PART5: ¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró
El Regreso de la Oscuridad
Años después de la desaparición del gigantesco mezquite, Crisóbal se había convertido en un hombre, el líder de “Las Tres Cruces”. Bajo su liderazgo, el rancho creció y se convirtió en uno de los más grandes y ricos de Sonora. Pero los recuerdos de aquella noche fatídica, cuando su padre desapareció en la luz junto con el mezquite, aún lo atormentaban cada noche.
Crisóbal se casó y tuvo tres hijos, todos tan altos y fuertes como él. Pero sabía que, por mucho que lo intentara, la oscuridad siempre estaría al acecho. Las historias de “Las Tres Cruces” continuaron extendiéndose por toda la región: de espíritus del desierto, del mezquite maldito y de la protección de Doña Refugio.
.
.
.

Una noche, mientras Crisóbal estaba sentado en su estudio, releyendo el diario de su madre, llamaron a la puerta. Era un desconocido, un hombre delgado con una capa gris, de ojos tan profundos como el desierto.
—Disculpe la molestia, señor —dijo el hombre con voz ronca—. Vine a advertirle.
Crisóbal dejó el diario y miró al hombre con recelo.
—¿Advertirme? ¿Sobre qué?
El hombre se acercó; sus fríos ojos parecían leerle la mente a Crisóbal.
—La oscuridad nunca ha abandonado esta tierra. El mezquite ya no está, pero la maldición persiste. Los espíritus del desierto están despertando. Y volverán a reclamar lo que les pertenece.
Crisóbal sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—No creo en rumores —respondió, intentando mantener la compostura—. «Las Tres Cruces» lo ha superado todo.
El hombre sonrió levemente y colocó un objeto sobre la mesa frente a Crisóbal: un collar de plata con un colgante en forma de mezquite.
—Quizás no lo creas, pero sí —dijo el hombre, luego se dio la vuelta y salió, desapareciendo en la oscuridad.
Las primeras señales
Tras aquel extraño encuentro, comenzaron a ocurrir fenómenos inusuales en el rancho. El ganado se asustaba por las noches, corriendo sin rumbo como si algo invisible lo persiguiera. Los vaqueros empezaron a oír llamadas provenientes del desierto, voces que susurraban en una antigua lengua yaqui que nadie podía entender.
Una mañana, cuando Crisóbal y los vaqueros fueron a inspeccionar el rancho, descubrieron algo espantoso: en el suelo, donde antes se alzaba el mezquite, había huellas gigantes. Huellas tan grandes que no podían pertenecer a ningún humano ni animal.
—Han vuelto —susurró un vaquero, con los ojos desorbitados por el miedo.
Crisóbal intentó tranquilizar a todos, pero en el fondo sabía que las advertencias del hombre gris no eran infundadas.
La Maldición del Desierto
Esa noche, Crisóbal decidió adentrarse solo en el desierto en busca de respuestas. Tomó el rifle de su padre, una linterna y el diario de su madre. Caminó durante horas, hasta que la luz de la luna iluminó un lugar extraño: un gran círculo de piedras, rodeado de huellas gigantes.
En el centro del círculo, un pequeño mezquite brotaba del suelo, con sus ramas retorcidas como si descendieran del infierno. Crisóbal se acercó, y en cuanto tocó el tronco, un destello de luz lo envolvió y fue transportado a otro mundo.
El Reencuentro con Doña Refugio

Cuando Crisóbal abrió los ojos, se encontró en medio de un vasto desierto, pero no el desierto que conocía. El suelo brillaba y el cielo estaba repleto de estrellas que giraban como un torbellino. Ante él apareció una figura alta.
—¿Madre? —susurró Crisóbal, sin poder creer lo que veía.
Doña Refugio permanecía allí, tan alta y majestuosa como la recordaba. Pero ya no era mortal. Resplandecía, como si todo su cuerpo estuviera hecho de la luz del sol y la luna.
—Crisóbal —dijo ella, con voz atronadora—. Has obrado bien, pero la oscuridad no ha terminado.
—Madre, no entiendo. ¿Por qué sigue la maldición?
Doña Refugio miró a su hijo pensativa.
—Esta tierra no nos pertenece. Pertenece al desierto, a los espíritus que la han protegido durante siglos. Tu padre y yo cometimos un error al intentar tomarla. Pero ahora tienes la oportunidad de enmendarlo.
—¿Cómo? —preguntó Crisóbal, desesperado.
—Debo hacer un sacrificio —dijo Doña Refugio—. Un gran sacrificio, para devolver esta tierra a sus legítimos dueños.
Una difícil decisión
Crisóbal regresó al rancho con el corazón apesadumbrado. Sabía que el sacrificio del que hablaba su madre no era fácil. Podía costarle la vida, o la de sus seres queridos. Pero si no se hacía nada, «Las Tres Cruces» sería destruida por la oscuridad.
Reunió a todos los vaqueros y a su familia, y les contó lo sucedido.
—Debemos elegir —dijo—. O luchamos para proteger el rancho, o aceptamos que esta tierra no nos pertenece.
Los vaqueros se miraron entre sí, asustados pero decididos.
—Señor —dijo uno—. Lucharemos. Este es nuestro hogar.