Ningún niño se va solo: El último viaje de Tomás Lucero
La mañana del funeral de Tomás Lucero amaneció fría y gris, como si el cielo se negara a brillar para un niño que había conocido demasiado pronto la oscuridad. En la capilla de la funeraria Paz Eterna, Emilio Pardo, el director, aguardaba solo junto al pequeño féretro blanco. Habían pasado dos horas y nadie había venido a despedirse de Tomás. Nadie, excepto Emilio, que sentía una impotencia amarga y rabiosa.
Tomás tenía diez años y había pasado los últimos tres luchando contra una leucemia que finalmente lo venció. Su abuela, la única que lo visitaba en el hospital, había sufrido un infarto el día antes del entierro y ahora yacía inconsciente en la UCI. Los Servicios Sociales aseguraron que habían cumplido su deber, la familia de acogida se desentendió y la parroquia se negó a oficiar la ceremonia por ser hijo de un asesino. Así, Tomás estaba a punto de ser enterrado solo, con apenas un número por lápida en un nicho municipal.
Emilio, desesperado, llamó a Manolo, un viejo amigo y miembro de los Jinetes Nómadas. “Manolo, necesito ayuda”, dijo con la voz rota. “Tengo aquí a un niño que nadie quiere enterrar. Su padre está en la cárcel por asesinato. Nadie vendrá”.
Manolo no lo dudó. Recordó cómo Emilio había tratado a su esposa con dignidad cuando el cáncer la llevó. Le debía ese favor y mucho más. “Dame dos horas”, prometió antes de colgar.
Manolo tocó la bocina en el local del club. En minutos, la sala principal se llenó de moteros. “Hermanos, hay un niño que va a ser enterrado solo porque su padre está en prisión. Murió de cáncer. Nadie lo reclama. Nadie lo llorará. Yo voy a su funeral. No obligo a nadie, pero si creen que ningún niño merece irse solo, acompáñenme”.
El silencio fue absoluto. El Viejo Oso rompió el hielo: “Mi nieto tiene diez”. Martillo añadió: “El mío también”. Ron murmuró: “Mi chico tendría diez, si el conductor borracho no lo hubiera…”. No hizo falta decir más.
Miguelón, el presidente, se levantó: “Llamad a los otros clubs. Esto no va de territorios ni parches. Va de un niño”.
Las llamadas se multiplicaron. Águilas Rebeldes, Caballeros de Acero, Demonios del Asfalto, clubs que no se hablaban desde hacía años, todos respondieron igual: “Allí estaremos”.
Cuando Manolo llegó a la funeraria, Emilio lo esperaba fuera, abrumado. “No me refería a esto…”, murmuró al escuchar el rugido de las motos. Primero llegaron los Nómadas, luego las Águilas, los Caballeros, los Demonios. El aparcamiento y las calles cercanas se llenaron de motos: trescientas doce, según Miguelón.
La capilla se llenó de moteros. Hombres duros, muchos con lágrimas en los ojos, pasaron ante el féretro. Alguien dejó un peluche, otro una moto de juguete. Pronto había ofrendas: juguetes, flores, una chaqueta de cuero con “Jinete Honorario” bordado. Lápida, un veterano de las Águilas, dejó una foto de su hijo Javier, fallecido por leucemia a la misma edad: “Ahora no estás solo, Tomás. Javier te enseñará el camino arriba”.
Uno a uno, los moteros hablaron, no de Tomás, sino de hijos perdidos, de inocencia robada, de que ningún niño merece morir solo por los pecados de su padre.
Entonces Emilio recibió una llamada. Volvió pálido. “La prisión”, dijo. “Marcos Lucero… lo sabe. Sobre Tomás. Sobre el funeral. Los guardias lo vigilan por riesgo de suicidio. Pregunta si… si alguien vino por su hijo”.
Miguelón se levantó: “Ponlo en altavoz”. Emilio dudó, pero lo hizo. Una voz quebrada llenó la capilla: “¿Hola? ¿Hay alguien? Por favor, ¿hay alguien con mi niño?”.
Miguelón respondió con firmeza: “Habla Miguel Watson, presidente de los Jinetes Nómadas. Aquí hay trescientas doce motos de diecisiete clubs diferentes. Todos vinimos por Tomás”.
Silencio. Luego, sollozos desgarradores de un hombre que lo había perdido todo. “Le encantaban… las motos”, balbuceó Marcos. “Antes de que lo arruinara todo. Tenía una Harley de juguete. Dormía con ella. Decía que quería ser motero de mayor”.
“Lo será”, prometió Miguelón. “Con nosotros. Cada Memorial, cada ruta benéfica, cada vez que arranquemos, Tomás irá con nosotros. Lo juro en nombre de todos los clubs aquí”.
“No pude ni despedirme”, susurró Marcos. “Ni abrazarlo. Ni decirle que lo amaba”.
“Díselo ahora”, intervino Manolo. “Nosotros nos aseguraremos de que lo oiga”.
Los siguientes minutos fueron la despedida de un padre. Marcos habló de los primeros pasos de Tomás, de su amor por los dinosaurios, de su valentía en el hospital. Se disculpó mil veces por no estar, por sus errores, por no poder protegerlo.
Al terminar la llamada, todos sabían que algo había cambiado. Tomás no sería enterrado solo. El cortejo motero acompañó el féretro hasta el cementerio. Cientos de motores rugieron, acompañando al niño en su último viaje. Al sepultarlo, Miguelón colocó la chaqueta de “Jinete Honorario” sobre la tumba.
Esa noche, los guardias de la prisión informaron que Marcos Lucero no intentó suicidarse. En cambio, pidió papel y lápiz. Escribió una carta a su hijo, agradeciendo a los moteros por darle la despedida que él no pudo dar.
Hoy, cada vez que los Jinetes Nómadas arrancan sus motos, el viento parece llevar la risa de un niño que, por fin, puede volar libre. Ningún niño se va solo bajo tierra. Y Tomás Lucero, motero honorario, siempre cabalgará con ellos.