“La Última Gota: Cuando la Familia se Convierte en Extraños”
Tres semanas después de que mis padres entregaran, sin decirme nada, el pequeño almacén que yo había reconstruido durante años a mi primo Esteban, me invitaron a una “cena familiar” en lo que solía ser nuestro viejo barrio, entre calles llenas de ladrillos descoloridos, ventanas tapiadas y basura apilada en cajas rotas.
.
.
.

Sentados frente a un estofado frío en platos de porcelana agrietados, el silencio se tensaba como los cables del viejo televisor colgado en la pared. Finalmente, mi madre carraspeó. “Lucas, sabes que Esteban ha estado luchando por empezar su negocio… necesita un lugar.”
Mi padre interrumpió con voz áspera. “Y no podemos seguir en ese apartamento diminuto. Teníamos que hacer algo.”
Los miré fijamente, sin responder. Mi madre sonrió con esa expresión azucarada que siempre usaba cuando venía una petición disfrazada de favor. “Así que… decidimos que tú podrías hospedarnos por un tiempo. Solo mientras nos acomodamos.”
Solté la cuchara. “Solo para entender. Le dieron mi almacén, en el que trabajé y que reconstruí ladrillo por ladrillo durante seis años a Esteban. ¿Y ahora también quieren mudarse a mi departamento?”
Papá frunció el ceño. “Lucas, no hagas una tormenta de esto. Es momentáneo.”
Esteban intervino sin perder tiempo. “¡Ni siquiera lo usabas para nada importante! Era solo trastos viejos.”
Algo en mí se rompió. “¿En serio? Ese lugar era mi taller, mi espacio. Cada máquina, cada rincón lo levanté yo.”
La cara de mi madre se tornó blanca. “No pensarás dejar a tus propios padres en la calle, ¿verdad?”
“Eso es exactamente lo que pienso. No.”
El silencio golpeó como un portazo. Hasta que Esteban dio una palmada sobre la mesa. “¡Siempre tan egoísta! ¡Te duele porque ellos me quieren más!”
Lo miré fijamente, una extraña sensación de calma recorrió mi pecho. “Si tanto se quieren, ¿por qué no te los llevas tú? Tu nuevo local tiene espacio de sobra.”
No tuvo respuesta. Tomé mi chaqueta y salí, dejando atrás ese olor a comida rancia y palabras viejas.
Durante los siguientes diez días, no respondí ni una llamada. Disfrutaba la tranquilidad de mi propio rincón en la ciudad, hasta que una tarde, en medio del trabajo, mi celular vibró.
Era una alerta de mi sistema de seguridad. Movimientos detectados. Cámara del pasillo. Rápidamente abrí la aplicación.
Y ahí estaban. Mi madre, mi padre… y Esteban, cargando cajas. Dentro de mi departamento. Llave copiada, sin permiso.
El corazón me golpeó las costillas. La última imagen captada: Esteban sonriendo mientras abría la nevera. Se sirvió agua. Como si fuera dueño de todo.
Y por primera vez en mi vida, los odié a todos.