Pedro Martínez era un hombre sencillo, de manos callosas y mirada tranquila. Recién casado, vivía en un pueblo donde el tiempo parecía detenerse al ritmo de las campanas de la iglesia. Cada sábado, a las 7 de la noche, subía las escaleras angostas del campanario para anunciar la misa. Era su rutina, su deber. Hasta aquella noche.

Pedro Martínez era un hombre sencillo, de manos callosas y mirada tranquila. Recién casado, vivía en un pueblo donde el tiempo parecía detenerse al ritmo de las campanas de la iglesia. Cada sábado, a las 7 de la noche, subía las escaleras angostas del campanario para anunciar la misa. Era su rutina, su deber. Hasta aquella noche.

 

 
Era un sábado como cualquier otro. El aire olía a tierra mojada y las calles estaban vacías. Pedro se acercó a la iglesia, pero al llegar, algo lo detuvo. Allí, frente a la pequeña puerta que llevaba al campanario, había una figura. Alta, vestida de negro, con un sombrero que le ocultaba el rostro. Pedro se detuvo mirando al hombre con recelo.
—No subirás —dijo la voz, grave y rasposa, como si saliera de las entrañas de la tierra.
Pedro intentó hablar, pero las palabras se le atascaron en la garganta. El hombre, si es que era un hombre, no se movió. Solo repetía, una y otra vez:
—No subirás.
Pedro retrocedió, corrió hacia la casa del cura. Cuando regresaron, la figura había desaparecido. No había rastro, ni huellas, ni nada. Solo el viento silbando entre los árboles.
Desde esa noche, Pedro no pudo dormir, cada ruido lo hacía saltar. Su esposa, Luisa, lo veía inquieto, pero él no le contaba nada. No quería asustarla.
Una semana después, Pedro regresaba de una reunión con amigos. No era de beber mucho, pero esa noche había tomado más de la cuenta. El camino de regreso a casa estaba desierto, iluminado solo por la luz tenue de la luna. De repente, una voz lo llamó desde la oscuridad.
—¿Adónde vas, Pedro? —era la misma voz, la misma figura de negro. Esta vez, el sombrero estaba ligeramente levantado, y Pedro pudo ver unos ojos que brillaban como brasas—. Ya te olvidaste de mí. Eres mi amigo. Ven, sigamos con la parranda.
Pedro sintió un frío que le recorrió la espalda. Quiso correr, pero sus piernas no respondían. El hombre se acercó, y fue entonces cuando Pedro vio sus pies. No eran pies. Eran pezuñas, negras y retorcidas, como las de una cabra.
—¿Qué eres? —logró balbucear Pedro, retrocediendo.
El hombre rió, una risa que resonó como un eco en la noche.
—Tú lo sabes —dijo, y de un movimiento rápido, sacó un machete oxidado—. Te sientes valiente, ¿verdad?
Pedro, sin pensarlo, desenfundó su propio machete. No era un hombre violento, pero el instinto de supervivencia lo dominó. La pelea fue breve, brutal. El hombre, o lo que fuera, tenía una fuerza sobrehumana. Con un golpe seco, derribó a Pedro al suelo.
—No subirás —susurró el hombre, levantando el machete.
En un acto desesperado, Pedro giró y le asestó un machetazo en las pezuñas. El hombre, o demonio, gritó, un sonido era como el bramido de una bestia. Pedro aprovechó para levantarse y correr. No miró atrás. No podía.
Llegó a su casa, jadeando, con el corazón a punto de estallar.
—¡Luisa! —gritó, golpeando la puerta—. ¡Luisa, abreme! ¡Luché con el diablo!
Luisa abrió la puerta, alarmada. Pedro estaba cubierto de sudor, con los ojos desorbitados. Ella llamó a su padre y hermanos, y juntos regresaron al lugar de la pelea. No había nada. Solo las huellas de las pezuñas en el barro, y las pisadas de Pedro.
—¿Qué fue eso, Pedro? —preguntó su padre, mirando las huellas con incredulidad.
Pedro no supo qué responder. Solo sabía una cosa: aquel ser, aquella cosa, no había terminado con él. Y la próxima vez, quizás no tendría tanta suerte.
Desde esa noche, Pedro nunca más volvió a tocar las campanas. La iglesia contrató a otro hombre para hacerlo. Pero cada sábado, a las 7 de la noche, Pedro se paraba frente a su ventana y miraba hacia el campanario. Y a veces, solo a veces, creía ver una figura alta, vestida de negro, mirándolo desde las sombras.
—No subirás —susurraba el viento.
Y Pedro sabía que era verdad.

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