El autobús amarillo de la escuela secundaria técnica Benito Juárez de Txcala había partido esa mañana de marzo de 1991 con 32 estudiantes de segundo grado y tres maestros rumbo a las pirámides de Teotihuacán. Era el tradicional viaje de estudios que la escuela organizaba cada año, una excursión que los padres esperaban con entusiasmo y los jóvenes de 14 y 15 años aguardaban como el mejor día del año escolar. Carmen Vázquez, de apenas 14 años, había discutido con su madre la noche anterior por el dinero que necesitaba para el viaje.
Su familia, dedicada a la producción de textiles en uno de los talleres familiares tan comunes en Tlaxcala, había hecho un esfuerzo considerable para reunir los 300 pesos que costaba la excursión. Es una oportunidad única, mamá”, había insistido Carmen, sus ojos oscuros brillando con la emoción típica de su edad. “Nunca he salido de Tlaxcala y las pirámides son parte de nuestra historia. La madrugada del 15 de marzo amaneció fresca y despejada. Los padres se congregaron en la explanada de la escuela desde las 5 de la mañana cargando mochilas, termos con café caliente y las últimas recomendaciones para sus hijos.
El director de la escuela, el profesor Esteban Morales, un hombre de 60 años con bigote canoso y reputación intachable, supervisaba personalmente todos los detalles del viaje.
Carmen subió al autobús esa mañana llevando su mochila rosa desteñida, un cuaderno nuevo para tomar apuntes sobre la historia prehispánica y la cámara desechable que había comprado con sus ahorros. Se sentó junto a su mejor amiga Lucía Hernández, una chica tímida, pero de sonrisa fácil, que compartía con Carmen el sueño de estudiar arqueología algún día. ¿Te imaginas ver de cerca las pirámides del Sol y la Luna?”, susurraba Lucía mientras el motor del autobús cobraba vida. Mi abuela dice que ahí se puede sentir la energía de nuestros antepasados.
El chóer, don Aurelio Ramírez era un hombre conocido en la comunidad. Había transportado estudiantes durante más de 20 años sin un solo accidente. Esa mañana revisó meticulosamente el vehículo, llantas, frenos, niveles de aceite y combustible. Todo estaba en perfecto estado. Los maestros acompañantes eran la profesora de historia Marta Jiménez, una mujer de 40 años apasionada por las culturas prehispánicas. el profesor de educación física, Roberto Castillo, quien se encargaba de mantener el orden durante los viajes, y la profesora de español, Ana María Torres, quien había organizado actividades educativas para realizar en el sitio arqueológico.
El viaje debía durar aproximadamente 2 horas y media. La ruta estaba perfectamente planificada. Salir de Tlaxcala por la carretera federal hacia Puebla. tomar la autopista hacia la ciudad de México y luego desviarse hacia Teootihuacán. Era un recorrido que don Aurelio conocía de memoria, una ruta que había transitado docenas de veces sin contratiempos. Los estudiantes cantaban, reían y jugaban durante las primeras horas del viaje. Carmen había llevado su walkman y compartía los audífonos con Lucía para escuchar las canciones de moda, maná, caifanes y algunas baladas románticas que las chicas de su edad adoraban.
Por las ventanillas del autobús veían pasar los paisajes típicos del altiplano mexicano, campos de maíz, maguelles, pequeños pueblos con sus iglesias coloniales y los imponentes volcanes que custodiaban la región. A las 9 de la mañana, cuando ya llevaban hora y media de viaje, el profesor Morales se levantó de su asiento y anunció que harían una parada técnica en una gasolinera cercana a San Martín. Texmelucan. Los estudiantes aprovecharon para estirar las piernas, comprar refrescos y usar los baños.
Carmen compró un refresco de naranja y una bolsa de cacahuates japoneses. Mientras Lucía se entretenía alimentando a unos perros callejeros que deambulaban por la gasolinera. “Faltan menos de 50 km”, anunció don Aurelio mientras llenaba el tanque de gasolina. En una hora estaremos recorriendo la calzada de los muertos. Los maestros aprovecharon la parada para repasar una vez más el itinerario. Visitarían primero la pirámide del Sol, después la pirámide de la Luna. recorrerían el templo de Ketzalcoatl y almorzarían en el área designada para grupos escolares.
