El Ranchero Solitario Que NUNCA Besó a una Mujer Hasta que la Chica de la Ciudad Cerró la Puerta….

El Ranchero Solitario Que NUNCA Besó a una Mujer Hasta que la Chica de la Ciudad Cerró la Puerta….

El monje del desierto

En el corazón del desierto de Sonora, donde el sol quema la tierra hasta dejarla roja como sangre seca, vivía don Elías Cuervo, un ranchero solitario que había olvidado el sabor de una sonrisa ajena. Su rancho, llamado “La Cruz del Olvido”, era un puñado de adobe desgastado, corrales medio rotos y un pozo que apenas daba agua suficiente para mantener vivos a sus tres vacas flacas y a su caballo viejo, Sombra.

Elías tenía 35 años, pero sus ojos color café oscuro llevaban el peso de un siglo. Nunca había besado a una mujer. Ni siquiera había rozado una mano femenina desde que su madre murió cuando él era apenas un niño. Los habitantes del pueblo cercano, San Ignacio, lo miraban con lástima. Las prostitutas de la cantina lo llamaban “el monje del desierto”. Los vaqueros de los ranchos vecinos se burlaban de su soledad, pero Elías nunca respondía. Su vida era un ciclo de silencio: revisar trampas para coyotes, cargar su Winchester y contar las estrellas como quien cuenta monedas perdidas.

.

.

.

Una tarde de finales de mayo, cuando el viento traía el olor de una tormenta lejana, algo rompió la rutina de su existencia. Un carruaje polvoriento apareció en el horizonte, avanzando lentamente hasta detenerse frente a la puerta de su rancho. Era un landó negro con ruedas doradas, tirado por dos mulas exhaustas. Cuando la puerta del carruaje se abrió, Elías se encontró con una visión que parecía sacada de un sueño.

La mujer que bajó del carruaje tenía un porte que no correspondía al paisaje árido y desolado que la rodeaba. Vestía un vestido blanco de seda que se pegaba a su cuerpo por el sudor, y llevaba un sombrero de ala ancha decorado con una pluma de pavo real. Su piel era morena, su cabello negro largo y brillante, y sus ojos oscuros parecían contener secretos que Elías nunca había conocido. En sus manos llevaba una maleta de cuero, que el cochero mexicano descargó con reverencia antes de marcharse sin decir palabra.

—Buenas tardes, señor —dijo la mujer con una voz suave, rasposa, como miel sobre vidrio—. ¿Tendría un poco de agua para una viajera muerta de sed?

Elías la miró como quien ve un espejismo. Su garganta se secó aún más, y sus manos temblaron mientras servía un jarro de barro con agua fresca. La mujer lo aceptó con una sonrisa y bebió despacio, sin apartar los ojos de él. Había algo en ese hombre callado, en sus hombros anchos y su barba descuidada, que la hizo sentir un cosquilleo en el estómago.

—Mi carruaje se descompuso a tres leguas de aquí —mintió ella, porque en realidad había pagado al cochero para que la dejara allí—. ¿Podría quedarme esta noche? Pagaré bien.

Elías asintió sin palabras. Le ofreció el cuarto de su difunta madre, una habitación pequeña con una cama de hierro y una ventana que daba al corral. Valeria, como se presentó después, se cambió el vestido roto por una camisola blanca que encontró en un baúl viejo. Cuando salió al patio, el sol se estaba poniendo y el cielo parecía un incendio naranja.

Elías estaba reparando una cerca, martillo en mano, sudor en la frente.

—¿Siempre trabaja solo? —preguntó ella, acercándose con una botella de mezcal que había sacado de su maleta.

—Siempre —respondió él sin mirarla.

Valeria se sentó en un tronco cerca de él, cruzó las piernas y sirvió dos vasos. Elías aceptó el mezcal con manos temblorosas. La primera copa quemó su garganta como un hierro al rojo vivo. Era la primera vez que bebía con una mujer. La segunda copa aflojó su lengua.

—Mi padre decía que un hombre sin mujer es como un caballo sin rienda —comentó ella, riendo bajito.

—Su padre no conocía este desierto —replicó Elías, pero su voz tembló.

