El último adiós de Rojito: El gato que acompañó a su dueño hasta el final
En una pequeña habitación iluminada por la luz tenue del amanecer, se vivió una despedida que conmovió a todos los que la presenciaron. Don Ernesto, un hombre mayor y enfermo, sabía que el final de su vida estaba cerca. Su único deseo antes de partir era despedirse de su fiel compañero: Rojito, el gato que había estado a su lado durante años de soledad y enfermedad.
— Tráeme, por favor, a mi Rojito. Para despedirme… No lo metas a la fuerza en la bolsa, explícale. Él lo entiende todo — pidió Ernesto con voz débil a su hijo.
El hijo, conmovido y triste, fue en busca del viejo gato. Rojito, casi ciego por la edad, había sido el único amigo constante de Ernesto en sus últimos años. Día y noche, compartían silencios, caricias y una compañía que nunca flaqueó. Cuando el hijo regresó con Rojito, el padre apenas podía moverse, aferrado a la sábana con dedos temblorosos y los ojos llenos de dolor y amor.
El hijo colocó suavemente a Rojito sobre la cama, cerca de la cabecera.
— Despídete, Rojito… — susurró, con la voz quebrada.
Sin necesitar indicaciones, Rojito avanzó con paso seguro, guiado por el amor y el instinto. Se acurrucó contra el rostro de Ernesto, frotando su nariz contra sus mejillas y labios, tratando de absorber el último calor de su humano. De sus ojos velados por la enfermedad brotaron lágrimas verdaderas, como si comprendiera la magnitud de aquel momento.
Con gran esfuerzo, Ernesto alzó su mano temblorosa y la apoyó en el suave pelaje de Rojito. Los dedos apenas se movían, pero el gato sentía todo: el calor, el amor, la desesperación. El hijo, de pie junto a la cama, no pudo contener las lágrimas. Jamás había presenciado algo tan triste y, a la vez, tan lleno de luz.
— Gracias… por todo… — murmuró Ernesto con su último aliento, mientras su mano quedaba inmóvil. Rojito seguía abrazándolo, como si supiera que si lo soltaba, su humano se iría para siempre.
El silencio llenó la habitación. Solo se escuchaba el ronroneo leve de Rojito, como si intentara retener la vida con su voz, traerla de vuelta. El hijo se sentó al borde de la cama y cubrió la mano fría de su padre con la suya.
— Papá… Estamos aquí. No estás solo… — dijo suavemente.
Rojito permaneció pegado a Ernesto, sin moverse, como si su pequeño corazón se hubiese roto. Levantó la cabeza y maulló débilmente, breve y triste, como si llamara, como si pidiera que regresara. Luego lamió los párpados cerrados de su dueño y volvió a acurrucarse, abrazándolo con todo su cuerpo, queriendo absorber el dolor y el frío que nadie podía detener.
Pasaron minutos, horas. El tiempo se detuvo. Más tarde, el hijo contaría que esa noche comprendió que el amor puede ser tan puro, tan silencioso y verdadero, que ningún idioma podría describirlo.
Cuando amaneció, Rojito seguía acostado al lado de Ernesto. No se había ido, no había abandonado. Permaneció en su puesto hasta el final, protegiendo el último silencio de su amado humano. Solo cuando el hijo, llorando, lo tomó en brazos y lo apretó contra su pecho, Rojito suspiró suavemente, hundió su nariz en la mano del hijo y se quedó inmóvil. Había cumplido su misión. Hasta el final.
Para siempre.