“Me dê um filho e eu lhe darei a liberdade… Pero una noche la mujer se enamoró perdidamente

“Me dê um filho e eu lhe darei a liberdade… Pero una noche la mujer se enamoró perdidamente

El pacto del desierto

En el polvo rojo del desierto de Sonora, donde el sol quema como hierro al rojo vivo y los coyotes aúllan como almas en pena, cabalgaba un hombre conocido como El Negro. Su nombre real era Jamal, esclavo fugado de las plantaciones del sur, que había cruzado la frontera hacia México huyendo de los cazadores de recompensas.

.

.

.

Alto, musculoso, con cicatrices que contaban historias de látigos y cadenas, Jamal se había convertido en pistolero legendario en las tierras áridas de Chihuahua. Montaba un caballo negro como la noche y su revólver colgaba bajo, listo para escupir muerte. Pero esa noche, bajo una luna llena que pintaba el paisaje de plata, todo cambió.

Jamal galopaba hacia un rancho abandonado, perseguido por una banda de forajidos liderados por el cruel Don Víctor, acendado que gobernaba el valle con puño de hierro. En el rancho, escondida en un sótano polvoriento, estaba Elena, hija de un minero español, capturada meses atrás. Elena era una mujer de ojos azules como el cielo de medianoche, cabello rubio enmarañado por el cautiverio y un espíritu indomable que la mantenía viva.

Jamal irrumpió en el rancho como un torbellino, su caballo relinchando mientras desmontaba. Escuchó un gemido desde el sótano, bajó las escaleras crujientes, revólver en mano, y allí la encontró atada a un poste, moretones en los brazos y vestido rasgado. Don Víctor la había secuestrado para usarla como moneda de cambio en sus tratos sucios, pero Jamal, que había oído rumores en un salón fronterizo, decidió liberarla. No por bondad, sino porque necesitaba una aliada para escapar al norte.

—Dame un hijo y te daré la libertad —le dijo Jamal con voz grave, sus ojos negros clavados en los de ella.

Era una propuesta cruda, nacida de la desesperación. En esas tierras salvajes, un hijo significaba legado, un ancla en un mundo que lo había despojado de todo. Elena, temblando, lo miró con horror. Libertad a cambio de su cuerpo.

El aire se espesó con el silencio, roto solo por el viento que aullaba afuera. Elena escupió al suelo.

—¡Eres peor que mis captores! —gritó, su acento español cortante como un cuchillo.

Pero no había escapatoria. Jamal la desató y juntos huyeron en la noche, cabalgando hacia las montañas donde los bandidos no se atreverían a seguir. El desierto era un laberinto de cactus y rocas afiladas, cada paso una apuesta contra la muerte.

Días después, acampados en una cueva oculta, la tensión entre ellos explotó. Jamal, con el torso desnudo brillando al fuego, le contó su historia: nacido en cadenas en Luisiana, fugado durante una revuelta, cruzando ríos infestados de cocodrilos. Elena habló de su padre, asesinado por Don Víctor por una mina de plata. Pero ambos sabían que el pacto pendía como una soga.

Una noche, mientras el viento ululaba como un demonio, Elena sintió un escalofrío. Jamal dormía, su pecho subiendo y bajando como olas en un mar tormentoso. Ella se acercó, atraída por una fuerza invisible. Sus dedos rozaron su piel y de repente el mundo se volcó. Elena cayó en sus brazos, sus labios buscándolo con una pasión que la consumió. Era amor o locura.

Jamal abrió los ojos sorprendido y la atrajo hacia sí. El pacto se transformó en algo más profundo, más peligroso. Al amanecer, el amor había nacido, pero con él vino el peligro.

Don Víctor los rastreaba, sus hombres armados con rifles Winchester y machetes. En un pueblo fantasma llamado El Diablo’s Walk, Jamal y Elena se escondieron en una cantina abandonada. Allí, entre botellas rotas y mesas volcadas, hicieron el amor por primera vez.

—No necesito un hijo para quedarme —susurró Elena—. Te quiero libre como yo.

Pero el destino es cruel en el viejo oeste. Un traidor en el pueblo, un vaquero borracho pagado por Don Víctor, los delató. Al mediodía, el sonido de cascos retumbó como truenos. Jamal sacó su revólver cargado con balas de plata robadas de una mina.

