LA VOZ QUE RESONABA EN LA SELVA

LA VOZ QUE RESONABA EN LA SELVA

Cuando Celestine tenía doce años, creía que la radio era magia.

Vivía con su abuela en una aldea remota de Camerún, en una cabaña de barro rodeada por la selva. No había electricidad, ni carretera, ni agua corriente. Pero sí había una vieja radio a pilas que el abuelo había dejado antes de morir.
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—Esa voz que escuchas —decía la abuela— es la prueba de que hay otro mundo allá afuera. Y tú puedes llegar a él.

Celestine escuchaba cada noche una emisora lejana que hablaba en francés, aunque apenas lo entendía. Imitaba los sonidos, repetía palabras, y poco a poco, aprendió sola a hablar.

Cuando cumplió dieciséis años, se escapó a la ciudad más cercana. Llevaba una mochila con tres camisetas, una libreta, y la radio. Nada más.

Durmió los primeros días en el porche de una iglesia. Luego, una monja le ofreció comida caliente y un colchón en el suelo.

—¿Y tú qué quieres hacer, niña?

—Quiero ser la voz de esa radio. Quiero hablarle al mundo.

La monja sonrió.

—Primero tendrás que aprender a leer, ¿no?

Celestine aprendió a leer en tres meses. A escribir, en cinco. Pero a hablar… eso ya lo sabía.

Un día, mientras ayudaba a barrer el patio del convento, escuchó en la radio local que buscaban voluntarios para prácticas.

Se presentó con su libreta. Llevaba escritos pequeños discursos que había memorizado. El director de la emisora, un hombre mayor de rostro severo, la miró con escepticismo.

—¿Y tú qué sabes del mundo?

Ella lo miró a los ojos.

—Lo que sé no lo he leído en los libros. Lo he vivido. Pero si me deja hablar, se lo demuestro.

Le dieron cinco minutos al aire. Celestine habló de la lluvia en la selva, del olor a leña mojada, de las noches con estrellas tan grandes que parecían lámparas encendidas. Habló con el alma.

Cuando terminó, hubo silencio en la cabina.

—¿Y eso lo escribiste tú? —le preguntó el técnico.

—No. Lo viví.

Pasaron los años. Celestine estudió periodismo en la capital. Becada por una ONG, se fue a Francia. Aprendió a usar cámaras, a escribir reportajes, a hablar con políticos y sobrevivientes de guerras.

Nunca olvidó la radio. Nunca olvidó la aldea.

Regresó a Camerún con un sueño: construir una emisora comunitaria en su tierra natal, alimentada por energía solar, donde los niños pudieran aprender, contar historias, conectar con el mundo.

El día de la inauguración, su abuela —ya muy anciana— fue llevada en silla de ruedas al pequeño estudio de madera.

—¿Te acuerdas cuando decías que esas voces eran magia? —le dijo Celestine.

—Y lo eran —respondió la abuela, apretando su mano—. Pero hoy la magia eres tú.

Celestine encendió el micrófono. El piloto rojo se iluminó.

—Aquí habla Celestine, desde el corazón de la selva. A todos los que alguna vez sintieron que nadie los escuchaba: ésta es su emisora. Porque sus voces también importan. Porque incluso los rincones más olvidados pueden brillar con fuerza propia.

Y entonces, en casas de barro, entre hojas de palma, junto a fogatas encendidas, cientos de radios antiguas empezaron a sonar al mismo tiempo.

Y por primera vez, la selva no solo escuchaba. También hablaba.

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