mente. Caminó hasta el salón principal, donde el viejo piano descansaba bajo una sábana blanca. La tocó con la punta de los dedos. El polvo se elevó como un pequeño fantasma. Quitó la tela, se sentó y apoyó lentamente las manos sobre las teclas.
El sonido fue torpe, débil, pero vivo. Tocó un acorde, luego otro. Sin darse cuenta, comenzó a reconstruir la melodía de Lucía, aquella que Marina había dejado grabada en su memoria. Cada nota era una lágrima, cada pausa, un perdón. Desde el pasillo, Lucía se detuvo sosteniendo una bandeja. No podía creer lo que oía. La música llenaba la casa como una plegaria. Se acercó despacio y vio a Gabriel de pie junto al piano, observando a su padre con los ojos muy abiertos.
El niño no oía las notas, pero podía sentirlas. Se acercó y apoyó la mano sobre la madera, justo donde las vibraciones temblaban. Alejandro levantó la vista y lo vio. Por un momento, el miedo lo paralizó. miedo a revivir, a sentir, a fallar de nuevo. Pero Gabriel sonrió. Luego señaló su propio pecho, después el de su padre, y movió los labios lentamente. Alejandro entendió. Lo sientes, hijo preguntó con voz temblorosa. El niño asintió. En ese instante el hombre no pudo contenerse.
Las lágrimas que había guardado durante años brotaron con fuerza. Tocó otra nota y otra hasta que la música se convirtió en llanto y alivio. Lucía desde la puerta. También lloraba. Aquella melodía imperfecta y verdadera era la prueba de que el silencio podía curar. Al terminar, el salón quedó envuelto en una paz nueva. Gabriel se acurrucó junto a su padre, apoyando la cabeza en su hombro. Alejandro lo abrazó con una ternura que nunca antes se había permitido. “Perdóname.
” Hijo susurró. “Perdóname por no haberte sabido escuchar.” Gabriel lo miró, tocó su rostro y sonrió. No hacían falta palabras. Más tarde, Lucía dejó sobre el piano una nota escrita con su letra sencilla. Donde hay amor siempre hay música. Aunque nadie la escuche. Cuando Alejandro la leyó, sintió que algo dentro de él se abría definitivamente. El aire olía a tierra húmeda y a comienzos miró el piano, el jardín, el pasillo, todo tenía otro color. Sin embargo, mientras guardaba las partituras en el cajón, un sobre cayó al suelo.
Era antiguo, amarillento, con el sello intacto de su esposa. La letra M escrita a mano lo levantó intrigado, sin imaginar que dentro de ese sobre se escondía la última verdad que le faltaba por escuchar. Y así, justo cuando el silencio había aprendido a cantar, el pasado volvió a tocar la puerta. La mañana amaneció gris sobre Madrid. Una bruma suave cubría los jardines de la mansión Valdés y el canto lejano de una campana parecía traer recuerdos olvidados. Lucía preparaba el desayuno cuando Ortega entró con un sobre en la mano.
Su rostro, habitualmente sereno, tenía una sombra de duda. Esto llegó esta mañana, señorita dijo. Extendiéndole el sobresellado con cera antigua. para el señor Valdés, pero lleva el nombre de su difunta esposa. Lucía lo miró sorprendida. El sello tenía una inicial. M. Marina, susurró. El mayordomo asintió con gravedad. Debe entregárselo usted. Él confía más en sus manos que en las mías últimamente. Lucía dudó un momento, pero finalmente subió las escaleras hacia el despacho de Alejandro. lo encontró de pie junto a la ventana.
Mirando el cielo encapotado. Su semblante había cambiado desde aquel día del piano. Más humano, más cansado, pero también más vivo. Señor, esto llegó esta mañana. Alejandro tomó el sobre. Su pulso tembló al ver la letra. Era inconfundible. No puede ser, murmuró Marina. murió hace años. Rasgó el sello con cuidado. Dentro había una carta amarillenta escrita con tinta azul. La voz de Marina pareció surgir entre las líneas. Alejandro, si algún día lees esto, significa que no pudimos despedirnos.
