¡Se Está Inflando Rápido! – El Ranchero Le Subió el Vestido… ¡Y Hizo Lo Impensable!
La Leyenda de Javier y Elisa
Era una mañana tranquila en la polvorienta villa de Dry Creek, allá por el año de 1887. El sol apenas asomaba sobre las colinas áridas de Sonora, México, y el viento traía consigo el olor a tierra seca y estiércol de caballo. Los gallos cantaban como si nada pudiera romper la paz de ese rincón olvidado del mundo. Pero, como el desierto mismo, la calma siempre era un espejismo.
De pronto, un trueno de cascos rompió el silencio. Javier Hold, un ranchero callado y endurecido por el sol, irrumpió en la plaza principal con su caballo negro, reluciente de sudor. Sobre la silla, cargaba a una mujer desmayada: Eliza Carter, la nueva maestra de escuela que había llegado hacía apenas unas semanas desde Boston. Su vestido blanco estaba manchado de polvo y sangre, y su rostro, normalmente pálido, ahora lucía ceniciento.
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—¡Un médico, rápido! —gritó Javier con voz ronca mientras bajaba a Eliza con cuidado, como si fuera un saco de oro frágil.
La gente del pueblo se arremolinó en torno a ellos. El herrero dejó caer su martillo, la dueña del salón asomó la cabeza por la ventana, y los niños se escondieron detrás de las faldas de sus madres. Pero el doctor Mendoza estaba en Chihuahua, a tres días de camino, atendiendo una epidemia.
Eliza había sido mordida por una víbora de cascabel mientras cruzaba el desierto. Su pierna estaba hinchada, y el veneno corría como fuego por sus venas.
—Se está inflando como un globo del diablo —murmuró Javier, arrodillándose junto a ella en el porche de la iglesia abandonada.
Sin pensarlo dos veces, Javier levantó la falda de Eliza hasta la rodilla, revelando la marca roja y palpitante de los colmillos. Los murmullos crecieron entre los presentes.
—¿Qué hace ese vaquero loco? —gritó la viuda Ramírez.
Javier no prestó atención. Sacó su cuchillo Bowie, lo calentó en una fogata improvisada que encendió un vaquero amigo, y con mano firme cortó una X profunda en la herida. Eliza gimió en su delirio, pero no despertó.
Luego, lo impensable: Javier inclinó la cabeza y succionó el veneno con la boca, escupiéndolo al suelo una y otra vez, arriesgando su propia vida.
—Está loco —repitió la viuda Ramírez.
Pero funcionó. La hinchazón disminuyó un poco, y Eliza abrió los ojos por primera vez, mirando al hombre que le salvaba la vida de la manera más íntima y prohibida.

Javier llevó a Eliza a su cabaña en las afueras del pueblo, un lugar sencillo con paredes de adobe y un corral lleno de vacas flacas. Esa noche, mientras la luna plateada iluminaba el desierto, Javier veló su sueño. Cambió las vendas empapadas en hierbas que él mismo había recolectado: raíz de yuca y nopales para contrarrestar el veneno.
Eliza, febril, murmuraba sobre su vida en Boston, sobre libros y sueños que no encajaban en ese oeste salvaje. Javier, viudo desde que su hermano murió en una emboscada de bandidos años atrás, no decía mucho.
—Solo quédese quieta, señorita. El veneno es traicionero —le dijo con voz baja, sin apartar la mirada de su pierna herida.
Al amanecer del segundo día, Eliza despertó mejor.
—Usted me salvó —susurró, sus ojos verdes clavados en los de él, oscuros como el café amargo.
Javier asintió, pero en su mente bullía el miedo. El amor mataba, como había matado a su hermano, quien murió por una mujer que lo traicionó. Sin embargo, algo en la valentía de Eliza, una mujer sola cruzando el desierto para enseñar a niños mexicanos, lo conmovía.
Pasaron horas hablando: ella de poesía y de los libros que había leído, y él de las estrellas que guiaban a los vaqueros en las noches de arreo. Pero la paz no duró mucho.
Al tercer día, mientras Eliza intentaba caminar con muletas improvisadas de ramas de mezquite, un jinete llegó galopando. Era Pedro, el peón de Javier.
—¡Apaches, patrón! —gritó, jadeando—. Una banda de guerreros viene del norte, liderados por Jerónimo. Quemaron el rancho de los López anoche. Dicen que van por Dry Creek, culpando a los blancos por robar sus tierras.
