Tras la cerca del rancho, una niña sin familia encuentra el amor de un padre por un día

Señor… ¿Podría ser mi padre por un solo día?” susurró la huérfana tras la cerca del vaquero.

En las vastas llanuras de Sonora, donde el sol parece no querer esconderse nunca, un vaquero solitario llamado Don Tomás llevaba una vida tranquila entre su ganado y sus caballos. Había perdido a su familia años atrás y, desde entonces, evitaba la compañía de otros, refugiándose en la rutina silenciosa del rancho.

Una tarde de verano, mientras revisaba la cerca que marcaba el límite de su propiedad, escuchó un sollozo suave mezclado con el silbido del viento. Al acercarse a una vieja higuera, encontró a una niña de unos ocho años, de cabello enmarañado y ropa raída, con la mirada curiosa y asustada.

Don Tomás, de voz firme pero gentil, se inclinó preguntando:

—¿Qué haces aquí, pequeña?

La niña tragó saliva, apretó un pequeño trozo de tela en sus manos y, con voz casi inaudible, susurró:

—Señor… ¿Podría ser mi padre por un solo día?

El vaquero se sorprendió; nunca había escuchado una petición tan sencilla y tan desgarradora a la vez. Notó las lágrimas en las mejillas de la niña, la suciedad en sus manos y el hambre en sus ojos.

—¿Por qué me lo pides a mí? —preguntó él, tratando de entender.

—Porque todos aquí me miran como una extraña desde que mi mamá se fue al cielo… Nadie me quiere en su mesa ni me cuenta historias antes de dormir. Solo quiero saber cómo se siente tener un papá, aunque sea por un día —confesó la huérfana, con una franqueza dolorosa.

 

Conmovido, Don Tomás la invitó a pasar la cerca. Le preparó leche caliente y pan, la sentó junto al fuego y le habló de los caballos y el pasado. Durante ese día, le enseñó a montar, le mostró cómo trenzar cuerdas y juntos recogieron huevos frescos del gallinero. Le contó historias de cuando era niño y le concedió el mejor caballo para dar un paseo al atardecer, haciéndola reír y olvidarse, por unas horas, de los días grises y fríos.

Al anochecer, antes de que la niña regresara al pueblo, Don Tomás la envolvió en una manta de lana y, arrodillándose para mirarla a los ojos, prometió que mientras él viviera, no volvería a sentirse sola ni olvidada. “Seré tu padre, no solo un día, sino todo el tiempo que lo necesites”, le dijo con lágrimas contenidas.

La noticia de la generosidad del viejo vaquero corrió por el pueblo, y poco a poco la gente comenzó a abrirle el corazón a la pequeña. Así, detrás de una cerca, nació una familia inesperada, y el rancho de Don Tomás volvió a llenarse de risas y esperanza.

Desde entonces, cada vez que alguien pasaba por la higuera, podía escuchar las historias y risas de una niña y un vaquero que aprendieron, juntos, la verdadera fuerza del amor y la compasión.

 

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