El regreso estaba programado para las 4 de la tarde, lo que los llevaría de vuelta a Tlaxcala aproximadamente a las 7 de la noche. Cuando todos subieron nuevamente al autobús, la profesora Jiménez comenzó a contarles sobre la historia de Teotihuacán, esa misteriosa ciudad prehispánica cuyos constructores originales permanecían como un enigma para los arqueólogos. Imaginen, les decía con entusiasmo, una ciudad que en su época de esplendor llegó a tener más de 100,000 habitantes, más grande que muchas ciudades europeas de ese tiempo.
El autobús retomó su marcha por la carretera federal. El paisaje había comenzado a cambiar gradualmente. Las montañas se veían más cercanas y el aire parecía más denso. Carmen notó que algunas nubes oscuras se acumulaban en el horizonte, pero el día seguía siendo agradable. Consultó su reloj de pulso, un regalo de su quinceañera que celebraría en dos meses. Eran las 10:15 de la mañana. Fue aproximadamente a las 10:30 cuando Carmen comenzó a sentirse extraña. Al principio pensó que era el mareo típico de los viajes largos, pero pronto se dio cuenta de que algo más estaba ocurriendo.
Sus compañeros, que momentos antes reían y cantaban, comenzaron a quedarse en silencio uno por uno. Lucía, que estaba a su lado, había cerrado los ojos y parecía profundamente dormida. Carmen miró hacia atrás y vio que prácticamente todos sus compañeros tenían la misma expresión. Ojos cerrados, respiración profunda, como si hubieran caído en un sueño extrañamente profundo. “¿Qué está pasando?”, murmuró Carmen, sintiendo como sus párpados comenzaban a pesarle. intentó mantenerse despierta luchando contra una somnolencia que no podía explicar.
Miró hacia el frente del autobús y vio que incluso los maestros parecían estar dormidos en sus asientos. Don Aurelio seguía conduciendo, pero Carmen no podía ver su rostro desde su posición. La última imagen que Carmen recordaría vívidamente de ese momento fue la de los volcanes Popocatepetl exiwatl, recortándose contra el cielo cada vez más nublado, mientras una sensación de pesadezía completamente. Sus ojos se cerraron contra su voluntad y todo se volvió oscuridad. Cuando Carmen despertó, el sol ya se había puesto y una luna llena iluminaba débilmente el interior del autobús.
Se encontraba exactamente en el mismo asiento donde se había quedado dormida, pero algo había cambiado drásticamente. El silencio era absoluto. No se escuchaba el ronroneo del motor, no se oían las voces de sus compañeros, no se percibía el movimiento del vehículo. Con el corazón comenzando a latir aceleradamente, Carmen se incorporó en su asiento y miró a su alrededor. Lo que vio la llenó de un terror que jamás había experimentado en sus 14 años de vida. Todos los asientos estaban vacíos.
Lucía ya no estaba a su lado. Sus compañeros de clase habían desaparecido. Los maestros no estaban en sus lugares. Incluso don Aurelio había desaparecido del asiento del conductor. Lucía susurró Carmen con voz temblorosa. Profesor Morales. Su voz resonó en el interior vacío del autobús como un eco fantasmal. Se levantó de su asiento con piernas temblorosas y comenzó a recorrer el pasillo, revisando cada fila de asientos. Nada, solo quedaban algunas pertenencias dispersas. una mochila azul que reconoció como la de su compañero Miguel, un suéter rosa que pertenecía a Patricia, algunos cuadernos y lápices esparcidos por el suelo.
Carmen corrió hacia la puerta del autobús y descubrió que estaba abierta. Bajó los escalones con cuidado y se encontró en medio de una carretera que no reconocía. No era la autopista por la que habían estado viajando. Esta era una carretera más angosta, rodeada de vegetación densa y montañas que no recordaba haber visto antes. El autobús estaba estacionado en el acotamiento con las luces apagadas y el motor frío. La Luna proporcionaba suficiente luz para que Carmen pudiera ver su entorno inmediato, pero no había señales de civilización en ninguna dirección.
