El informe que nunca debió escribirse: La confesión oculta de un oficial en la posguerra
Años después de la guerra, cuando los despachos se llenaron de polvo y los nombres empezaron a borrarse de las paredes, el capitán Julián-Alonso Herrera regresó a su pueblo con la apariencia de un hombre libre. Pero la libertad que trajo consigo pesaba tanto como el uniforme que había dejado colgado en el cuartel. Nadie le preguntó por los años que estuvo ausente. Nadie quiso saber qué había hecho, ni a quién había servido. En el pueblo todos habían aprendido que la supervivencia dependía más del silencio que de la memoria.
El capitán instaló su oficina en una habitación pequeña, donde el reloj marcaba un tiempo ajeno. Su tarea era revisar viejos documentos del ejército y decidir cuáles debían conservarse y cuáles destruirse. No había en ello gloria alguna, sólo la rutina de quien archiva los restos de una historia que nadie desea recordar. Sin embargo, una mañana de noviembre, mientras revisaba un lote de carpetas sin clasificar, encontró un sobre sin nombre, sin sello, sin fecha. Estaba dirigido simplemente a “Comandancia Central”. Dentro había un informe titulado “X-2173”. El número no correspondía a ningún registro conocido.
Julián lo abrió sin saber que en aquel instante desenterraba su propia condena. El informe relataba operaciones de limpieza llevadas a cabo en los últimos meses de la guerra, con descripciones precisas de pueblos arrasados y listas de prisioneros trasladados “sin retorno”. En las páginas finales, entre sellos oficiales y rúbricas, apareció su firma. Una firma nítida, firme, innegable.
Al principio pensó que debía tratarse de un error. Tal vez alguien había falsificado su nombre, tal vez una confusión de archivos. Pero a medida que avanzaba en la lectura, los detalles coincidían con recuerdos que creía olvidados: la noche en que recibió órdenes verbales, las instrucciones transmitidas sin papeles, las miradas que evitó. La guerra, comprendió, no terminaba cuando cesaban los disparos. Continuaba en los despachos, en la tinta, en el silencio de las carpetas cerradas.
Durante días, el informe quedó sobre su escritorio, bajo una lámpara que apenas iluminaba las esquinas del cuarto. Lo miraba como se mira a un enemigo derrotado que aún respira. No podía destruirlo ni entregarlo. Cualquiera de las dos acciones significaría reconocer su existencia. Y él había jurado vivir sin pasado.
Una noche empezó a escribir. No una defensa ni una denuncia, sino algo que se parecía a una confesión. Recordó los rostros de los hombres que firmaron junto a él, los que dieron órdenes sin levantar la voz, los que obedecieron sin preguntar. Recordó a un muchacho que se negó a participar en la redada final, y cómo desapareció al amanecer siguiente. En su relato, Julián no buscaba perdón; buscaba entender en qué momento un soldado deja de ser hombre para convertirse en instrumento.
Escribió durante semanas. Cada frase le costaba años. Su pluma trazaba las palabras como si las extrajera de una herida abierta. Cuando terminó, guardó las hojas dentro del sobre original y añadió una nota al final: “Este es el informe que nunca debió escribirse. Lo firmo para no volver a mentirme.”
Decidió enviarlo de forma anónima al Ministerio. Caminó hasta el viejo buzón del pueblo, el mismo donde años atrás llegaban cartas que nunca respondían. La lluvia empezaba a caer, fina, persistente. Introdujo el sobre y sintió un alivio extraño, como si con aquel gesto se desprendiera de una parte de su sombra.
Pasaron meses. Nadie contestó. Hasta que un día recibió una carta oficial, mecanografiada, con el sello del Ministerio. “Estimado ciudadano: No existe registro alguno correspondiente al expediente X-2173. Su comunicación ha sido archivada sin efecto.” No había firma humana, sólo una referencia administrativa. Era como si el Estado le confirmara que su culpa tampoco existía.
Esa noche bebió solo. Abrió una ventana y escuchó la lluvia golpear las tejas. En el reflejo del vidrio se vio más viejo que nunca. Pensó en el muchacho desaparecido, en las familias que no tuvieron tumba, en las órdenes dictadas sin papel. Comprendió que el olvido no era redención, sino castigo. Porque el olvido lo obligaba a vivir sabiendo que su historia había sido borrada y, sin embargo, seguía pesando.
Al amanecer, tomó el informe, lo metió en un maletín y caminó hacia el río. Nadie lo vio partir. El agua estaba tranquila, cubierta de niebla. Se sentó en la orilla, abrió el maletín y contempló las hojas antes de arrojarlas una a una. El viento las movía como si se resistieran a hundirse. Cuando la última se perdió bajo la corriente, se sintió vacío, pero no libre. Supo que las palabras no desaparecen aunque se ahoguen.
Días después, los vecinos encontraron el maletín cerrado en la orilla. Dentro, sólo quedaba una hoja intacta, escrita con tinta azul: “El informe que nunca debió escribirse es el que todos guardan.”
Nadie supo qué fue de Julián-Alonso Herrera. Algunos decían que había huido al extranjero, otros que se quitó la vida. El archivo militar nunca volvió a mencionarlo. Años más tarde, un joven historiador que investigaba los crímenes olvidados halló entre los documentos restaurados una copia sin firmar del expediente X-2173. En la parte inferior, alguien había escrito a mano: “La verdad, cuando se esconde demasiado tiempo, termina convirtiéndose en memoria ajena.”
El informe fue clasificado como “inexistente”. Pero los que lo leyeron nunca olvidaron su última frase.