“ME LLAMO LINA, Y NO NACÍ INVISIBLE”
El primer día que Lina se subió al bus como limpiadora del hospital, tenía 19 años y una bolsa de pan duro en el bolso. Había dejado la escuela para ayudar a su madre enferma. Nadie le preguntó por qué. Tampoco importaba. Allí, en los pasillos olor a lejía, su trabajo era limpiar sin ser vista.
—Buenos días —decía siempre, al entrar en las habitaciones.
Casi nunca recibía respuesta. Las miradas pasaban a través de ella, como si fuera parte del mobiliario. A veces la confundían con una sombra.
Una mañana, mientras recogía sábanas sucias de la habitación 305, escuchó un susurro:
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—¿Cómo te llamas?
Se giró. En la cama, un anciano de piel arrugada y mirada viva le sonreía.
—Lina —respondió, sorprendida.
—¿Y por qué no llevas tu nombre en la bata como los demás?
—Porque soy del servicio externo. No tengo uniforme oficial —respondió, casi en un susurro.
—Pues deberías tenerlo. Es más fácil saludar por el nombre.
Aquello la desarmó. Esa noche, bordó con hilo rojo su nombre en un pequeño parche blanco y lo cosió a la bata.
Desde entonces, cuando pasaba por los pasillos, algunos empezaron a decir:
—Gracias, Lina.
—Buenos días, Lina.
Era poco. Pero era algo.
Un día, el hospital organizó una jornada de agradecimiento para el personal. Repartieron diplomas. Lina no fue invitada.
—¿Por qué yo no? —preguntó tímidamente a la jefa de planta.
—No estás en nómina del hospital. Solo los empleados directos.
“Solo”, pensó. Otra vez esa palabra.
Esa noche lloró en silencio. Pero al día siguiente, volvió a sonreír al llegar. No lo hacía por diplomas.
—¿Sabes, Lina? —le dijo una paciente mayor—. Nadie limpia las ventanas como tú. Cuando el sol entra por aquí, siento que la vida continúa.
Esa frase la acompañó como una medalla invisible.
Pasaron los años. Lina trabajaba de noche y estudiaba de día. Terminó la secundaria. Luego enfermería.
—¿Vas a dejar la limpieza? —le preguntó la supervisora.
—No. Pero quiero poder mirar a los pacientes a los ojos, no solo a sus sábanas.
Cinco años después, volvió al mismo hospital. Esta vez, con una bata blanca nueva y su nombre bordado de manera oficial.
—Buenos días. Soy Lina, su enfermera —decía ahora con orgullo.
En la habitación 305, una anciana la miró y le dijo:
—Tu nombre me suena…
—Quizá de otra vida —sonrió Lina, mientras ajustaba el gotero.
Ese día, al salir del hospital, un grupo de limpiadoras barría la entrada. Una de ellas, joven y callada, parecía nueva. Lina se acercó, le tocó el hombro y dijo:
—Gracias por tu trabajo. ¿Cómo te llamas?
La chica alzó los ojos, sorprendida.
—Nerea.
—Encantada, Nerea. Es un placer tenerte aquí.
Nadie más se detuvo. Nadie más lo notó. Pero para Lina, fue el gesto más importante del día. Porque recordaba perfectamente cómo se siente no tener nombre. Y también sabía lo que se siente cuando alguien, por fin, te llama por él.