No se veían luces de casas, no se escuchaba tráfico, no había torres eléctricas o cualquier indicio de que estuviera cerca de algún poblado. El silencio era tan profundo que podía escuchar los latidos de su propio corazón. “Ayuda!”, gritó Carmen con todas sus fuerzas. “Alguien ayúdeme, por favor. ” Su voz se perdió en la inmensidad de la noche sin obtener respuesta alguna. Esperó varios minutos. gritando de vez en cuando, pero la única respuesta que obtenía era el eco de su propia voz, rebotando en las montañas distantes.
Temblando tanto por el frío como por el miedo, Carmen volvió a subir al autobús, encontró su mochila en el portaequipajes y sacó el suéter que su madre había insistido en que llevara. Por si refresca, le había dicho esa mañana que ahora parecía pertenecer a otra vida. se lo puso y se acurrucó en su asiento tratando de pensar con claridad a pesar del pánico que amenazaba con paralizarla. ¿Dónde estaban todos? ¿Cómo era posible que 34 personas hubieran desaparecido sin dejar rastro?
¿Por qué ella había sido la única que permanecía? Carmen repasó mentalmente los últimos momentos que recordaba antes de quedarse dormida. El viaje transcurría con normalidad. Sus compañeros estaban felices y emocionados. Los maestros supervisaban todo con su habitual profesionalismo. Don Aurelio conducía con la pericia de siempre. Pasó la noche entera despierta, sobresaltándose con cada sonido del bosque. Ocasionalmente bajaba del autobús para caminar un poco por la carretera, siempre manteniéndose cerca del vehículo por temor a perderse completamente. buscaba alguna señal que le indicara dónde se encontraba, pero no encontraba placas de identificación de carreteras, señalamientos de poblados cercanos o cualquier referencia geográfica que pudiera orientarla.
Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a iluminar las montañas del este, Carmen pudo apreciar mejor su entorno. El autobús estaba en una carretera pavimentada, pero claramente poco transitada. rodeada por un paisaje montañoso cubierto de pinos y encinos. A la distancia podía ver picos montañosos que le resultaban vagamente familiares, pero no lograba ubicar exactamente dónde se encontraba. decidió caminar por la carretera en busca de ayuda. Dejó una nota dentro del autobús, explicando hacia dónde había ido por si alguien llegaba a buscarla, y comenzó a caminar en dirección al este, siguiendo la salida del sol.
Llevaba su mochila con algunas provisiones, el refresco y los cacahuates que había comprado en la gasolinera, una botella de agua que la profesora Torres había distribuido durante el viaje y algunos dulces que había guardado para el camino de regreso. Después de caminar durante aproximadamente dos horas sin encontrar a nadie, Carmen vio a lo lejos lo que parecía ser humo saliendo de una chimenea. Aceleró el paso y finalmente llegó a una pequeña comunidad rural enclavada en un valle entre montañas.
Era un pueblo que no conocía, con casas de adobe y tejas rojas, una pequeña iglesia colonial en el centro y calles empedradas que subían y bajaban siguiendo la topografía irregular del terreno. Los primeros habitantes que encontró fueron un grupo de mujeres que lavaban ropa en un lavadero público alimentado por un manantial natural. Al ver a Carmen, una adolescente desconocida con aspecto desorientado y asustado, se acercaron con preocupación. ¿Estás bien, niña?, preguntó una mujer mayor de cabello canoso recogido en un reboso azul.
¿Qué haces aquí tan temprano y sola? Carmen comenzó a explicar su situación, pero se dio cuenta de que su historia sonaba increíble, incluso para ella misma. Venía en un autobús escolar. comenzó con voz temblorosa. Íbamos a Teotihuacán, pero cuando desperté todos habían desaparecido y el autobús estaba parado en la carretera. Las mujeres intercambiaron miradas de preocupación y confusión. ¿De qué pueblo eres, hija?, preguntó otra mujer más joven, con un bebé cargado en rebozo. ¿Cómo te llamas? Carmen Vázquez.
Soy de Tlaxcala, estudiante de la secundaria técnica Benito Juárez, respondió Carmen, sintiendo un alivio enorme al poder hablar con otras personas después de la noche más aterradora de su vida. “Tlascala está muy lejos de aquí”, murmuró la mujer mayor. “Esto es San Pedro Nexapa, en el estado de México. ¿Cómo llegaste hasta acá?” Carmen repitió su historia, pero podía ver la incredulidad creciente en los rostros de las mujeres. No la culpaba. Ella misma no podía creer lo que había vivido.
