—Cargo 25 cm, ¿crees que podrías con ello? —preguntó el vaquero a la pastora. Lo que hizo te conmoverá.
La lluvia golpeaba el techo de zinc del cobertizo con un ritmo constante y pesado. Sara Mitchel sujetaba las riendas de su yegua con más fuerza de la necesaria, los nudillos blancos por la tensión. Había venido a recoger la montura que dejó para reparar tres días antes, pero ahora se encontraba atrapada allí por la tormenta. Y por él. Jack Donovan estaba apoyado en la mesa de trabajo, los brazos cruzados sobre su pecho ancho. Incluso quieto, parecía ocupar todo el espacio.
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Era un hombre imponente, con hombros que parecían hechos para cargar vigas y manos capaces de domar cualquier potro salvaje. Su cabello oscuro caía sobre su frente, aún húmedo por el trabajo bajo la lluvia. La miraba con esa expresión que siempre la ponía nerviosa, como si pudiera leer sus pensamientos más profundos.
—¿Llevas 25 centímetros? —preguntó él, con una voz grave que arrastraba cada palabra con una deliberada lentitud—. ¿Crees que podrías soportarlo?
Sara sintió su rostro arder. Sabía perfectamente a qué se refería, y no era al cuchillo que colgaba de su cinturón. Enderezó la postura y alzó el mentón con la dignidad que su estricta educación presbiteriana le exigía.
—No sé de qué está hablando, señor Donovan.
Él sonrió, lento, un gesto que hizo que algo apretara dentro del pecho de Sara. Se apartó de la mesa y caminó hacia ella con pasos medidos, cada movimiento deliberado, confiado. Sara no retrocedió, pero su cuerpo entero se puso en alerta.
—Sí que lo sabes —dijo él, su voz baja y arrastrada—. Vienes aquí tres, cuatro veces por semana, siempre con alguna excusa. Una montura para reparar, un caballo que necesita herraduras nuevas, una cerca que quieres ver cómo se arregló.
—Administro la hacienda desde que papá falleció. Es natural que… —intentó justificar Sara.
—Natural sería mandar a uno de tus peones. —Jack se detuvo a un brazo de distancia. Su olor invadió el espacio entre ambos: cuero, sudor limpio, madera. Sus ojos oscuros se clavaron en los de Sara—. Pero siempre vienes personalmente.
Sara abrió la boca para protestar, pero las palabras murieron en su garganta. Porque él tenía razón, y ella lo sabía. Todas esas visitas, todas esas excusas. ¿Qué estaba haciendo allí, sola con él, si no era buscando exactamente eso? Pero admitirlo sería cruzar una línea que le habían enseñado toda su vida a no cruzar.
—Está siendo presuntuoso, señor Donovan.
—Lo estoy. —Jack dio un paso más. Ahora Sara tenía que levantar el rostro para mirarlo a los ojos—. Entonces, ¿por qué tu corazón late tan rápido? ¿Por qué tus mejillas están rojas? ¿Hace calor aquí dentro? ¿Está lloviendo, Sara? ¿Hace frío?
Su nombre en la boca de Jack sonaba diferente, íntimo, peligroso. Debería salir de allí inmediatamente, enfrentarse a la lluvia, al barro, a lo que fuera. Pero sus pies parecían clavados al suelo de tierra del cobertizo.
—No soy ese tipo de mujer.
—¿Qué tipo? —Jack inclinó la cabeza, estudiando su rostro como si estuviera descifrando un mapa—. ¿El tipo que tiene deseos? ¿El tipo que quiere ser tocada?
—Yo… —La respiración de Sara falló—. Fui criada en la iglesia. Aprendí que hay un tiempo para todo, que una mujer respetable…
—Tienes 28 años, Sara. —La voz de Jack se suavizó, casi gentil—. ¿Cuántos años más vas a esperar por el momento adecuado?
Era una pregunta cruel, porque era la misma que Sara se hacía todas las noches, acostada sola en una cama demasiado grande, escuchando el viento golpear las ventanas de una casa vacía, pensando en él. En esos brazos, en esas manos, en lo que sería sentir el peso de ese cuerpo sobre el suyo.
