La lluvia caía con furia sobre el asfalto, formando pequeños ríos que corrían ansiosos hacia las alcantarillas. Desde el interior de mi auto, con la calefacción encendida y música suave acompañando el momento, la vi: una niña pequeña, no mayor de ocho años, de pie en la esquina con un ramo de flores marchitas entre los brazos. Su chaqueta delgada era un mal chiste frente al agua que la empapaba por completo.

La lluvia caía con furia sobre el asfalto, formando pequeños ríos que corrían ansiosos hacia las alcantarillas. Desde el interior de mi auto, con la calefacción encendida y música suave acompañando el momento, la vi: una niña pequeña, no mayor de ocho años, de pie en la esquina con un ramo de flores marchitas entre los brazos. Su chaqueta delgada era un mal chiste frente al agua que la empapaba por completo.

 

 

La tarde había comenzado gris, pero lo que cayó después parecía un diluvio. La lluvia golpeaba con furia el asfalto de la ciudad, formando corrientes que corrían como ríos hacia las alcantarillas tapadas. El viento azotaba los árboles, y los transeúntes corrían buscando refugio bajo marquesinas, paradas de autobús o lo poco que encontraban.

Dentro de mi auto, el calor de la calefacción y la música suave creaban un refugio perfecto contra la tempestad. Sin embargo, aquella burbuja de comodidad se rompió en un instante.

En la esquina, bajo un poste de luz que parpadeaba, distinguí una silueta pequeña. Una niña. No tendría más de ocho años. Su cabecita estaba cubierta solo por una delgada capucha empapada, y en sus manos sostenía un ramo de flores marchitas. La lluvia había maltratado los pétalos, pero ella se aferraba a ellos como si fueran un tesoro.

Mi corazón dio un vuelco.

Apagué el motor y abrí la puerta, sintiendo el golpe helado de la lluvia sobre mi ropa.

—¡Oiga, señor! —me gritó la niña al verme acercar, su voz luchando contra el rugido del agua—. ¿No quiere flores para su esposa? Están bonitas, se las dejo baratas.

Me quedé quieto un instante, empapándome, sin saber qué decir. No había esposa que esperara en casa, no había nadie. Pero esa pequeña, de pie bajo la tormenta, tenía algo en su mirada que me arrancaba el aire.

Sin pensarlo, me quité la campera y se la puse sobre los hombros. La prenda le quedaba enorme, pero al menos cubría su cuerpecito tembloroso.

—Toma —le dije, extendiéndole también mi paraguas—. Te vas a enfermar así.

La niña abrió los ojos como platos.

—No, señor… mi mamá me dijo que no acepte cosas de extraños.

Me agaché a su altura y le sonreí.

—Tu mamá tiene razón. Pero esto no es un regalo, es un préstamo mientras trabajas. Cuando vendas todas las flores, me lo devuelves.

Ella dudó un momento, pero terminó aceptando el paraguas con manos temblorosas.

—¿Cuántas flores tienes? —pregunté.

La niña comenzó a contar con los labios en silencio, mientras apartaba los ramos húmedos de una caja de cartón.

—Veinte ramos, señor. A mil pesos cada uno, pero se los puedo dejar en ochocientos… están un poquito maltratados por la lluvia.

Saqué mi billetera sin pensarlo y le extendí un fajo de billetes.

—Aquí tienes veinte mil. Me llevo todas.

La niña parpadeó incrédula.

—¿Todas? Pero, señor… ¿qué va a hacer con tantas flores?

—Las voy a regalar —contesté—. Quiero que otras personas también sonrían hoy.

Una tímida sonrisa iluminó su rostro mojado.

—¡Qué bueno es usted! Mi mamá no lo va a creer…

—¿Dónde está tu mamá? —quise saber.

—En casa, cuidando a mi hermanito. Está enfermo, y no podía salir a vender. Por eso vine yo.

Sentí un nudo en la garganta. Esa pequeña estaba allí, bajo el diluvio, intentando sostener un hogar.

—¿Sabes qué? Quédate con la campera y el paraguas. Yo ya no los necesito.

—Pero señor…

—Sin peros. Corre a casa, tu mamá debe estar preocupada.

Ella abrazó los billetes contra el pecho y echó a correr. A mitad de la calle se detuvo, me miró y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Gracias, señor! ¡Que Dios lo bendiga!

La vi perderse en la distancia, con mi campera colgando hasta sus rodillas y el paraguas rojo protegiéndola de la tormenta.

Me quedé empapado, helado, pero con el alma ardiendo de algo que hacía mucho no sentía: esperanza.

Dentro del auto, los veinte ramos perfumaban el interior. Decidí que ese día sería distinto. Uno a uno, fui entregando los ramos a desconocidos: al guardia del estacionamiento, a la señora que esperaba el autobús, a la joven que lloraba bajo la parada, a un hombre mayor que parecía solo. Cada flor entregada arrancaba una sonrisa.

Y en cada sonrisa, yo sentía que la niña seguía allí, recordándome que todavía existía bondad en este mundo roto.


🌹 Un giro inesperado

Esa noche, sin embargo, no pude sacarme a la niña de la cabeza. Me preguntaba si había llegado bien, si su hermanito estaba mejor, si su mamá realmente creería que un extraño había comprado todas las flores.

Días después, la ciudad amaneció más tranquila. El sol brillaba tímidamente entre las nubes, y yo me encontré manejando por la misma zona. La esquina estaba vacía. Pero a unos metros, frente a una tiendita, vi a la misma niña. Tenía el cabello recogido en dos coletas y sostenía una bolsa con pan. Cuando me reconoció, corrió hacia mí sonriendo.

—¡Señor de las flores! —me gritó.

Reí.

—¿Cómo estás, pequeña?

—Bien… mi hermanito ya está mejor. Y mi mamá le manda las gracias. Dice que usted es como un ángel.

Sentí un calor extraño en el pecho. Un ángel… yo, que había pasado años creyendo que nada de lo que hacía tenía importancia.

La niña se inclinó hacia mí y, como si compartiera un secreto, susurró:

—Con el dinero que me dio, mi mamá compró medicinas y comida. No sabe cuánto la ayudó.

No supe qué decir. Lo único que pude hacer fue acariciarle la cabeza con ternura.

—Tú y tu familia son muy valientes.

La niña sonrió, y entonces sucedió algo que no esperaba: sacó de su bolsillo una flor marchita, probablemente de las que no logró vender aquella noche, y me la entregó.

—Es para usted. Para que no olvide que es bueno.

La tomé, con los ojos ardiendo. Esa flor se convirtió en mi tesoro más valioso.


🌧️ Epílogo

La vida siguió. La niña no volvió a vender flores en la calle. Un tiempo después supe, gracias a un vecino, que la mamá había conseguido trabajo limpiando en un colegio y que poco a poco iban saliendo adelante.

Cada vez que paso por aquella esquina bajo la lluvia, todavía me parece verla: pequeña, frágil, con un ramo en las manos. Pero ya no siento tristeza, sino gratitud.

Porque aquella niña no solo me vendió flores. Me devolvió algo que creía perdido: la fe en los demás.

Y entendí que a veces, en medio de la tormenta, no somos nosotros quienes damos —sino quienes recibimos.

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