Me casé con mi vecino de ochenta y dos años para evitar que lo llevaran a una residencia, y mi vida dio un giro inesperado
Cuando todo comenzó
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—¡Estás completamente loca, Mariana! —me gritó mi hermana, casi derramando su café.
Me encogí de hombros. —Tiene ochenta y dos años, no ochenta y dos enfermedades.
Todo empezó tres meses antes, en nuestro pequeño edificio tranquilo de Buenos Aires. Mi vecino, Ernesto, un anciano de voz ronca pero llena de dulzura, vivía solo desde la muerte de su esposa. Sus hijos solo lo visitaban dos veces al año, lo justo para comprobar que seguía respirando y echar un vistazo a su casa.
Ese día, los oí discutir acaloradamente en el jardín.
—Papá, ya no puedes vivir solo, a tu edad.
—Cocino, camino, miro mis series. Estoy viejo, no enfermo.
Esa misma noche, Ernesto golpeó mi puerta con una botella de vino en la mano y una expresión preocupada.
—Mariana, tengo una idea un poco loca que proponerte…
Dos copas después, me había pedido que me casara con él.
Una propuesta fuera de lo común
Me explicó, algo avergonzado, que sus hijos querían internarlo en una residencia médica. Pero si estaba casado, la ley complicaría mucho esa decisión.
—Sería un matrimonio en el papel. Tú seguirías con tu vida, yo con la mía. Pero evitaría el aislamiento.
Me reí, creyendo que era una broma. Luego vi el miedo en sus ojos. No era un capricho: era un grito del alma.
Vivía sola desde hacía años, trabajaba como diseñadora gráfica hasta medianoche y compartía mis comidas con la televisión. De pronto, ese anciano de sonrisa tierna me ofrecía un extraño pacto… de compañía y libertad.
Tres semanas después, estábamos ante el oficial del registro civil.
Él con un traje de otro siglo, yo con un vestido que nunca me había atrevido a usar. Dos vecinos fueron nuestros testigos, divertidos ante aquella unión improbable.
—Puede besar a la novia —dijo el funcionario. Ernesto me besó en la mejilla, tembloroso.
—Es lo más audaz que hago desde 1968 —susurró riendo.
Una vida en pareja llena de ternura
Esperaba una convivencia difícil, pero la vida juntos se volvió cálida y sorprendentemente equilibrada. Ernesto era ordenado, se levantaba a las seis para hacer estiramientos, preparaba el desayuno y leía el periódico en voz alta.
Yo trabajaba hasta tarde, bebía café frío y olvidaba ordenar.
—Tu café, Mariana, es un crimen contra la salud —decía cada mañana.
—Tus cinco flexiones no cuentan como deporte —le respondía al instante.
Poco a poco creamos una rutina hecha de risas y respeto.
Los domingos, él preparaba un delicioso guiso, receta de su difunta esposa. Mientras cocinaba, me contaba su juventud, sus viajes y a su hija querida, que vivía en el extranjero.
—Lo peor de envejecer no es que el cuerpo falle —decía a menudo—.
Es cuando la gente deja de verte como una persona.
Esas palabras me marcaron. Porque a través de él aprendí el valor de la bondad y del vínculo humano, mucho más fuerte que el miedo al qué dirán.
El día que sus hijos golpearon la puerta
Un mes después de nuestro matrimonio, sus hijos regresaron furiosos.
—¡Esto es una estafa! ¡Ella se aprovecha de ti! —gritó su hijo.
Desde la cocina, Ernesto respondió con calma:
—Te escucho perfectamente, Osvaldo. Y no, no estoy loco.
Yo contesté sin alzar la voz:
—No gano nada, salvo un amigo. Alguien que se preocupa si llego tarde, que comparte mis comidas, mis domingos, mis películas.
Se marcharon ofendidos. Ernesto puso dos tazas de café sobre la mesa.
—Mis hijos piensan que he perdido la cabeza —suspiró.
—Tus hijos ya no te conocen —murmuré.
—Quizá. Pero tú me escuchas. Eso ya es mucho.
Un matrimonio no tan falso
Los meses pasaron. Ernesto sigue levantándose temprano, yo sigo quejándome del trabajo. Compartimos nuestros pequeños defectos con humor y nuestras comidas con ternura. Él dice que soy la prueba de que, a cualquier edad, la familia puede recrearse, incluso sin lazos de sangre.
No tenemos hijos juntos, pero cada domingo siento que he recuperado una forma de equilibrio, una salud del corazón que hacía mucho había perdido.
Conclusión
Hoy, seis meses después de aquel matrimonio improbable, sé que esa locura fue la decisión más humana de mi vida.
Me casé con un hombre anciano para ayudarlo a seguir libre, y a cambio, él me enseñó el valor del tiempo, de la risa y del amor en todas sus formas.
Porque, en el fondo, la verdadera juventud no se mide en años, sino en la altura del corazón y en la ternura compartida.