—Es demasiado grande, no podré con él —dijo la novia al granjero gigante. Pero él…

—Es demasiado grande, no podré con él —dijo la novia al granjero gigante. Pero él…

Laurinda y el Gigante de Piedra: Una Historia de Amor en el Sertón

El viento cálido del sertón levantaba el polvo del camino mientras Laurinda, con su vestido simple ondeando, miraba con el corazón acelerado la inmensidad de la hacienda. El portón era tan alto como la torre de la iglesia de su pueblo, y en la veranda del enorme caserón, un hombre de hombros anchos y sombrero de ala ancha la observaba en silencio. Era Vicente da Almeida, conocido como el “Gigante de Piedra”, dueño de miles de cabezas de ganado y de una soledad que nadie se atrevía a romper.

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Con una pequeña maleta en la mano, donde llevaba dos vestidos, un perfume barato y una foto amarillenta de su madre, Laurinda apenas entendía cómo había llegado allí. Solo sabía que necesitaba empezar de nuevo.

—¿Es usted la novia? —preguntó Vicente con voz grave, apoyando las manos en el cinturón.

Laurinda tragó saliva y asintió.

—Sí, señor. Me enviaron por el anuncio.

—Entonces, bienvenida. Aquí las cosas son simples, pero honestas.

Sin decir más, él se dio la vuelta y entró en la casa. Laurinda se quedó parada, sin saber si debía seguirlo. El caserón era enorme, de paredes blancas y ventanas grandes, y el aroma a café fresco llenaba el aire.

Una mujer mayor apareció en la puerta de la cocina, secándose las manos en un delantal.

—Dios te bendiga, niña. Soy doña Zefa. Dame esa maleta, yo me encargo.

Laurinda sonrió tímidamente.

—Gracias, señora.

—Señora, nada. Llámame Zefa. Aquí todos somos iguales.

Pero Laurinda sentía que en esa casa nadie era igual a Vicente. Todo en la hacienda parecía girar en torno a él: los retratos en las paredes, las botas alineadas junto a la puerta, el sombrero colgado en el perchero. Incluso el silencio parecía obedecerle.

Los primeros días, Laurinda se sentía perdida en la inmensidad de la hacienda. Había caballos, vacas, gallinas y una huerta tan grande como el campo de fútbol de su pueblo. Cada paso que daba le recordaba las palabras que había dicho al llegar: “Es demasiado grande, no voy a poder con todo”. Pero lo intentó. Ayudaba en la cocina, cosía, limpiaba, y por las noches escribía en un cuaderno que había traído consigo: “Soy una novia por contrato, pero mi corazón no entiende de papeles”.

Vicente la observaba de lejos. Al principio, pensó que era demasiado frágil, una de esas mujeres de ciudad que se rinden ante el primer cansancio. Pero ella lo sorprendió. Al tercer día, se levantó a las cinco de la mañana para ayudar a los vaqueros a ordeñar las vacas. Volvió cubierta de polvo, pero con una sonrisa en el rostro.

—Nunca vi a una mujer de ciudad hacer eso —comentó él.

—Yo tampoco nunca vi a un hombre tan alto como usted —respondió ella sin pensar.

Vicente soltó una risa corta.

—Acostúmbrese. Aquí hasta el sol parece más cerca.

Con el paso de los días, la convivencia fue moldeando el silencio entre ellos. Vicente era duro, práctico, pero justo. Laurinda era dulce, trabajadora y llena de preguntas. A veces, él la encontraba sentada en la veranda, mirando el horizonte.

—¿Qué tanto mira, muchacha?

—El futuro, señor Vicente.

—Cuidado. Quien mira demasiado al futuro olvida vivir el presente.

Una tarde, un temporal se formó en el cielo. Laurinda corrió a recoger la ropa del tendedero, pero resbaló en el barro. Vicente, que venía del corral, la vio caer y corrió a ayudarla. La levantó con un solo brazo, como si fuera una niña.

—¿Está entera?

