Él se llamaba Jules. Dormía en un portal junto al café de la esquina, envuelto en un abrigo que ya no abrigaba y cargando con un pasado que nunca contaba.

Él se llamaba Jules. Dormía en un portal junto al café de la esquina, envuelto en un abrigo que ya no abrigaba y cargando con un pasado que nunca contaba.

 

 

Ella, Emma, pasaba cada mañana con prisa. Al principio, lo evitaba con la mirada. Pero un día, bajo la lluvia, lo vio temblar y se detuvo.

—¿Tiene frío?

Él la miró como si fuera la primera persona que lo veía en años.

—Más del que reconozco —respondió, con una voz ronca y suave.

Al día siguiente, Emma regresó con una bolsa de papel. Dentro, un bocadillo, un termo de té y un par de guantes usados.

—No es mucho —dijo.

—Es más de lo que me han dado en semanas.

Pasaron los días. Cada vez hablaban más. Jules contaba historias que sonaban a novela, pero Emma intuía que eran reales. Había sido librero, padre, esposo… y luego nada de eso. Una caída silenciosa que lo llevó a la calle sin que nadie preguntara por qué.

—¿No tienes a nadie? —le preguntó una tarde.

—A veces siento que tuve a todos… y luego me olvidé de mí mismo.

Una mañana, Emma le propuso algo.

—¿Quieres tomar un café… pero dentro?

Jules dudó. Miró sus zapatos rotos, su barba larga, su olor a calle.

—No encajo allí.

—Yo me encargo de que encajes.

Entraron. El café estaba cálido, lleno de murmullos y vapor. Se sentaron junto a la ventana. Ella pidió dos tazas. Él temblaba, no por el frío, sino por lo que no se atrevía a sentir.

—Gracias —dijo él, después del primer sorbo.

—¿Por el café?

—No. Por recordarme que aún puedo ser alguien para alguien.

Emma lo miró sin hablar. Solo le sostuvo la mano con la suya.

Desde entonces, cada miércoles a la misma hora, ocupan esa misma mesa. Nadie más sabe quién es él. Pero ella sí.

Y a veces, basta con eso.

Hay personas que no cambian el mundo… pero sí te devuelven a él.

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