No culpes a nadie, ni a ti, ni al destino. Si Gabriel pierde el sonido del mundo, enséñale a escuchar con el alma. Y si tú pierdes el valor de vivir, busca la música donde todo calla. Allí te encontrarás a ti mismo. El papel tembló entre sus dedos. Lucía lo observaba desde el umbral sin atreverse a interrumpir. Alejandro cerró los ojos, respiró hondo y se dejó caer en el sillón. Las lágrimas por fin corrieron libres. Todo este tiempo la culpa me cegó.
susurró. Y ella ya me había perdonado. Lucía dio un paso adelante. A veces, Señor, el perdón llega cuando uno está preparado para escucharlo. El hombre levantó la mirada por primera vez. La observó con verdadera gratitud, no como a una empleada, sino como a alguien que había traído luz a su casa. Esa tarde, Gabriel jugaba en el jardín recogiendo hojas caídas. Alejandro salió con la carta aún en el bolsillo, se arrodilló junto a su hijo y le mostró el sobre.
Es de mamá, le dijo despacio, pronunciando cada palabra para que el niño leyera sus labios. Gabriel tocó el papel con delicadeza, como si temiera romperlo. Luego señaló el cielo y sonrió. Alejandro sintió un nudo en la garganta, lo abrazó con fuerza y por primera vez en años se permitió decir en voz alta aquello que había callado demasiado tiempo. Te amo, hijo mío. Lucía, que los observaba desde la distancia, no pudo evitar que las lágrimas le llenaran los ojos.
El sol rompió por fin la niebla, bañando el jardín con una luz tibia. Todo parecía empezar de nuevo. Más tarde, Alejandro bajó al piano, colocó la carta de Marina sobre la tapa y empezó a tocar una melodía nueva, improvisada, pero llena de sentido. Lucía entró en silencio con una taza de té. Él levantó la vista. Gracias por quedarse”, dijo suavemente. “Esta casa estaba muerta antes de usted.” “No, señor”, respondió ella con una sonrisa tranquila. Solo estaba esperando volver a escuchar.
Gabriel, sentado en el suelo, movía los dedos sobre el aire siguiendo el ritmo invisible. Era como si de algún modo oyera la música. Cuando la última nota se apagó, Alejandro guardó la carta en el cajón del piano junto a una foto de Marina y Gabriel de bebé. Ella siempre supo lo que necesitábamos, dijo con voz baja. Lucía asintió. El amor nunca muere, señor, solo cambia de forma. El viento entró por la ventana, moviendo las cortinas como si alguien invisible pasara a decir adiós.
Y en ese instante los tres comprendieron que el silencio ya no era una carga. sino una melodía que los unía, pero aún quedaba un paso más. Alejandro había recuperado el corazón de su hijo, pero no el suyo propio del todo. Y el destino, como siempre, tenía preparada una última prueba. El invierno se acercaba y con él una calma extraña cubría la mansión Valdés. Las luces navideñas ya empezaban a brillar en las calles de Madrid, pero dentro de aquella casa la verdadera celebración estaba ocurriendo de otro modo, silenciosa, íntima, entre tres almas que habían aprendido a escuchar sin palabras.
Una mañana, Lucía preparaba galletas con Gabriel en la cocina. El niño había mejorado notablemente. Sus gestos eran más expresivos y sus ojos brillaban con una alegría nueva. Con harina en las mejillas le mostró un dibujo. Era un retrato. Ella, él y Alejandro, de pie junto al piano. En el centro había un pequeño corazón rojo. ¿Es nuestra familia? preguntó ella con la voz temblorosa. Gabriel asintió riendo en silencio. Alejandro apareció en el marco de la puerta observándolos. No dijo nada, solo se acercó.
Puso una mano sobre el hombro de Lucía y otra sobre la cabeza de su hijo. Aquella imagen tan sencilla contenía todo lo que había perdido y todo lo que había recuperado. Pero la paz no llegó sin una última herida. Esa tarde, Ortega entró con un sobre de la empresa. La junta directiva exigía su regreso inmediato. El negocio familiar, abandonado durante meses, estaba al borde del colapso. Señor Valdés, dijo el mayordomo con tono serio. Madrid no esperará. Alejandro guardó silencio.