El pánico se apoderó del pueblo. Javier maldijo en voz baja. Él conocía a los apaches. Había comerciado con ellos en paz años atrás, pero la fiebre del oro y los colonos habían encendido la guerra.
—Tenemos que fortificar el pueblo —dijo, organizando a los hombres.
Eliza, aún cojeando, insistió en ayudar.
—Yo sé de tácticas. Leí sobre batallas en mis libros.
Javier la miró incrédulo, pero la determinación en su rostro lo convenció.
Esa noche, mientras clavaban estacas y cargaban rifles Winchester, capturaron a un explorador apache herido. Era un joven llamado Tasa. En lugar de lincharlo, como pedía la mayoría, Eliza suplicó:
—Déjenlo vivir. Podemos negociar.
Javier, contra su instinto, lo ató en su cabaña. Tasa habló en español entrecortado.
—Jerónimo no quiere guerra total, solo venganza por el agua envenenada del río.
—¿Envenenada? —preguntó Eliza, sorprendida.
Un rumor había corrido entre los apaches: mineros blancos habían tirado cianuro en el arroyo que abastecía su campamento.
Javier y Eliza decidieron cabalgar al amanecer hacia el campamento apache, arriesgando todo.
—Si nos matan, al menos lo intentamos —dijo ella, su mano rozando la de él en la silla.
Llegaron al campamento bajo una bandera blanca. Jerónimo, fiero con su pintura de guerra, los recibió con lanzas apuntadas.
—Los blancos siempre mienten —rugió.
Pero Tasa, liberado por Javier, intervino.
—Este hombre me salvó. Escúchenlo.
Javier explicó que el envenenamiento no había sido intencional, sino un accidente de mineros borrachos. Jerónimo dudó, pero antes de que pudiera decidir, llegó un mensajero con noticias: el sheriff corrupto de Dry Creek había reunido una milicia para exterminar a los apaches.
Javier y Eliza regresaron al pueblo justo a tiempo para enfrentarse al sheriff. Con pruebas en mano —un frasco de cianuro encontrado en su oficina—, lo confrontaron. Pero el sheriff sacó su revólver y comenzó un tiroteo.
Javier disparó primero, hiriendo al sheriff, pero una bala perdida rozó a Eliza, reabriendo su vieja herida.
—¡Está hinchándose de nuevo! —gritó ella, cayendo en medio del humo.
Los apaches llegaron, no para atacar, sino para ayudar, alertados por Tasa. Jerónimo, en persona, cargó contra los milicianos traidores.
La batalla fue feroz: flechas contra balas, caballos relinchando, polvo alzándose como niebla. Javier luchó como un demonio, protegiendo a Eliza detrás de un carro volcado. Cuando un apache enemigo lo derribó, Eliza disparó su pequeño derringer, salvándolo en el último momento.
Al final, el sheriff, acorralado, confesó:
—Quería el oro apache para mí…
Jerónimo, magnánimo, lo dejó vivo para enfrentarse a la justicia.
La paz se firmó en sangre y polvo. Dry Creek fue salvado, pero a un alto costo: casas quemadas y muertos en ambos lados.
Días después, durante el festival de primavera, Eliza, con su pierna curada pero marcada, invitó a Javier a bailar bajo las linternas de papel y la música de los mariachis.
—No soy de bailes, señorita —dijo él, sombrero en mano.
—Pero yo insisto —respondió ella, tomando su mano.
Mientras bailaban torpemente bajo las estrellas, sus cuerpos se acercaron.
—Me salvó la vida dos veces —susurró Eliza.
—Y usted me dio una razón para vivir —respondió Javier.
Aunque la paz con los apaches era frágil, Javier y Eliza decidieron quedarse en Dry Creek. Semanas después, Eliza descubrió que estaba embarazada.
—Un hijo de dos mundos —dijo Javier, temeroso al principio, pero decidido a protegerlos.
Se casaron bajo un arco de flores de cactus, rodeados de apaches y vaqueros, unidos por un deseo de paz y esperanza.
El oeste nunca permitió finales felices, pero Javier y Eliza, con rifles cargados y corazones unidos, enfrentaron cada tormenta que vino, creando una leyenda que resonaría en las llanuras de Sonora por generaciones.