El último rayo de sol
El último rayo de sol del día entra por la ventana de la habitación, y es el primero que realmente veo. No la simple luz que ilumina las cosas, sino la que calienta el alma. Respiré hondo, y el aire ya no huele a antiséptico y muerte. Huele a… vida.
Durante semanas, mi mundo se había reducido a cuatro paredes blanquecinas, el sonido constante de monitores y el murmullo de pasos apresurados en los pasillos. Cada mañana, el sol se filtraba tímidamente, pero yo apenas lo notaba. Mi atención estaba centrada en el dolor, en la incertidumbre y en la soledad que me envolvían como una sábana fría.

Pero hoy, algo cambió.
Me desperté antes de que llegara el primer enfermero. El silencio era diferente, menos pesado. Escuché el canto lejano de un pájaro y, por primera vez en mucho tiempo, sentí curiosidad. Me levanté despacio, mis músculos protestando por el esfuerzo, y caminé hacia la ventana. Afuera, el jardín del hospital se extendía verde y vibrante. Un grupo de niños jugaba cerca de una fuente, sus risas flotando en el aire como burbujas.
Me apoyé en el alféizar y cerré los ojos. El sol, cálido y suave, acarició mi rostro. Recordé los días antes de la enfermedad, cuando corría por el parque sin miedo ni dolor, cuando la vida era una promesa abierta y luminosa. Pensé en mi familia, en las tardes de domingo, en los abrazos y las conversaciones interminables. Pensé en todo lo que había perdido… y en todo lo que aún podía recuperar.
Esa tarde, mi mejor amiga vino a visitarme. Traía consigo una pequeña maceta con una flor amarilla. “Para que no olvides que la vida sigue”, dijo sonriendo. Hablamos durante horas, riendo y llorando, compartiendo recuerdos y sueños. Cuando se fue, me sentí más ligera, como si una carga invisible hubiera desaparecido.
Cada día después de eso, busqué el sol. Me sentaba junto a la ventana y dejaba que la luz me envolviera. Poco a poco, empecé a salir al jardín. Al principio, solo unos minutos, luego más tiempo. Los colores eran más vivos, los sonidos más intensos. La vida, que había estado suspendida, comenzó a fluir de nuevo dentro de mí.
Un día, el médico entró con una sonrisa. “Tus análisis han mejorado mucho. Pronto podrás irte a casa.” Sentí una oleada de alegría y gratitud. Miré el último rayo de sol del día y supe que era el primero de muchos que aún me quedaban por ver.
La enfermedad me había enseñado a valorar cada instante, cada rayo de luz, cada aroma de vida. Aprendí que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una ventana abierta, una oportunidad para empezar de nuevo.
Y así, cuando finalmente crucé la puerta del hospital, el sol me recibió como un viejo amigo. Respiré hondo y el aire, por fin, olía a vida.