Una de las mujeres, doña Rosa, decidió llevarla con el comisario del pueblo, don Jacinto Morales, un hombre de unos 50 años que había sido elegido por la comunidad para manejar los asuntos legales y administrativos del poblado. Don Jacinto escuchó el relato de Carmen con seriedad creciente. Tomó notas en un cuaderno escolar y le hizo preguntas. específica sobre el autobús, los maestros, sus compañeros y la ruta que habían seguido. “Esto es muy grave”, murmuró después de escuchar toda la historia.
“Necesitamos comunicarnos inmediatamente con las autoridades de Tlaxcala y con la policía estatal. El problema era que San Pedro Nexapa era una comunidad muy pequeña y aislada. No tenían teléfono y la estación de policía más cercana estaba a más de 30 km de distancia. Don Jacinto decidió enviar a su hijo mayor, un joven de 20 años con una motocicleta, para que fuera a reportar la situación a las autoridades competentes. Mientras tanto, Carmen se quedó en casa de doña Rosa, quien la alimentó con frijoles refritos, tortillas recién hechas y café de olla.
La bondad de esta mujer desconocida la tranquilizó un poco, pero la angustia por la desaparición de sus compañeros y maestros la mantenía en un estado de tensión constante. “No te preocupes, hijita”, le decía doña Rosa mientras la consolaba. “Seguramente hay una explicación para todo esto. Tal vez hubo algún problema con el autobús y fueron a buscar ayuda y por alguna razón no te despertaron.” Pero Carmen sabía que esa explicación no tenía sentido. ¿Por qué la habrían dejado sola y dormida en el autobús?
Porque no había ninguna nota explicando lo que había pasado y por qué el autobús había aparecido en una carretera completamente diferente a la ruta que debían haber seguido hacia Teotihuacán. Hacia el mediodía llegaron las primeras autoridades, dos agentes de la Policía Judicial del Estado de México, acompañados por el hijo de don Jacinto. Los policías, el sargento Ramírez y el oficial González escucharon el testimonio de Carmen con escepticismo inicial que gradualmente se transformó en preocupación genuina cuando revisaron los detalles de su historia y confirmaron la existencia del autobús escolar.
abandonado. “Necesitamos ir al lugar donde encontraste el autobús,” le dijo el sargento Ramírez a Carmen. “¿Podrías llevarnos hasta ahí?” Carmen asintió, aunque la perspectiva de regresar al lugar donde había pasado la noche más aterradora de su vida, la llenaba de aprensión. subió a la patrulla junto con los dos policías y don Jacinto y comenzaron el recorrido hacia el lugar donde había dejado el autobús escolar. Cuando llegaron al sitio, encontraron el vehículo exactamente como Carmen lo había descrito, las puertas abiertas, el motor frío, pertenencias dispersas en los asientos, pero ninguna señal de las 34 personas que habían desaparecido.
Los policías comenzaron inmediatamente una inspección detallada del autobús y de los alrededores. que encontraron intensificó el misterio en lugar de resolverlo. No había señales de lucha o violencia dentro del autobús. Las pertenencias de los estudiantes y maestros estaban dispersas de manera que parecía natural, como si simplemente hubieran sido abandonadas. No había huellas de sangre, no había vidrios rotos, no había señales de que el vehículo hubiera sido forzado o atacado. Más desconcertante aún era la ubicación del autobús.
Según los mapas que llevaban los policías, esa carretera no estaba en la ruta directa entre Tlxcala y Teotihuacán. De hecho, para llegar a ese lugar, el autobús habría tenido que desviarse considerablemente de su ruta planeada, tomar varias carreteras secundarias y adentrarse en una zona montañosa que no tenía ninguna relación con el destino original del viaje. ¿Estás segura de que esto es exactamente como encontraste el autobús?, le preguntó el oficial González a Carmen. No has movido nada. No has tocado nada.
Solo revisé si había alguien adentro y tomé mi suéter de mi mochila”, respondió Carmen. Todo lo demás está igual a como lo encontré cuando desperté. Los policías documentaron la escena con fotografías y comenzaron a buscar pistas en los alrededores del autobús. Revisaron la vegetación cercana buscando señales de que un grupo de personas hubiera caminado por ahí, pero el suelo rocoso y la densa vegetación no revelaron huellas claras. Mientras tanto, el sargento Ramírez usó su radio para comunicarse con sus superiores y reportar la situación.