—Creo que sí. Solo mi orgullo quedó en el lodo.

Él rió.

—Eso es fácil de limpiar.

Esa noche, Laurinda encendió una lámpara y vio a Vicente sentado en la cocina, reparando una silla de montar.

—¿Usted nunca duerme? —preguntó.

—Quien tiene mucha tierra que cuidar no puede darse ese lujo.

—¿Y quien tiene mucha soledad?

Vicente levantó la vista, sorprendido.

—Esa es la más difícil de cuidar.

Fue la primera vez que habló de su esposa fallecida. Hacía años que ella había muerto, y desde entonces, Vicente se había refugiado en el trabajo. Laurinda lo escuchó en silencio, con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Aún la ama? —preguntó con cautela.

—Uno nunca deja de amar a quien marcó su corazón. Pero a veces, Dios envía a alguien para cuidar lo que quedó.

Esas palabras quedaron resonando en la mente de Laurinda durante días. Cada gesto de Vicente, cada silencio, parecía una invitación a entender al hombre detrás del mito del “Gigante de Piedra”.

Una mañana, Laurinda se levantó temprano y vio el amanecer en el corral. Vicente estaba allí, sin camisa, limpiando el comedero de las vacas. El sudor brillaba en su piel tostada por el sol, y el viento traía el aroma de pasto y tierra húmeda. Ella desvió la mirada, confundida por lo que sentía. No era miedo, era algo diferente, algo que le calentaba el pecho.

—¿Quiere café? —preguntó, acercándose.

—Quiero, sí.

Él aceptó el vaso que ella le ofreció y bebió en silencio.

—¿Alguna vez ha pensado en ir a la ciudad? —preguntó ella.

—La ciudad no es para mí, Laurinda. Allí el hombre se pierde de sí mismo. Aquí sé quién soy.

Esa tarde, llegó un abogado con los papeles del contrato de matrimonio. Laurinda tragó saliva.

—¿Es hoy, entonces? —preguntó.

Vicente asintió.

—Solo si usted quiere.

—¿Y si digo que tengo miedo?

—Yo también lo tengo —respondió él, con una leve sonrisa—. Pero el coraje es eso, seguir adelante aunque uno tiemble.

El matrimonio fue sencillo, en la pequeña iglesia de San Mateo, con apenas unos pocos invitados y el repique del campanario anunciando la unión. Laurinda llevaba un vestido blanco prestado y un ramo de flores silvestres. Vicente vestía el único traje que usaba para las subastas.

Cuando el sacerdote preguntó si aceptaba, Laurinda respiró hondo.

—Acepto —dijo con voz firme.

Vicente tomó su mano con fuerza y respondió:

—Yo también.

Después de la ceremonia, regresaron a la hacienda. Laurinda miraba todo como si fuera la primera vez: el caserón, el campo, el aroma a tierra. Ahora todo aquello también era suyo.

Esa noche, mientras miraba las estrellas desde la veranda, Vicente se acercó en silencio.

—¿Está arrepentida? —preguntó.

—No, solo intento entender el tamaño de todo esto.

—Créame, Laurinda. Las cosas grandes se doman poco a poco.

Él se fue a dormir, y ella se quedó allí, con el corazón latiendo fuerte. Por primera vez, no se sentía sola en el mundo.

La historia de Laurinda y Vicente continuó creciendo como las raíces profundas de un árbol en el sertón. Entre desafíos, silencios y pequeñas victorias, ambos aprendieron que el amor no siempre llega con fuegos artificiales, sino con la constancia de quien está dispuesto a quedarse.

Laurinda, que al principio pensó que no podría con la inmensidad de la hacienda, descubrió que lo que realmente era grande era el amor que había encontrado en el corazón de un hombre que, como la tierra, necesitaba tiempo y cuidado para florecer.

Y así, en medio del canto de los gallos, el aroma del café y los atardeceres dorados, dos almas solitarias encontraron en el sertón un amor tan vasto como el horizonte.

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