¡No Paren…Lo Necesito!Gritó la Viuda Mientras el Vaquero la Sostuvo en su Cabaña Iluminada por Velas

¡No Paren…Lo Necesito!Gritó la Viuda Mientras el Vaquero la Sostuvo en su Cabaña Iluminada por Velas

La Viuda y el Forastero

En el polvoriento pueblo de Río Seco, al sur de la frontera, donde el sol quemaba la tierra como un hierro al rojo y los coyotes aullaban promesas de muerte bajo la luna, la viuda Elena Sánchez se encontraba sola en su rancho abandonado. Su marido, el temido pistolero Juan el Maldito Sánchez, había sido colgado por un sheriff corrupto hacía apenas un año, dejando atrás un legado de sangre y secretos enterrados en el desierto.

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Elena, con sus curvas que volvían locos a los vaqueros y sus ojos negros como la medianoche, juró venganza.

Pero esa noche, mientras el viento aullaba como un fantasma, un forastero llegó cabalgando desde las sombras. Un disparo resonó en la oscuridad, rompiendo el silencio como un trueno. Elena saltó de su cama, empuñando el revólver de su difunto esposo.

—¿Quién anda ahí? —gritó, su voz temblando, no de miedo, sino de furia contenida.

Afuera, un hombre alto y musculoso desmontaba de su caballo negro con una herida sangrante en el hombro.

—No soy enemigo, señora —murmuró con acento texano, sus ojos azules perforando la noche—. Me llaman Jack, el Lobo Harlen. Me persiguen bandidos. Si me deja entrar, le juro que pagaré con mi vida.

Elena dudó, pero el olor a sangre y peligro la excitaba de una forma prohibida. Abrió la puerta de su cabaña iluminada por velas y Jack entró tambaleándose. Su camisa rasgada revelaba un torso esculpido por años de duelos y cabalgatas, músculos que se tensaban como cuerdas de guitarra bajo la piel bronceada.

Ella lo ayudó a sentarse, rasgando un trozo de su falda roja para vendar la herida. Sus dedos rozaron su piel caliente y un escalofrío la recorrió.

—¿Por qué te persiguen? —preguntó, su aliento cálido cerca de su oreja.

Jack la miró fijamente, su mano grande cubriéndola.

—Robé un tesoro de los federales, oro suficiente para comprar media Texas, pero uno de ellos me traicionó.

Sus palabras eran un susurro cargado de promesas oscuras. Elena sintió un pulso acelerado en su vientre. Hacía meses que no sentía el toque de un hombre y ese forastero olía a aventura y pecado.

De repente, un ruido fuera, cascos de caballos acercándose.

—Vienen por mí —exclamó Jack, poniéndose de pie de un salto.

Elena apagó las velas de un soplo, sumergiendo la cabaña en penumbras. Se pegaron a la ventana viendo siluetas de bandidos rodeando el rancho.

—Son los hombres del Cuervo —murmuró ella, reconociendo las bandanas negras—. El mismo que había delatado a mi marido.

Jack sacó su Colt, pero Elena lo detuvo.

—No aquí. Sígueme.

Lo llevó a un sótano oculto bajo el piso de madera, donde guardaba armas y recuerdos prohibidos. Abajo, en la oscuridad absoluta, sus cuerpos se rozaron accidentalmente. Elena jadeó sintiendo el calor de su pecho contra su espalda.

—Shh —susurró él, cubriéndole la boca con una mano callosa.

Arriba, los bandidos irrumpieron, pateando muebles y gritando maldiciones.

—Encuéntrenlo y a la viuda, tráiganla viva para divertirnos.

Elena tembló de rabia y algo más, deseo. Jack la apretó contra él, su aliento en su cuello.

—No te tocarán, prometió. Su voz ronca como grava.

Los minutos se estiraron como eternidad. Finalmente, los bandidos se fueron creyendo el rancho vacío. Salieron del sótano y Elena encendió una vela. La luz danzante iluminaba el rostro anguloso de Jack, marcado por cicatrices de batallas pasadas.

—Gracias —dijo él, acercándose.

Sus labios se encontraron en un beso feroz, inesperado, como un relámpago en el desierto. Elena se apartó jadeante.

—No, mi marido…

Pero Jack la tomó por la cintura, levantándola sobre la mesa rústica.

—Tu marido está muerto y tú estás viva, Elena. Viva y ardiendo.

Ella lo empujó, pero sus manos traicioneras se enredaron en su cabello.

—Pero necesito esto —gimió, contradiciéndose.