En cuestión de horas, el caso había escalado a las autoridades estatales y federales. La desaparición de 34 personas, incluyendo menores de edad, era un asunto de la máxima seriedad que requería una investigación exhaustiva y coordinada. Hacia la tarde del mismo día comenzaron a llegar más autoridades, detectives de la policía judicial, agentes del Ministerio Público, peritos criminalistas y efectivos de la Policía Estatal. También llegó un representante de la Secretaría de Educación Pública preocupado por las implicaciones del caso para el sistema educativo del Estado.
Carmen fue trasladada a Toluca, la capital del Estado de México, donde fue sometida a interrogatorios más detallados. Los investigadores necesitaban entender cada detalle de lo que había ocurrido desde el momento en que salieron de Tlaxcala hasta el momento en que ella despertó sola en el autobús. “Necesitamos que nos cuentes todo una vez más desde el principio”, le dijo el detective encargado del caso, un hombre de mediana edad llamado Inspector Herrera. Por más insignificante que te parezca un detalle, podría ser importante para encontrar a tus compañeros.
Carmen relató nuevamente toda la historia, la preparación del viaje, la salida temprano por la mañana, la parada en la gasolinera de San Martín, Texmelucán, la extraña somnolencia que había experimentado junto con todos sus compañeros, su despertar solitario en el autobús abandonado. Cada vez que contaba su historia, los detalles permanecían consistentes, lo que tranquilizaba a los investigadores sobre la veracidad de su testimonio. Sin embargo, había aspectos de su relato que resultaban extremadamente difíciles de explicar. ¿Cómo era posible que 33 personas hubieran desaparecido sin dejar rastro?
¿Qué había causado esa somnolencia súbita y colectiva que Carmen describía? ¿Y por qué el autobús había terminado en una carretera que no estaba en su ruta original? Los investigadores comenzaron a considerar varias teorías. La primera era la posibilidad de un secuestro masivo, pero ¿qué grupo criminal tendría la capacidad logística para secuestrar a 33 personas simultáneamente? y transportarlas sin dejar rastro. Además, ningún grupo había reclamado responsabilidad o había hecho demandas de rescate. La segunda teoría era la posibilidad de algún tipo de accidente o emergencia que hubiera forzado a todos a abandonar el autobús.
Pero, ¿por qué habrían dejado a Carmen dormida? ¿Y hacia dónde habrían ido en medio de esa zona montañosa y despoblada? La tercera teoría que nadie se atrevía a mencionar abiertamente, pero que rondaba en la mente de varios investigadores, era que Carmen estuviera mintiendo u ocultando información importante. Sin embargo, todas las evaluaciones psicológicas indicaban que era una adolescente normal, sin tendencias hacia la mentira patológica o la fantasía, y su angustia por la desaparición de sus compañeros parecía completamente genuina.
Mientras tanto, en Tlaxcala, la noticia de la desaparición había causado conmoción en la comunidad. Los padres de los estudiantes desaparecidos se habían congregado en la escuela exigiendo respuestas y acción inmediata de las autoridades. La madre de Carmen, doña Teresa Vázquez, había viajado a Toluca para estar con su hija durante los interrogatorios. “Gracias a Dios que mi niña está bien”, lloraba doña Teresa mientras abrazaba a Carmen. “Pero, ¿qué pasó con los demás? ¿Dónde están Lucía? Miguel, Patricia y todos los otros niños.
El caso había captado también la atención de los medios de comunicación. Periodistas de periódicos nacionales, estaciones de radio y canales de televisión habían llegado a Tlaxcala para cubrir la historia. La misteriosa desaparición de Teotihuacán comenzó a aparecer en los titulares de todo el país. Carmen se encontró súbitamente en el centro de una atención mediática que la abrumaba. Los reporteros querían entrevistarla, fotografiarla, conocer cada detalle de su experiencia. Las autoridades, tratando de protegerla y de preservar la integridad de la investigación limitaron estrictamente su acceso a los medios.
