“El Sótano No Es Mi Lugar: La Lucha por Mi Espacio”
Cuando regresé del pueblo después de varios meses trabajando en un proyecto, lo último que esperaba era encontrar toda mi vida amontonada en el porche. Maletas abiertas, libros mojados por el rocío de la mañana, fotos familiares tiradas junto a bolsas de basura. Un golpe seco me detuvo en el pecho: entre los marcos rotos vi la foto de mi infancia con mis mejores amigas, Lucía y Clara. Ellas también estaban allí, en la entrada, fingiendo no mirarme. Llevaban semanas sin responder a mis mensajes. Ahora entiendo por qué.
.
.
.

Llevaba mi suéter beige favorito y unos vaqueros desgastados por el viaje, y en la mano derecha sostenía la maleta como si el plástico pudiera contener la rabia. Frente a mí, Mariana y Julio, mis antiguos compañeros de piso, conversaban en voz baja y tensa. Me acerqué sin saludar.
—¿Qué es esto? —dije, señalando la escena con un gesto que apenas podía controlar.
Julio fue quien habló primero, sin mirarme a los ojos. —Vinieron unos inspectores de la propiedad hace unos días… y vieron que habías hecho reformas en tu habitación sin permiso. Mariana decidió que era mejor echarte antes de que todo se nos cayera encima.
— ¿Reformas? Pinté las paredes. Puse estanterías de segunda mano… —Solté una risa amarga—. ¿Y ni siquiera me avisaste?
Lucía, desde la escalera, respondió con un hilo de voz.
—Solo nos atenemos a lo que firmamos. Dijiste que te irías tres meses. Ya casi cinco.
Mariana dio un paso al frente. —Limpiamos el sótano. Puedes instalarte ahí mientras buscas otro sitio.
El sótano. Húmedo, sin ventanas y con un olor constante a confinamiento. Me lo ofrecieron después de cinco años pagando más que cualquiera de ellos. Después de los turnos dobles que hice para ayudar cuando Julio estaba sin trabajo. “O si no lo crees”, añadió Mariana, cruzándose de brazos, “siempre puedes buscar algo tú mismo”. A tus treinta y tantos, ya deberías poder hacerlo.
Miré las caras buscando algo de vergüenza. No había nada. Solo excusas. Nada más que conveniencia.
Respiré hondo. Me obligué a sonreír, aunque me temblaba la mandíbula por dentro.
—Tienes razón.
—¿Qué? —preguntó Clara, sorprendida.
—Me voy hoy mismo. No volveré a pisar esta casa. Y no te preocupes, no volveré a pagar ni un céntimo de esta hipoteca.
—¿Hipoteca?
—¿De verdad creías que el dueño te dejaría quedarte sin mi firma en el contrato? —A media vuelta—. Que estén todos bien.
Esa misma tarde crucé la ciudad y activé la cerradura electrónica de mi pequeño estudio oculto en el segundo piso de un edificio antiguo. Lo había alquilado a escondidas, con la intención de tener un espacio para mis proyectos artísticos. Ahora se ha convertido en mi refugio.
No he contestado más. Llamadas. No dejaron dirección.
Seis meses después, llamaron a mi puerta bajo la lluvia, mojados, temblando, con una carta de desalojo en la mano. Querían quedarse “solo unas semanas” a cambio de lo que él pudiera cobrarles. Me suplicaron, con la misma voz con la que antes me habían despedido con una sonrisa.
No abrí.
Y nunca lo haré.