Ranchero Solitario Llamó y Dijo “Me Dijeron Que Necesitas un Ranchero” — Pero la Viuda Vio Su…
El Secreto de la Viuda de Sonora
El sol se hundía en el horizonte como una bala perdida, tiñendo el desierto de Sonora de un rojo sangre que hacía que las sombras parecieran cuchillos listos para clavarse. La viuda Elena Ramírez, con el vestido negro aún manchado de tierra del entierro de su marido, estaba sola en la ranchería abandonada, rodeada de cactus que susurraban secretos al viento. El silencio era tan profundo que podía escuchar el latido de su propio corazón, un tambor de guerra apagado.
.
.
.

De repente, un golpe seco en la puerta de madera astillada la hizo saltar. Abrió apenas una rendija y lo vio: un ranchero alto con sombrero polvoriento y ojos que brillaban como el cañón de un revólver.
—Me dijeron que necesita un ranchero —dijo con voz ronca.
Pero Elena vio el tatuaje en la muñeca, una serpiente enroscada alrededor de una cruz rota, el mismo que había visto en el brazo del hombre que mató a su esposo. El corazón le latía como un caballo desbocado. ¿Cómo podía ser?
Su marido, José, había sido asesinado hacía apenas una semana por un bandido en las afueras de Hermosillo, y ahora este extraño aparecía en su puerta ofreciendo ayuda, con la marca del asesino en la piel.
—Pase —murmuró Elena, fingiendo calma mientras su mano se deslizaba hacia el rifle escondido detrás de la cortina.
El ranchero, que se presentó como Diego Vargas, entró con pasos pesados, sus botas dejando huellas de polvo rojo en el suelo de adobe. Era guapo, de eso no cabía duda, con barba de varios días y una cicatriz que le cruzaba la mejilla como un río seco. Pero Elena no era tonta. En esas tierras salvajes, la belleza ocultaba veneno.
Mientras preparaba café en la estufa de leña, Elena observaba a Diego de reojo. Él se sentó en la mesa rústica, quitándose el sombrero y revelando cabello negro como la noche.
—Vine de Nogales —explicó—. Escuché que la viuda Ramírez necesitaba manos para el ganado. Los coyotes andan sueltos y los bandidos peor.
Elena sirvió el café humeante, notando cómo sus dedos rozaban los de él al pasarle la taza. Un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Coincidencia o amenaza?
José había muerto defendiendo el rebaño de un asalto y el asesino había huido hacia el norte. Pero ese tatuaje lo había descrito el vaquero que encontró el cuerpo: una serpiente que mordía su propia cola, símbolo de los renegados del desierto, una banda que aterrorizaba la frontera.

La noche cayó como un manto pesado y Elena le mostró el cobertizo donde dormiría.
—Mañana empezamos al alba —dijo, cerrando la puerta con llave una vez que él se fue.
Pero el sueño no llegó. En la oscuridad oyó un ruido, el crujir de botas fuera de su ventana. Se levantó sigilosamente, rifle en mano, y miró por la rendija. Diego estaba allí, hablando en voz baja con una sombra en la oscuridad.
—¿Lo tienes? —susurró la sombra.
—Sí, pero la viuda sospecha —respondió él.
Elena contuvo el aliento. ¿Qué tenía? ¿El oro que José había escondido en la ranchería?
Su marido siempre habló de un tesoro enterrado de los tiempos de la revolución, pero nunca dijo dónde. Al día siguiente, el sol abrasador convertía el desierto en un infierno. Elena y Diego cabalgaron hacia el cañón donde pastaba el ganado. Él era hábil con el lazo, atrapando a un ternero rebelde con facilidad que impresionaba.
—Usted es fuerte para ser viuda —comentó él, sonriendo de lado.
Elena sintió un nudo en el estómago. ¿Flirteo o amenaza?
Mientras descansaban bajo un mezquite, ella decidió probarlo.
—Mi marido fue asesinado por un hombre con un tatuaje extraño —dijo casualmente.
Diego palideció por un segundo, pero se recuperó.
—Qué lástima, estos tiempos son duros.
Pero Elena vio cómo su mano se iba al bolsillo, donde asomaba el mango de un cuchillo. La tensión crecía como una tormenta en el horizonte.
Esa tarde, mientras Diego reparaba la cerca, Elena registró sus alforjas. Encontró una carta arrugada.
Diego, el oro está en la ranchería. Mata a la viuda si es necesario. El jefe.
Su sangre se heló. Era él el asesino. Corrió hacia la casa, pero tropezó con una raíz y cayó. Cuando levantó la vista, Diego estaba sobre ella, su sombra alargada como la de un verdugo.
—Lo sabe, ¿verdad? —dijo él, sacando el cuchillo.
Elena rodó a un lado justo cuando la hoja se clavaba en la tierra.
—¡Asesino! —gritó, sacando su propio revólver del delantal.
La pelea fue feroz. Diego la desarmó de un golpe, pero Elena le arañó la cara, dibujando sangre.
—No fui yo quien mató a su marido —jadeó él, inmovilizándola contra el suelo—. Fui su hermano. Gemelo.
Elena parpadeó atónita. Gemelo. José nunca mencionó un hermano.
—José me abandonó cuando éramos niños —continuó Diego, aflojando el agarre—. Vine a reclamar mi parte del oro, pero los renegados me persiguen. El tatuaje es una marca que me obligaron a ponerme.
Elena dudaba, su mente girando como un torbellino. ¿Mentira o verdad?
En ese momento, un disparo resonó en el aire. Un bandido salió de los arbustos, rifle humeante.
—¡Traidor! —gritó.