—¡Quédate atrás! —gritó a Elena, quien empuñaba un rifle viejo.

La balacera fue un infierno. Balas silbaban como serpientes rebotando en las paredes de adobe. Jamal abatió a tres hombres de un tiro, su puntería legendaria. Pero Don Víctor, gigante de bigote espeso y ojos de víbora, disparó desde la azotea. La bala rozó el hombro de Jamal, sangre brotando como río rojo. Elena, con el corazón latiendo como tambor de guerra, apuntó y disparó. El tiro alcanzó a Don Víctor en el pecho, pero no antes de que él lanzara un cuchillo que se clavó en su pierna.

Heridos, huyeron al cañón donde el río Bravo rugía como bestia. Jamal vendó la herida de Elena.

—El pacto —murmuró él.

—Olvídalo —dijo ella, besándolo con fiereza.

Pero el amor los había cegado. En la noche, mientras acampaban, un escorpión picó a Jamal en el pie. El veneno corrió por sus venas como fuego líquido. Elena, desesperada, chupó la herida, escupiendo el mal.

—No te mueras —suplicó, lágrimas mezcladas con sudor.

Jamal sobrevivió, pero el veneno lo debilitó. Al día siguiente cruzaron el río hacia Texas, donde la ley estadounidense los esperaba con recompensas. En un salón de frontera, lleno de humo y risas roncas, supieron que Don Víctor no estaba muerto. Sobrevivió y ahora ofrecía mil pesos por sus cabezas.

La persecución se intensificó. Cabalgando por praderas interminables, perseguidos por una tormenta de arena que borraba sus huellas, Elena y Jamal se convirtieron en leyendas: ella, la mujer blanca enamorada del pistolero negro; él, el fugitivo que la liberó.

Pero el amor trae traición. En un campamento de mineros, un viejo amigo de Jamal, celoso de su fortuna, los vendió. La emboscada vino al atardecer. Balas volando, caballos relinchando. Jamal mató a dos, pero una bala le atravesó el costado. Cayó, sangre tiñendo la tierra. Elena disparó hasta vaciar su arma, matando al traidor, pero los demás huyeron.

Arrodillada junto a Jamal, Elena lloró.

—Dame un hijo —susurró él, débil—, y vive libre.

Pero ella negó.

—Ya estoy libre contigo.

Milagrosamente, Jamal se recuperó en una misión abandonada, curado por una curandera indígena que les dio hierbas sagradas. Juntos planearon su venganza. Regresaron al rancho de Don Víctor, sigilosos como sombras. En la noche, infiltrados, Elena distrajo a los guardias con su belleza mientras Jamal colocaba dinamita en los establos. La explosión iluminó el cielo como sol artificial. Caos. Caballos huyendo, hombres gritando. Don Víctor salió de su hacienda, rifle en mano.

Jamal lo enfrentó en duelo al estilo viejo oeste: diez pasos, giro, disparo. La bala de Jamal acertó primero, perforando el corazón de Don Víctor, pero en su último aliento, el acendado disparó, hiriendo a Elena en el brazo.

Victoriosos, pero marcados, huyeron al norte. En las montañas de Sierra Madre encontraron paz temporal. Elena, ahora embarazada, no por pacto sino por amor, dio a luz a un hijo bajo las estrellas. Lo llamaron Libertad.

Pero el pasado no muere fácil. Años después, cuando el niño tenía cinco, cazadores de recompensas los encontraron en una cabaña remota. La familia luchó. Jamal, ahora con canas en la barba, sacó su viejo revólver. Elena, feroz como una leona, defendió a su hijo. La balacera final fue épica. Jamal cayó mortalmente herido, pero no antes de abatir al último enemigo.

Elena, sosteniendo a su hijo, vio a Jamal exhalar su último aliento. Libres al fin. Ella lloró, pero el amor perduraba. En las leyendas del desierto se cuenta de la mujer que se enamoró una noche, transformando un pacto en eterno lazo. El viejo oeste cruel y salvaje les dio libertad a través del fuego y la sangre.

Related Posts

Our Privacy policy

https://rb.goc5.com - © 2025 News