El Puente Invisible de la Compasión: La Transformación de Jun en el Monasterio Hōgetsu
En un pueblo a las afueras de Nara, los monjes del monasterio Hōgetsu ayudaban cada invierno a los campesinos que sufrían hambre y frío. Entre los discípulos se encontraba Jun, un joven de corazón inquieto que prefería pasar largas horas meditando en su celda antes que salir a repartir arroz.
.
.
.
Un día, el maestro Shunryu lo llamó.
—Jun —dijo con voz serena—, mañana iremos al pueblo. Te unirás a nosotros.
El joven bajó la cabeza, incómodo.
—Maestro, no me siento preparado. Mi camino es interior. Creo que debo concentrarme en purificarme primero… y luego, quizá, ayudar a otros.
El anciano lo miró en silencio y respondió:
—Si esperas a estar puro para dar, nunca darás nada.
Al día siguiente, caminaron juntos hacia el pueblo. La nieve cubría los techos y los niños corrían descalzos. Los monjes comenzaron a repartir mantas y arroz. Jun permanecía rígido, sin saber qué hacer.
Una anciana lo tomó de la manga.
—Hijo, ¿podrías ayudarme a llevar esta bolsa hasta mi choza?
Jun dudó, pero el maestro le indicó con la mirada que aceptara. La bolsa era ligera, y aun así la anciana sonrió como si le hubieran quitado el peso del mundo.
De regreso al monasterio, Jun habló con Shunryu.
—Maestro, no entiendo. Apenas hice nada y esa mujer parecía agradecida como si le hubiera salvado la vida.
El anciano contestó:
—Para ti fue un instante. Para ella, fue todo. La compasión no se mide por la magnitud de la acción, sino por la profundidad del gesto.
Jun reflexionó, pero aún tenía dudas.
—¿Y qué pasa si ayudo sin sentir amor verdadero? ¿No sería falso?
Shunryu se detuvo bajo un árbol cubierto de escarcha.
—Cuando enciendes una lámpara, ¿necesita sentir amor por la oscuridad para iluminarla? No. Solo brilla.
El discípulo guardó silencio.
Pasaron semanas. Una mañana, Jun encontró a un mendigo sentado a la entrada del templo. Dudó un momento, luego le ofreció su propio cuenco de arroz. El hombre lo recibió con lágrimas en los ojos.
Aquella noche, Jun confesó al maestro:
—Cuando le di mi comida, sentí como si me la hubiera dado a mí mismo.
Shunryu asintió.
—Ese es el puente invisible de la compasión: al cruzarlo, descubres que no hay “yo” que da ni “otro” que recibe. Solo la vida compartiéndose a sí misma.
Jun se inclinó profundamente.
—Entonces, maestro… ¿la compasión no es un deber?
El anciano sonrió.
—No, hijo. Es un recordatorio. Cuando ayudas, recuerdas que nunca has estado separado de nadie.
Desde ese día, Jun ya no se escondió en su celda. Llevaba arroz a los niños, escuchaba a los ancianos, acompañaba a los enfermos. Y en cada gesto descubría lo que la meditación nunca le había mostrado: que su respiración no era solo suya, sino también del que temblaba de hambre, del que lloraba de frío, del que reía agradecido.
Años después, cuando Jun mismo llegó a ser maestro, solía repetir la enseñanza que lo transformó:
—“La compasión no consiste en salvar a otros. Consiste en recordarte a ti mismo que nunca hubo otros.”