“La Habitación Que No Es Mía: La Decisión de Oleg”

“La Habitación Que No Es Mía: La Decisión de Oleg”

“Vacía una habitación de la casa, mis padres vivirán ahí ahora”. Mi marido me dejó ir como si fuera un hecho consumado.
Irina estaba sentada frente a su escritorio cuando llamaron a la puerta de la oficina. Oleg asomó la cabeza, observando ese espacio familiar con una mirada extrañamente nueva.

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May be an image of one or more people
—¿Puedo pasar? —preguntó, aunque ya había cruzado el umbral.
Ella asintió sin apartar la vista de la pantalla. Había heredado la casa de su tía Lida hacía cinco años. Espaciosa, luminosa, tres habitaciones. Irina había convertido una de ellas en el lugar de trabajo perfecto: el orden y el silencio reinaban en ese rincón.
—Escucha —empezó su marido, sentado en el borde del sofá—, mis padres se están quejando otra vez del ruido de la ciudad.
Irina por fin volvió con él. Después de diez años juntos, había aprendido a interpretar sus tonos. Ahora había incertidumbre en su voz.
—Mamá dice que duerme mal por el ruido —continuó Oleg—. Y papá no para de quejarse de estar harto de todo. Además, el alquiler no para de subir.
“Ya veo”, respondió ella, escuché y volvió a su trabajo.
Pero las conversaciones sobre sus padres no cesaron. Cada noche, Oleg encontraba una nueva excusa para mencionar sus problemas. Ya fuera la contaminación acústica, los ruidosos vecinos del piso de arriba o la escalera demasiado empinada del portal.
—Sueñan en silencio, ¿entiendes? —dijo una noche mientras comían—. Con paz, un verdadero hogar.
Irina masticaba despacio, pensando. Oleg nunca era hablador. Esa repentina atención a los problemas ajenos le parecía extraña.
—¿Y qué sugieres? —preguntó con cautela.
—Nada especial —se encogió de hombros—. Solo pienso en ellos.
Una semana después, Irina notó que su marido entraba en su oficina con más frecuencia de lo habitual. Al principio, con el pretexto de buscar documentos; después, sin motivo aparente. Se apoyaba contra la pared, como si estuviera midiendo algo con la mirada. —Bonita habitación —comentó una tarde—. Luminosa y espaciosa.
Levantó la vista de los papeles. Había algo nuevo en su tono. Algo que evaluar.
“Sí, me gusta trabajar aquí”, respondió.
“¿Sabes?”, dijo Oleg acercándose a la ventana, quizá deberías considerar mudarte al dormitorio. Podrías instalar tu espacio de trabajo allí también.
Algo se apoderó de Irina. Soltó el bolígrafo y miró fijamente a su marido.
—¿Por qué debería mudarme? Estoy cómoda aquí.
—Bueno, no lo sé —susurró—. Solo estaba pensando en ello.
Pero la idea de mudarse ya no la abandonaba. Irina empezó a notar cómo Oleg miraba alrededor de su oficina, reorganizando mentalmente los muebles. Cómo se detenía en la puerta, como si ya viera algo diferente allí.
—Mira —dijo días después—, ¿no crees que es hora de vaciar tu oficina? Por si acaso.
La pregunta parecía obvia. Irina estaba indecisa. —¿Por qué debería despejar la habitación? —respondió con más fuerza de la que quería.
—Quizás necesitemos una habitación para recibir visitas.
Pero ella ya lo entendía. Todas esas conversaciones sobre tus padres, esas bromas informales de oficina: partes de un mismo plan. Un plan en el que, por alguna razón, su opinión no contaba.
—Oleg —dijo lentamente—, dime con claridad: ¿qué pasa?
Se giró hacia la ventana, evitando su mirada. El silencio se había prolongado. Irina comprendió: algo ya estaba decidido. Sin ella.
—Oleg —repitió con firmeza—. ¿Qué pasa?

Su marido se giró lentamente, con una expresión incómoda y congelada en el rostro. Pero había decisión en sus ojos.
—Mis padres están cansados ​​del bullicio de la ciudad —empezó con cautela—. Necesitan paz, ¿sabes?

Irina se levantó del escritorio. La ansiedad crecía en su interior, por el chico al que había intentado ignorar durante semanas.
—¿Y qué propones? —preguntó, aunque yo ya lo intuía. “Somos una familia”, dijo Oleg, como si eso lo explicara todo. Tenemos una habitación extra.
Extra. Su oficina. Su refugio. Su espacio, una habitación extra. Irina apretó los puños.
—No es una habitación extra —dijo lentamente—. Es mi oficina.
—Sí, pero también puedes trabajar en el dormitorio —Oleg se encogió de hombros—. Y mis padres no tienen adónde ir.
La frase sonaba ensayada. Irina sabía que no era la primera vez que tenían esa conversación, solo que no con ella.
—Oleg, esta es mi casa —dijo tajante—. Y no acepté que tus padres se mudaran.
—Pero no te molesta, ¿verdad? —respondió con tono molesto—. Somos familia, ¿verdad?
Otra vez esa excusa. Familia, como la pertenencia, que te apaga la voz automáticamente. Irina se inclinó hacia la ventana, intentando calmarse.
—¿Y si me opongo? —preguntó sin responder. —No seas egoísta —estalló Oleg—. Estamos hablando de personas mayores.
Egoísta. Por no querer ceder su espacio. Pensar que estas decisiones requieren diálogo. Irina se volvió hacia su marido.
—¿Egoísta? —repite—. ¿Por querer que mi opinión importe?
—Vamos —no tienes importancia—. Es un deber familiar. No podemos abandonarlos.
Deber familiar. Otra sentencia para silenciarla. Pero Irina ya no se callaba.
—¿Y qué hay de mi deber conmigo misma? —preguntó.
—Deja de ser dramática —desestima

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