La noche cayó como una cortina negra. Cenaron frijoles con tortillas y carne seca. Valeria hablaba de bailes en salones con candelabros, de vestidos traídos de París, de un novio que la había dejado por una cantante de ópera. Elías escuchaba en silencio, pero sus ojos no podían apartarse de la curva del cuello de ella, del lunar justo encima de su escote.

Cuando terminaron de comer, Valeria se levantó y caminó hacia la casa.

—Voy a dormir —dijo.

Pero antes de entrar, se giró hacia Elías, que seguía sentado en la mesa con el plato vacío.

—Esta noche, tú eres mío —susurró, y su voz era un desafío y una promesa.

Elías se quedó helado. Su corazón latía como un tambor de guerra. Valeria dio un paso, luego otro, hasta quedar a un palmo de él. Olía a jazmín y a polvo de camino. Sus dedos rozaron la mejilla de Elías, áspera como lija.

—¿Nunca has besado a una mujer? —preguntó ella, leyendo en sus ojos la verdad.

Él negó con la cabeza. Valeria sonrió, no con burla, sino con una ternura salvaje. Se inclinó y posó sus labios en los de él. Fue un beso al principio tímido, como probar el agua de un pozo desconocido. Luego más profundo, más urgente. Elías cerró los ojos y sintió que el mundo se derrumbaba.

Sus manos torpes encontraron la cintura de ella. La camisola era fina como papel de arroz. La llevó en brazos al cuarto, tropezando con una silla en el camino. La cama crujió bajo su peso. Valeria lo guió con paciencia, desabrochando botones y enseñándole el mapa de su cuerpo. Elías temblaba como un potro primerizo.

Cuando entró en ella, fue como caer en un río de fuego. Gritó su nombre sin saber que lo conocía. Valeria se aferró a su espalda, uñas clavadas, susurrando palabras en francés que él no entendía, pero que lo hacían enloquecer.

El peligro del amor

Después de yacer juntos bajo la luz de una vela, Elías acariciaba el cabello de Valeria con incredulidad, mientras ella trazaba pequeños círculos en su pecho con un dedo.

—Quédate —dijo él de pronto, con voz ronca—. Quédate conmigo.

Valeria se incorporó, dejando caer la sábana hasta su cintura. Sus ojos brillaban con algo que no era solo deseo.

—No puedo —respondió ella—. Hay alguien que me busca. Alguien peligroso.

Elías frunció el ceño. Afuera, el viento ululaba como un lobo herido.

—¿Quién?

—Mi prometido —dijo ella, bajando la mirada—. El coronel Ramírez.

Elías sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—Viene con 20 hombres. Dicen que mató a tres por menos.

Elías se levantó de un salto, desnudo y magnífico bajo la luz temblorosa. Tomó su revólver del cinturón colgado en la pared.

—Entonces nos iremos al amanecer. Cruzaremos la frontera.

Valeria negó con la cabeza.

—No entiendes. Él no descansará hasta encontrarme. Y ahora, ahora te matará a ti también.

Un golpe seco en la puerta los hizo saltar. Luego otro, y una voz grave con acento norteño.

—Valeria, sé que estás ahí, perra. Abre o echo la puerta abajo.

Elías cargó el revólver. Valeria se vistió a toda prisa, pero no con miedo, sino con una calma fría. Sacó de su maleta un pequeño derringer plateado.

—¿Sabes usarlo? —preguntó Elías.

—Sé más de lo que crees —respondió ella, y por primera vez él vio el acero bajo la seda.

La batalla por el amor

Los golpes cesaron. Silencio. Luego el relincho de caballos. Elías se asomó por la ventana y vio seis jinetes con rifles y antorchas. El coronel Ramírez era un hombre corpulento con bigote engomado y una cicatriz en la mejilla. Llevaba un uniforme azul descolorido y una estrella de latón en el pecho.

—¡Elías Cuervo! —gritó el coronel—. Sé que estás con mi mujer. Sal con las manos en alto o quemamos tu rancho.

Valeria apretó el brazo de Elías.

—Hay una salida trasera —susurró—. Por el corral. Podemos tomar tu caballo.

Pero Elías negó con la cabeza.

—No —dijo—. Esta es mi casa. Y tú… tú eres mía esta noche.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News