“Cuando el Silencio Abraza el Alma: La Historia de Emilia”

“Cuando el Silencio Abraza el Alma: La Historia de Emilia”

CUANDO EL SILENCIO SOSTIENE EL ALMA
Todas las tardes, a la misma hora, Emilia sacaba una silla al porche y se sentaba a contemplar la calle vacía. No esperaba a nadie. No tenía visitas. Pero cada día repetía el gesto con la misma delicadeza con la que pone un mantel para dos, aunque solo tuviera hambre de uno.
—¿No te cansas de mirar lo mismo? —le preguntó una vez la nieta de su vecino.
Emilia sonrió. Esa sonrisa que no se aprende, que solo dan los años.

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—Cada día es diferente. Porque cada día lo extrañamos un poco más… y, a la vez, un poco menos.
La niña no entendía, pero la madre que la acompañaba sí. Bajó la mirada, como quien pisa una flor sin querer.
Lo cierto es que, desde que Roberto se fue, Emilia no hablaba mucho. No porque no quisiera, sino porque sentía que las palabras ya no bastaban para describir lo que pasaba por dentro. Después de 47 años juntos, ¿cómo sigue soltera? No hay manual para eso.
Pero entonces ocurrió algo.
Un día cualquiera, mientras aún estaba sentada en su silla, un chico del barrio —tímido, flacucho y con un sombrero enorme— se acercó con una nota doblada en la mano.
“Es para ti”, dijo sin mirarla.
Emilia la abrió. Con letras temblorosas escritas a rotulador, decía:
“Si quieres, puedo sentarme contigo y mirar la calle. A veces también extraño a mi abuelo”.
No dijo nada. Simplemente dio una palmada en la silla junto a él. Y se sentó.
Así nació una nueva costumbre: Emilia y el niño, sentados en silencio todas las tardes. A veces decían tonterías. Otras, de nada. Pero siempre lo hacían.
Un día, preguntó:
—¿Y crees que los que mueren todavía nos ven?
“No sé si nos ven”, respondió Emilia. Pero estoy seguro de que nos sienten cuando no los olvidamos. Y entonces le tomó la mano. Así. Como si la vida pudiera doler un poco menos si alguien simplemente no te soltara.
Con el tiempo, otros vecinos empezaron a notar esa escena: la anciana y el niño, como dos frases de recuerdos. Y sin quererlo, sin buscarlo, Emilia empezó a recibir más visitas. Galletas. Cartas. Flores. Personas que antes solo la saludaban con la cabeza, ahora se sentaban un rato con ella.
La silla ya no estaba sola. Y el porche se convirtió en un lugar de paso, de encuentro, de historias contadas sin prisa.
Roberto nunca regresó. Pero Emilia descubrió algo que no había entendido en los primeros años de su ausencia: que a veces, el amor no termina… solo cambia de forma.
Hay pérdidas que no se pueden superar, pero se comparten. Porque cuando alguien se sienta contigo en tu ausencia, ya no estás tan solo.

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