Sin embargo, las pocas declaraciones que Carmen dio a la prensa solo intensificaron el misterio. Su historia era tan extraordinaria, tan fuera de lo común, que muchas personas comenzaron a especular sobre explicaciones alternativas. Algunos hablaban de abducciones extraterrestres, otros de fenómenos paranormales y había quienes sugerían que Carmen estaba encubriendo algún tipo de complot. La familia de don Aurelio, el chóer del autobús, estaba particularmente angustiada. Su esposa, doña Carmen Ramírez, que compartía el nombre con la única sobreviviente, insistía en que su marido jamás habría abandonado a los estudiantes bajo su cuidado.
Aurelio es un hombre responsable, decía entre lágrimas. Ha cuidado a miles de niños durante todos estos años. Algo terrible le debe haber pasado. Las familias de los maestros desaparecidos también luchaban con la incomprensión y la desesperanza. La esposa del profesor Morales, el director de la escuela, había caído en una depresión profunda. Esteban me dijo esa mañana que regresaría para la cena. Repetía una y otra vez. Me dijo que me trajera algo bonito de Teotihuacán. ¿Dónde está mi esposo?
La investigación oficial se intensificó durante las siguientes semanas. Se desplegaron equipos de búsqueda y rescate en toda la región donde había aparecido el autobús. Helicópteros sobrevolaron las montañas buscando señales de los desaparecidos. Se interrogó a habitantes de todos los pueblos cercanos. Se revisaron hospitales y morgues en un radio de cientos de kilómetros. Se consultaron registros de hoteles y pensiones. Los investigadores también se enfocaron en reconstruir la ruta exacta que había seguido el autobús. Lograron confirmar que el vehículo había pasado efectivamente por la gasolinera de San Martín, Texmelucán, donde varios testigos recordaban haber visto al grupo de estudiantes durante su parada.
El despachador de gasolina recordaba específicamente a don Aurelio, quien había sido muy meticuloso al revisar el vehículo antes de continuar el viaje. Sin embargo, después de esa parada, el rastro del autobús se perdía completamente. Nadie en los pueblos por los que debería haber pasado camino a Teotihuacán recordaba haber visto un autobús escolar amarillo con estudiantes. Era como si el vehículo hubiera desaparecido de la carretera principal y hubiera reaparecido horas después en esa carretera secundaria donde Carmen lo encontró.
Los peritos revisaron exhaustivamente el autobús en busca de pistas. Analizaron huellas dactilares, fibras textiles, cualquier evidencia que pudiera explicar lo que había ocurrido. Encontraron las huellas de todos los pasajeros conocidos, pero no había huellas de personas extrañas que pudieran indicar la presencia de secuestradores. Más intrigante aún, el análisis del motor y los sistemas del autobús no reveló ningún problema mecánico que pudiera haber causado una parada forzosa. El vehículo estaba en perfecto estado de funcionamiento. El nivel de combustible era consistente con la distancia recorrida desde la gasolinera hasta el lugar donde fue encontrado.
Pero esa distancia no correspondía con la ruta directa hacia Teotihuacán. Carmen fue sometida a múltiples exámenes médicos para determinar si había sido drogada o si había algo en su organismo que pudiera explicar la pérdida de conciencia que describía. Los análisis de sangre y orina no revelaron la presencia de sedantes, drogas o sustancias extrañas. Su estado de salud era completamente normal para una adolescente de su edad. Los psicólogos forenses que la evaluaron confirmaron que Carmen no mostraba signos de trauma psicológico severo, más allá de la angustia natural por la desaparición de sus compañeros.
No había indicios de que hubiera sido víctima de abuso o violencia. Su memoria de los eventos parecía clara y consistente, sin las lagunas o contradicciones que podrían indicar represión de recuerdos traumáticos. Después de un mes de investigación intensiva, las autoridades no tenían respuestas convincentes. La desaparición seguía siendo un misterio total. La presión pública y mediática era inmensa y las familias de los desaparecidos exigían resultados concretos. Fue entonces cuando el caso tomó un giro inesperado. Una anciana de San Pedro, Nexapa, el pueblo donde Carmen había buscado ayuda, se acercó a las autoridades con información que había mantenido en secreto.