Jack sonrió depredador, desabrochando su vestido rojo con dedos expertos. La tela cayó, revelando su piel pálida bajo la luz temblorosa. Él la besó en el cuello, bajando por su clavícula, mientras sus manos exploraban curvas que habían estado dormidas demasiado tiempo. Elena arqueó la espalda, un gemido escapando de sus labios. Fuera el viento aullaba, pero dentro el calor era sofocante.

De repente, un disparo lejano. Jack se tensó.

—Vuelven.

Rápidamente se vistieron. Elena tomó su rifle Winchester.

—Esta vez luchamos.

Salieron a la noche ocultos tras barriles. Los bandidos, cinco en total, galopaban de regreso, liderados por el Cuervo, un hombre tuerto con una cicatriz que cruzaba su rostro como un río seco.

—¡Salgan, cobardes! —rugió.

Jack disparó primero, derribando a uno. Elena siguió su puntería letal heredada de su esposo. Balas silbaban, astillas volaban. Un bandido cayó herido, gritando.

—¡Es la viuda! ¡Mátenla!

Jack protegió a Elena con su cuerpo, recibiendo un roce en el brazo. Ella lo vengó acertando en el pecho de otro. El Cuervo cargó directamente, su caballo relinchando. Jack saltó, derribándolo en una lucha cuerpo a cuerpo. Puños volaban, sangre salpicaba la arena. Elena apuntó, pero no disparó. Quería ver sufrir al Cuervo. Jack lo dominó, estrangulándolo.

—Por mi marido —susurró Elena, pisando la mano del bandido.

Con un chasquido, Jack rompió su cuello. Los restantes huyeron aterrorizados.

De vuelta en la cabaña, adrenalinizados, se miraron.

—Eres peligrosa, viuda —dijo Jack, limpiando sangre de su rostro.

Elena se acercó, despojándolo de su camisa rota.

—Y tú eres lo que necesito.

Lo empujó contra la pared, sus labios devorando los de él. Sus cuerpos se fundieron en un torbellino de pasión, velas parpadeando como testigos mudos. Jack la levantó, llevándola a la cama de paja.

—No pares, lo necesito —gimió ella, sus uñas clavándose en su espalda.

Sus movimientos eran salvajes, como una tormenta en el desierto. Elena cabalgaba sobre él, su vestido rojo arrugado a sus caderas, mientras Jack la sujetaba con manos fuertes. Gemidos llenaban la cabaña mezclados con el crepitar de la madera. Fuera, la noche era testigo de su unión prohibida.

Al amanecer, un secreto salió a la luz. Jack no era un simple forastero. En su alforja, Elena encontró un mapa que llevaba al tesoro y a la tumba de su marido. Traición inminente.

—¿Me usaste? —preguntó, revólver en mano.

Jack se levantó desnudo, vulnerable.

—Al principio sí, pero ahora te amo, Elena.

Ella dudó, el cañón temblando. Un ruido fuera. Más bandidos atraídos por los disparos.

—Decide rápido —urgió él.

Elena bajó el arma. Juntos entonces cabalgaron hacia el desierto, persiguiendo el oro y venganza.

En una cueva oculta encontraron el tesoro, cofres de monedas brillantes. Pero también una nota de Juan: “El Cuervo me traicionó, pero el verdadero culpable es el sheriff de Río Seco.”

Regresaron al pueblo al atardecer, armados hasta los dientes. El sheriff, un hombre gordo y corrupto, los vio llegar.

—¡Alto! —gritó, sacando su placa falsa.

Jack y Elena desmontaron, rodeados por curiosos.

—Tú mataste a mi marido —acusó Elena.

El sheriff se rió.

—¿Pruebas, viuda? ¡Mentiras!

Jack sacó la nota, leyéndola en voz alta. El pueblo murmuró, recordando injusticias. El sheriff disparó, pero Elena fue más rápida, acertando en su rodilla.

—¡Caído! —confesó—. Sí, lo colgué por el oro.

La multitud enfurecida lo linchó, colgándolo del mismo árbol.

Con el oro, Elena y Jack reconstruyeron el rancho, pero la pasión no se apagó. Noches en la cabaña, bajo velas, sus cuerpos entrelazados en rituales de placer y peligro.

—No pares, lo necesito —susurraba ella cada vez, recordando esa primera noche.

Años después se convirtieron en leyendas: la viuda y el cowboy que domaron el desierto. Pero siempre en las sombras acechaban nuevos enemigos.

Un día, un mensajero llegó con una carta. El hermano del Cuervo busca venganza.

Elena sonrió, cargando su revólver.

—Que venga, estamos listos.

Su amor era fuego, forjado en balas y besos. En Río Seco, donde el sol nunca perdonaba, encontraron redención en los brazos del otro.

Y así, en el viejo oeste, donde la vida era corta y el deseo eterno, vivieron al límite, sin arrepentimientos.

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