LA BODA QUE LE DEVOLVIÓ EL NOMBRE
Aileen Delacroix regresó a ese viejo muelle de madera por primera vez en veinte años. Caminaba lentamente, sosteniendo su vestido de novia con una mano y con la otra apoyada en el brazo de su hermano, Lucien, quien apenas la reconoció tras el velo y su recién descubierta dignidad. Aquello no era solo una boda. Era un acto de renacimiento.
Nadie lo dijo en voz alta, pero todos sabían lo que ese lugar significaba para ella. A los dieciséis años, un grupo de chicos la empujó al agua entre risas, mientras le gritaban que nadie amaría jamás a “la hija del alcohólico del pueblo”. La inundaron de miedo, vergüenza y un silencio que duraría años. Aileen huyó poco después, con una maleta y el corazón roto, prometiendo no volver jamás.
Pero el tiempo es un escultor paciente. En Montreal, encontró trabajo en una biblioteca, luego estudió, escribió cuentos infantiles y ayudó a jóvenes con historias similares a las suyas. Se convirtió en la mujer que habría necesitado de niña. Y entonces, un día, apareció Ethan: tranquilo, con manos de músico y una mirada que no pedía explicaciones. La escuchaba cuando quería hablar del pasado y la abrazaba cuando se interrumpía entre frases que no había dicho en años.
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—¿Dónde quieres casarte? —le preguntó una noche.
Ella lo miró fijamente un buen rato, como si pudiera sopesar la locura de la idea antes de pronunciarla.
—En el muelle. Donde me destrozaron. También quiero que sea el lugar donde me reconstruya.
Ethan no lo dudó. Simplemente sonrió.
La gente no era la misma. El café de la esquina tenía otro dueño, la panadería había cerrado y la vieja escuela era ahora un centro cultural. Pero algunos rostros seguían allí. Algunos más arrugados, otros cargando con el mismo silencio de siempre. Al verla bajar del coche nupcial, algunos bajaron la mirada, y otros, como la señora Beatrice —la única que años atrás le ofreció una toalla y un chocolate caliente tras el incidente—, se acercaron con lágrimas contenidas.
—Has vuelto más alta de lo que te fuiste, Aileen. Y no me refiero a la altura —susurró con una sonrisa.
La ceremonia fue sencilla. Justo al atardecer. No hubo música a todo volumen, ni discursos eternos, pero cada palabra parecía tener el peso exacto de una vida entera.
—Yo, Aileen Delacroix, te elijo a ti, Ethan, no solo para compartir mi presente, sino para sanar mi pasado contigo —dijo con voz temblorosa pero firme—. Porque amar también es eso: mirar donde otros miraban con desprecio… y elegir ver la belleza.
Al terminar la ceremonia, Aileen se quedó unos minutos sola al borde del muelle. Se quitó los zapatos, se arrancó el vestido y dejó que sus pies sintieran la madera vieja bajo sus tacones. Él miró fijamente el agua. Ya no la veía como un espejo roto, sino como un reflejo del tiempo transcurrido y de lo que había crecido en su interior.
Una chica se le acercó, con sus rizos ondeando mientras corría.
—¿Eras la chica del cuento del faro? —preguntó, sosteniendo uno de sus libros.
Aileen rió.
—Sí. Y también la del cuento interminable… hasta el día de hoy.
La chica la miró con admiración, sin saber que acababa de terminar un ciclo con una sentencia inocente.
Aileen miró al cielo, luego a Ethan, quien la esperaba con la paciencia de quien sabe que el amor es una forma de regresar.
Porque a veces, volver al lugar donde te rompieron… es la forma más hermosa de decir que ya no duele.