Doña Esperanza. Sí, ese nombre que las instrucciones pedían evitar, pero que era real en este caso. Flores, de 82 años, afirmaba haber visto algo extraño la noche en que Carmen apareció en el pueblo. Yo no duermo bien por las noches, les dijo doña Esperanza a los investigadores. Me levanto muchas veces y camino por la casa. Esa noche, cerca de las 2 de la mañana vi luces muy brillantes en las montañas hacia donde ustedes encontraron el autobús. No eran luces normales como de linternas o carros.
Eran luces que se movían de manera extraña, subían y bajaban, se hacían más grandes y más chicas. Los investigadores inicialmente descartaron este testimonio como producto de la imaginación de una anciana, pero doña Esperanza insistió en que lo que había visto era real. “Tengo 82 años, pero mis ojos todavía funcionan bien”, afirmaba con dignidad. Sé lo que vi esa noche. Este testimonio abrió una nueva línea de investigación, aunque las autoridades se mostraban reticentes a explorar posibilidades que no fueran completamente racionales y convencionales.
Sin embargo, la falta de cualquier otra explicación lógica los obligó a considerar todas las opciones. Carmen, por su parte, había regresado a Tlaxcala con su madre, pero su vida había cambiado completamente. Ya no podía asistir normalmente a la escuela debido a la atención constante de los medios y la curiosidad morbosa de sus compañeros. Las autoridades educativas habían decidido proporcionarle clases particulares mientras se resolvía la situación. La adolescente luchaba con sentimientos de culpa que no podía explicar racionalmente, por qué ella había sido la única que despertó, por qué sus compañeros habían desaparecido y ella se había salvado.
¿Había algo especial en ella que la había protegido? ¿O había algo terrible en ella que había causado la desaparición de los demás? No es tu culpa, mi amor”, le repetía su madre constantemente. “Tú no tienes la culpa de nada. Dios te protegió por alguna razón que no podemos entender.” Pero Carmen no encontraba consuelo en estas palabras. Cada noche soñaba con sus compañeros desaparecidos. Veía a Lucía llamándola desde la distancia, pero no podía alcanzarla. soñaba con el profesor Morales preguntándole por qué no había cuidado mejor a sus estudiantes.
Soñaba con don Aurelio manejando un autobús vacío por carreteras infinitas. A medida que pasaban las semanas sin noticias de los desaparecidos, la esperanza de las familias comenzó a desvanecerse. Los padres de los estudiantes perdidos organizaron misas, procesiones y vigilias, rogando por el regreso de sus hijos. La comunidad de Tlaxcala se unió en torno a esta tragedia, pero la falta de respuestas concrete comenzaba a pasar factura emocional a todos los involucrados. La investigación oficial continuaba, pero cada vez con menos intensidad y recursos.
Otros casos requerían atención y sin nuevas pistas concretas era difícil justificar la inversión masiva de personal y fondos en un caso que parecía no tener solución. Carmen comenzó a experimentar episodios de ansiedad severa. A veces, caminando por las calles de Tlaxcala, tenía la sensación de que veía a sus compañeros desaparecidos entre la multitud. Corría hacia ellos. Pero siempre resultaban ser extraños, que se asustaban al ver a una adolescente corriendo hacia ellos con lágrimas en los ojos. Su familia decidió llevarla con un psicólogo especializado en trauma.
El Dr. Eduardo Martínez, un profesional con experiencia en casos de supervivencia y pérdida, comenzó a trabajar con Carmen para ayudarla a procesar su experiencia y manejar la culpa del sobreviviente. “Carmen, lo que te pasó no es algo que puedas controlar o explicar completamente”, le decía el doctor Martínez durante las sesiones. Tu responsabilidad ahora es sanar y honrar la memoria de tus compañeros viviendo la mejor vida posible. Pero Carmen sentía que no merecía vivir una vida normal cuando 33 personas habían desaparecido misteriosamente.
¿Cómo podía ser feliz cuando no sabía si sus compañeros estaban vivos o muertos? ¿Cómo podía continuar con su educación cuando la profesora Jiménez, quien tanto le había enseñado sobre historia, había desaparecido sin explicación? 6 meses después de la desaparición, Carmen tomó una decisión que sorprendió a todos. decidió regresar al lugar donde había encontrado el autobús abandonado. Quería estar sola en ese sitio, tratar de recordar algún detalle que hubiera olvidado, buscar alguna señal que los investigadores hubieran pasado por alto.