Diego se lanzó sobre Elena, protegiéndola con su cuerpo mientras respondía el fuego. El bandido cayó, pero no antes de herir a Diego en el hombro. Sangrando, él se levantó.
—Tenemos que huir. Vienen más.
Elena, confundida pero viva, lo ayudó a montar. Cabalgaron hacia el cañón, el polvo levantándose como una cortina de secretos.
En una cueva oculta vendó su herida con tiras de su vestido.
—Dígame la verdad —exigió ella.
Diego suspiró.
—José y yo nacimos en Chihuahua. Él se fue al norte. Yo caí con los malos. Cuando supe de su muerte, vine por el oro, pero también por venganza. El verdadero asesino es mi jefe, el que me marcó.
La revelación fue como un trueno. Elena sintió una mezcla de rabia y atracción. Este hombre, tan parecido a su esposo, pero con un fuego salvaje en los ojos, la hacía sentir viva de nuevo. Pasaron la noche en la cueva, el viento afuera como almas perdidas.
Diego contó historias de su vida: robos en trenes, duelos al amanecer, amores fugaces en cantinas polvorientas. Elena, por primera vez desde la muerte de José, se permitió llorar.
—Lo amaba, pero era débil —confesó.
Diego la tomó de la mano.
—Yo no lo soy.
Al alba oyeron caballos acercándose. Los renegados, una docena de ellos, liderados por un hombre corpulento con el mismo tatuaje.
—¡Diego, sal y entrégate! —gritó el jefe.
Elena y Diego se prepararon para la emboscada. Él le dio un beso rápido, intenso como si fuera el último.
—Por si no salimos —murmuró.
Salieron disparando, balas zumbando como avispas enfurecidas. Elena acertó a dos, Diego a tres, pero el jefe los acorraló.
—¡Tú mataste a mi hermano! —rugió Diego, enfrentándolo.
El duelo fue brutal, revólveres desenfundados, un disparo y el jefe cayó con un agujero en el pecho. Pero la victoria fue pírrica. Diego estaba herido de gravedad, una bala en el pecho. Elena lo arrastró de vuelta a la ranchería, lágrimas mezclándose con sudor.
—No me dejes —suplicó él, sonriendo débilmente—. El oro está bajo el pozo. Úsalo para una nueva vida.
Elena acabó frenéticamente encontrando el cofre lleno de monedas de oro español. Pero cuando volvió, Diego agonizaba.
—Te amo como nunca amé a nadie —susurró él.
Ella lo besó, sintiendo su último aliento.
Días después, Elena cabalgaba sola hacia el sur, el oro en sus alforjas, pero el corazón roto. ¿Había sido amor o ilusión? En las noches soñaba con él, el ranchero que llegó con un secreto y se fue con su alma.
Pero en el desierto los secretos nunca mueren, se entierran y esperan resurgir.
La viuda se convirtió en leyenda, la mujer que vengó a su marido y encontró un tesoro, pero perdió todo. Años después, en una cantina de Tijuana, un vaquero juraba haber visto a Diego vivo, con una cicatriz nueva, buscando a Elena.
Era posible. El desierto guarda misterios y el amor, como una bala, puede volver cuando menos lo esperas.