Sabía que debía irse, pero temía volver a ser el hombre que había sido frío, ausente, prisionero del trabajo. Esa noche, mientras la casa dormía, bajó al salón y se sentó frente al piano. La carta de Marina aún estaba allí. La leyó una vez más con las manos temblorosas. Si algún día sientes que pierdes el rumbo, escucha el sonido de volver a vivir. Lucía lo encontró así, con la mirada perdida y el alma abierta. ¿Se irá?, preguntó con suavidad.
Alejandro levantó la vista. Tengo que hacerlo, pero esta vez no quiero ir solo. Ella parpadeó confundida. ¿Qué dice, señor? Quiero que vengan conmigo. Tú y Gabriel. Lucía se quedó sin palabras. Yo no pertenezco a su mundo. Él negó con la cabeza. Mi mundo era el silencio. Lucía. El tuyo lo llenó de vida. Por un instante el tiempo pareció detenerse. Luego, desde el piso superior, un ruido suave. El piano sonando débilmente. Subieron corriendo. Gabriel estaba allí sentado en el banquillo presionando una tecla tras otra.
No salía sonido alguno, pero él sonreía moviendo los labios como si cantara. Alejandro cayó de rodillas frente a él. ¿Qué haces, hijo? El niño escribió en un cuaderno. Estoy escuchando. Por dentro, el padre lo abrazó con fuerza, llorando en silencio. Lucía se unió a ellos y por primera vez la casa resonó con algo que no eran notas ni palabras, era el eco del amor. Los días siguientes fueron distintos. Alejandro volvió a su empresa, pero esta vez con Gabriel a su lado.
Dibujando en su oficina mientras él trabajaba, Lucía se convirtió en el corazón del hogar y la mansión, antes fría, se llenó de risas y olor a pan recién hecho. Un domingo, mientras paseaban por el retiro, Gabriel se detuvo frente a un músico callejero. El hombre tocaba un violín, las cuerdas vibraban en el aire invernal. Alejandro observó a su hijo. El niño cerró los ojos, extendió una mano y sonrió. Lucía lo miró con ternura. ¿Lo sientes?, preguntó. Gabriel asintió.
Sí. El sonido de volver a vivir. Alejandro la tomó de la mano sin decir nada. Caminaban los tres envueltos en la luz del atardecer madrileño. Mientras el violín seguía tocando una melodía que no necesitaba palabras. A lo lejos, en la mente de Alejandro, la voz de Marina se desvanecía como una caricia. Ahora sí, ya has vuelto a casa. Y en aquel instante, entre la música, el viento y las risas de su hijo, comprendió que la vida, aunque a veces se apague, siempre encuentra la forma de volver a sonar.
El sonido del violín en el parque del retiro se fue desvaneciendo, pero en el corazón de quienes escucharon aquella historia, la de un padre que aprendió a oír de nuevo a través del silencio de su hijo, quedó una melodía imposible de olvidar. A veces la vida nos obliga a detenernos, a cerrar los oídos del cuerpo para abrirlos del alma. Alejandro, Gabriel y Lucía descubrieron que no hacen falta palabras para volver a empezar, solo valor para mirar atrás y ternura para seguir adelante.
Y tú, que has llegado hasta aquí, dime, ¿te ha conmovido esta historia? Si es así, escribe un uno en los comentarios. Si crees que podríamos mejorarla, déjanos un cero y cuéntanos qué parte te tocó más. En este relato, cada nota, cada gesto y cada silencio nos recuerdan que el amor verdadero no necesita ruido para existir. A veces el perdón llega en forma de caricia, de sonrisa o de una simple mirada que nos dice, “Ya basta de culpas.
Vive, porque el tiempo puede desgastar muchas cosas, pero nunca borra la huella de quienes supieron amar. Al final, la familia no siempre es la que tenemos, sino la que somos capaces de construir. Y cuando dejamos que el corazón guíe nuestros pasos, siempre hay esperanza. Incluso en los lugares donde reinó el silencio. Tal vez esta historia te haga pensar en alguien a quien hace tiempo no escuchas, en una palabra que quedó sin decir o en un abrazo que nunca diste.
Tómate un momento para recordarlo. La vida, como la música, se compone de pausas y a veces en esas pausas se esconde la belleza más pura.