—No se trata del tiempo, se trata de lo que es correcto.
Jack levantó la mano lentamente, dándole todo el tiempo del mundo para apartarse, pero Sara no se movió cuando los dedos ásperos y cálidos tocaron su rostro. Su pulgar trazó la línea de su mandíbula con una delicadeza que contrastaba con el tamaño brutal de sus manos.
—¿Y si te digo que esto… —Jack acercó su rostro al de ella, su aliento cálido rozando sus labios—… es lo más correcto que he sentido en mi vida?
El corazón de Sara latía tan fuerte que estaba segura de que él podía oírlo. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que se acercara, que cerrara esa distancia diminuta que los separaba. Pero la voz de su madre resonaba en su cabeza: Una mujer decente no se entrega antes del matrimonio. ¿Qué dirán los demás? La gente hablará.
—Que hablen. —Jack sostuvo su rostro con ambas manos ahora, obligándola a mirarlo a los ojos. Eran de un marrón oscuro, intensos—. No me importa lo que diga todo el pueblo si tú estás conmigo.
—No lo entiendes… —La voz de Sara salió temblorosa—. He pasado toda mi vida siendo la hija perfecta del pastor. La chica que nunca dio motivos para el chisme. Si yo… si nosotros…
—Si finalmente dejas de castigarte por sentir lo que todo ser humano siente.
La verdad de esas palabras golpeó a Sara como un puñetazo. Eso era. Se estaba castigando, negándose a sí misma cualquier placer, cualquier deseo, cualquier momento de debilidad, como si ser perfecta pudiera traer de vuelta a su padre. Como si nunca fallar significara ser digna de amor.
—Tengo miedo… —susurró ella, rota.
Jack apoyó su frente contra la de ella, un gesto sorprendentemente tierno viniendo de un hombre de su tamaño.
—Entonces piérdete. Yo te encuentro.
Fue esa ternura lo que rompió la resistencia de Sara. No la provocación, no la arrogancia, sino esa promesa simple y honesta.
Sara cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, ya había tomado una decisión. Cerró la distancia entre ellos.
El beso comenzó tímido, sus labios apenas rozándose, como probando un territorio desconocido. Pero entonces Jack la atrajo contra su cuerpo, una mano sujetando su nuca, la otra envolviendo su cintura, y el mundo entero desapareció.
Habían pasado años desde la última vez que Sara había sido besada, y nunca la habían besado así. Jack no solo la besaba; la reclamaba, la veneraba, como si fuera la única mujer en el mundo.
El beso se volvió más profundo, más urgente. Jack la levantó sin esfuerzo y la sentó sobre la mesa de trabajo. Sara debería detenerlo. Debería parar aquello antes de que fuera demasiado lejos. Pero cuando Jack se colocó entre sus piernas, sus manos grandes descendiendo por la curva de sus caderas, todo pensamiento racional se evaporó.
—Dios me perdone… —susurró ella contra sus labios.
—Dios ya te perdonó. —Jack besó la comisura de su boca, su mandíbula, su cuello—. Ahora necesitas perdonarte a ti misma.
Y, por primera vez en su vida, Sara lo hizo.
La tormenta continuaba afuera, pero dentro del cobertizo, Sara y Jack encontraron algo más poderoso que la lluvia: la libertad de ser quienes realmente eran. Cuando salieron, horas después, de la mano bajo un cielo que comenzaba a despejarse, Sara supo que la gente hablaría, que murmurarían a sus espaldas en la ciudad, que la juzgarían.
Pero, por primera vez en su vida, no le importaba. Porque había encontrado algo más valioso que la aprobación de los demás: la libertad de vivir su propia vida. Y había encontrado a Jack Donovan, el hombre que le recordaría todos los días que merecía ser feliz.
El sol apareció entre las nubes, iluminando el camino de regreso a casa. Una casa que ahora sería de dos, un futuro que valía la pena esperar.