“EL MAESTRO DEL SILENCIO”
Su nombre era Kaito Tanaka. Vivía en un pequeño pueblo en las montañas de Japón y tenía fama de ser “el maestro que no hablaba”.
Los niños lo miraban con curiosidad al pasar. Los adultos lo respetaban en silencio. Y nadie, absolutamente nadie, recordaba la última vez que lo habían escuchado pronunciar una palabra.
Pero cada tarde, sin falta, Kaito bajaba al parque y se sentaba en la misma banca, con una libreta en el regazo y una pluma de bambú. Escribía. Observaba. Sonreía.
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Nadie sabía qué hacía con esas notas, ni por qué nunca respondía cuando se le hablaba.
Hasta que un día, llegó al pueblo un joven llamado Daichi, con una rabia contenida que no sabía nombrar. Su madre había muerto hacía tres meses, su padre lo había abandonado años atrás, y lo único que sentía era ruido por dentro.
—¿Por qué todos me dicen que tengo que “superarlo”? —gritó una vez en la plaza.
Kaito lo escuchó. Lo miró, con esa serenidad tan suya, y extendió su libreta.
En ella había solo una frase:
“Algunas heridas no se superan. Se integran.”
Daichi frunció el ceño.
—¿Y eso qué significa?
Kaito no respondió. Solo le entregó una hoja limpia y le tendió la pluma.
—¿Quieres que escriba?
Kaito asintió.
El joven, sin entender del todo por qué, escribió: “Estoy cansado de fingir que estoy bien.”
Kaito leyó, sonrió, y escribió otra frase:
“Eso también es un comienzo.”
A partir de ese día, se sentaban juntos. No hablaban. Solo escribían.
Con el tiempo, Daichi descubrió que Kaito había sido un gran orador. Profesor de filosofía en Tokio, respetado y brillante. Pero tras perder a su hija en un accidente, decidió no hablar más.
—Las palabras fallan —le escribió una vez—. El silencio me escucha mejor.
Daichi no sabía qué decir. Pero entendía. Porque él también sentía que las palabras ya no alcanzaban.
Pasaron semanas. Luego meses.
El joven comenzó a escribir más. Poemas, preguntas, confesiones. Kaito respondía con aforismos, dibujos, o simplemente con una línea:
“Estoy aquí.”
Una tarde, Daichi rompió a llorar mientras escribía: “No quiero morirme sin haber amado algo de verdad.”
Kaito le tomó la mano, le apretó fuerte, y escribió con tinta negra:
“Ya estás amando algo. Este instante.”
El muchacho lo miró como si acabara de respirar por primera vez.
A los pocos días, Kaito no apareció.
Ni al día siguiente.
Ni al siguiente.
Fue entonces cuando Daichi, inquieto, subió a la casa del maestro. La puerta estaba entreabierta. En la mesa, su libreta. Abierta en la última página. Un solo mensaje:
“Cuando ya no me encuentres, sigue escribiendo.”
Kaito había muerto mientras dormía, tranquilo, con una sonrisa en el rostro.
Daichi no volvió a ser el mismo.
Hoy, con 37 años, es escritor. En la contraportada de todos sus libros aparece una dedicatoria sencilla:
“Para el hombre que me enseñó que el silencio también habla.”
Y cada año, en el parque de aquel pueblo, hay una banca vacía.
Sobre ella, una pluma de bambú y una libreta en blanco, esperando que alguien —algún alma perdida, algún corazón roto— se siente y empiece a escribir.