“Del Escobón al Sabor: La Historia de Richard Montañez”
DEL PINCEL AL SABOR QUE ENCENDIÓ EL MUNDO: LA HISTORIA DE RICHARD
No conocí a Richard Montañez en persona. Pero si alguna vez paso por California, me gustaría estrecharle la mano.
Su historia me llegó una noche cualquiera, como tantas en las que uno busca verdadera inspiración entre tanto ruido. Y no he podido olvidarla desde entonces. No porque sea perfecta. Sino porque es humana, como tú, como yo.
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Richard era conserje en una planta de Frito-Lay, esa empresa que fabrica toneladas de botanas. Barría pisos, recogía periódicos, pasaba de largo. Pero tenía ojos, y sobre todo, tenía buen gusto. No al buen gusto, no. De la calle, de su madre, de su barrio, del chili y los condimentos.
Un día, una de las máquinas de la planta falló. Produjo un montón de Cheetos sin sabor. Blancos. Vacíos. Casi triste. Richard, en lugar de tirarlas, se las llevó a casa. Las miró como si mirara algo que nadie ve, pero tú sí.
—¿Y si les ponemos chile? —le dijo a su esposa.
Las sazonó con lo que tenía. Un poco de chile, un poco de limón, sal, ajo. Las sacudió con las manos. Y al probarlas, supo que había algo ahí. Algo que olía a infancia, a barrio, a hogar.
Empezó a repartirlas entre amigos, vecinos, compañeros. Algunos dijeron que picaban demasiado. Otros, que por fin a alguien se le habían ocurrido.
—Qué bien, hermano —le dijo un amigo—. ¿Pero crees que en esa empresa tuya lo entenderán?
Richard no sabía si lo entenderían. Pero yo sabía que tenía que intentarlo.
Se enteró de que la empresa iba a hacer una presentación interna de nuevas ideas. Y se apuntó. El problema era que nunca había hecho una presentación. Ni siquiera sabía usar PowerPoint. Así que fue a la biblioteca. Aprendió lo correcto. Practicó frente al espejo. Y un día, con una bolsa de Cheetos picantes caseros, se presentó ante los gerentes.
—Soy Richard Montañez. Limpio los pisos de la planta. Pero también tengo una propuesta.
Silencio.
—Esto se llama Cheetos Flamin’ Hot. Es un refrigerio para gente como yo. Para los que crecimos con chile en la mesa. Para los que no nos veíamos representados en el sabor de siempre.
Los ejecutivos lo probaron. Uno se atragantó. Otro frunció el ceño. Pero hubo uno que sonrió.
—¿Lo hiciste?
—Con mi esposa, en casa. Con lo que teníamos.
—Estudiémoslo.
Han pasado semanas. Nada. Lo siguiente es un piloto regional. Y luego, el milagro de los que insisten: un éxito rotundo. Se convirtió en uno de los productos más vendidos. Richard fue ascendido, luego se pasó al marketing multicultural, luego dio charlas motivacionales, luego escribió un libro, luego hizo una película.
¿Milagro? No. Constancia. Sabor. Identidad.
Y lo más importante: que alguien sin título universitario, sin padrinos, sin oportunidades previas, se atreviera a levantar la mano y decir: “Tengo una idea”.
¿Saben qué me conmueve de todo esto?
Que Richard no olvidara su escoba. La guardó, la limpió y la colgó en la pared de su oficina.
“Para no olvidar de dónde vengo”, dice.
Y yo, cuando escucho esa frase, siento que hay esperanza. Que no todo está perdido. Que todavía hay espacio para quien trabaja desde abajo, quien escucha su instinto, quien no espera a ser descubierto, sino que se atreve a demostrar su valía.
Porque a veces, todo lo que el mundo necesita es… alguien que pueda ver fuego donde otros solo ven migajas.