El sabor tenía un precio

El sabor tenía un precio

 

En el pequeño pueblo de San Gregorio, había un puesto de carnitas que se volvía sagrado cada domingo. “¡Estilo Michoacán ni que nada! Estas son las buenas”, gritaban los comensales con las manos llenas de grasa y salsa. Otros juraban que los tacos de maciza de Jacinto te hacían ver a Dios. “Dame dos kilos pa’ llevar y uno pa’ comer aquí”, pedían. Las filas eran largas, las tortillas calientitas y el sabor… inolvidable.
Pero lo que nadie sabía, era lo que había sucedido tiempo atrás.
Jacinto López era un hombre solitario. Tras la muerte de su esposa, vivía solo en su granja, criando puercos gordos y silenciosos. Su rutina era simple: despertar, alimentar, limpiar, y hablar más con sus animales que con la gente. Todo en su vida marchaba en automático… hasta que una noche Don Carmelo, su viejo amigo y compañero de borracheras, lo visitó.
Carmelo, fiel amante del juego y experto en perderlo todo, cayó en la provocación del alcohol y las cartas. Entre risas y tragos, la tensión se cocinó rápido. “¡Eres un tramposo, Jacinto!”, gritó, aventando las cartas. Cuando lo empujó, Jacinto no pensó. Solo actuó.
El martillo estaba junto a la puerta, como siempre. Un golpe. Otro. Carmelo cayó con el cráneo abierto como una sandía.
Jacinto lo arrastró hasta el sótano. Ahí estaba la vieja máquina de moler carne que había pertenecido a su abuelo. Con manos temblorosas, la encendió. El sonido del motor y del acero cortando carne era casi hipnótico.
Pero entonces, algo ocurrió. Mientras trozos de carne, vísceras y pedazos de su antiguo amigo caían al suelo… los puercos se acercaron. Gruñeron. Y empezaron a comer. Uno tras otro, los fragmentos desaparecieron entre chillidos de placer. Oing, oing, masticaban felices. Fue en ese momento que Jacinto tuvo una idea. Una retorcida y, para su sorpresa, bastante productiva idea.
Al domingo siguiente, las carnitas fueron diferentes. Más jugosas. Más tiernas. El sabor era brutalmente delicioso. La gente se arremolinaba alrededor del puesto como si se tratara del último taquero del planeta. “¡Dame dos de cachete! ¡Ponle cuerito! ¡Échale salsa hasta que pique!”, gritaban entre mordidas. Se peleaban por un kilo. Le ofrecían pagar el doble. Los más golosos decían que si se morían comiendo esas carnitas, valía la pena.
Desde entonces, Jacinto no paró.
Al principio, iba por mujeres solitarias en las cantinas. Les prometía comida caliente, una cama y un poco de tequila casero. Ya en la granja, las dormía, y el ciclo se repetía: martillo, máquina, chiquero. Los puercos se volvían locos de alegría. Comían como si supieran que aquello los hacía especiales.
Pero luego vinieron otros. Vagabundos que llegaban al puesto y le decían: “Don, ¿me da un taquito, aunque sea sin carne?” Jacinto les sonreía y les respondía con amabilidad: “Ven mañana a mi granja, allá tengo comida de sobra.” Nadie los volvió a ver.
Así, domingo tras domingo, las carnitas de Jacinto se volvieron leyenda. Los puercos crecían enormes, con ojos brillosos y una inteligencia que parecía casi humana. Y él, cada vez más callado, más meticuloso. Sabía que su secreto estaba en la “alimentación especial” de sus animales.
Desde entonces, Jacinto no paró.
Vagabundos, mujeres solitarias, borrachos sin rumbo. Todos terminaron alimentando a sus puercos. Y sus puercos, enormes y hambrientos, le daban la carne más jugosa que San Gregorio jamás había probado.
Pero una noche, algo cambió.
Jacinto estaba en su sillón de siempre, con la camisa manchada de grasa y una panza inflada de tanto taco. El televisor escupía una telenovela vieja mientras él terminaba su cuarto bote del six. Fue entonces cuando lo notó. Una sombra cruzó la ventana.
Frunció el ceño. Se levantó pesadamente, escopeta en mano, y se asomó por la puerta. Nada. El viento soplaba como siempre, seco y lleno de polvo.
Resopló. “Pinche cerveza ya me está haciendo ver cosas.”
Volvió a sentarse. Pero antes de que pudiera acomodarse de nuevo, un llanto rompió el silencio. No era un llanto de bebé. Era algo más… desgarrado, hueco, como si viniera desde muy lejos.
Los puercos empezaron a chillar.
Primero uno. Luego todos. Chillidos desesperados, alborotados, como si algo los hubiera despertado de un mal sueño.
Jacinto se puso de pie, esta vez sin pensarlo. Salió tambaleándose con la escopeta cargada. Siguió el sonido hasta el chiquero.
El aire ahí era más denso. Más frío. El hedor habitual se mezclaba con algo distinto… como hierro viejo.
Empujó la puerta del corral. Los chillidos se detuvieron en seco.
Allí, entre la bruma y la oscuridad, algo se movía. Jacinto levantó el arma.
Y ahí estaba.
Parado frente a él, descalzo y con la cara hundida en sombras, estaba el último vagabundo que había llevado a su granja. El mismo que había pedido “un taco aunque sea sin carne”.
Jacinto dio un paso atrás.
“Esto no puede ser… estás muerto.”
El espectro no respondió. Solo levantó una mano, y señaló.
Jacinto se dio la vuelta.
Los puercos lo miraban. Todos. Con los ojos muy abiertos. Brillaban en la oscuridad como carbones encendidos. Luego, en un segundo, se abalanzaron a el, un mordisco y otro.
Jacinto gritó, pero nadie lo oyó. Los chillidos se mezclaron con los suyos. El barro salpicaba. Dientes y pezuñas trabajaban sin pausa.
Cuando salió el sol, en el chiquero no quedó nada. Ni huesos. Ni sombrero. Solo la escopeta, doblada como un alambre viejo.
Ese domingo, la gente preguntó por él. Algunos decían que se había ido a Michoacán a mejorar la receta. Otros juraban que lo vieron subiendo a una camioneta negra.
Pero los puercos…
Los puercos estaban más gordos que nunca.

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