¡Te lo suplico… Apúrate! – El ranchero dio un paso más cerca… y hizo lo impensable
La cruz de hierro
El sol se hundía tras las sierras del desierto de Sonora como una bala de plomo derretido, tiñendo de sangre el cielo y la tierra. En el rancho “La Cruz de Hierro”, a tres leguas de Magdalena, el viento traía olor a pólvora y carne chamuscada. Trinidad “Trini” Salazar, un ranchero de cincuenta y tantos años, bigote gris y ojos de águila, se encontraba arrodillado junto a una joven desnuda que temblaba contra el tronco de una palma datilera.
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La sangre corría por su pecho y muslos como si alguien hubiera vertido un cántaro de vino tinto sobre su piel morena. Trini, con las manos firmes pero el corazón inquieto, se quitó el pañuelo rojo del cuello y lo usó para limpiar las heridas más superficiales.
—Tranquila, muchacha —murmuró mientras examinaba su estado—. Ya pasó lo peor.
Lucía, la joven que había encontrado en medio del desierto, lo miró con ojos desorbitados, mezcla de terror y súplica.
—Te lo suplico… —susurró con voz rota—. Apúrate… Si no llegas a tiempo, me desangro aquí como un ovillo en matadero.
Trini apretó los labios. Había visto muertes antes: indios apaches degollados, vaqueros acribillados por bandidos, hasta su propia esposa devorada por la fiebre amarilla. Pero nunca había visto a una mujer así, sola en el desierto, marcada con heridas de látigo y una bala rozándole la costilla izquierda.
—¿Quién te hizo esto, niña?
Lucía intentó hablar, pero el dolor le cortaba las palabras. Finalmente, entre dientes, respondió:
—Los hermanos Murrieta… Me raptaron en Hermosillo. Dijeron que era pago por una deuda de mi padre. Me trajeron hasta aquí para venderme al otro lado del río, pero logré escapar anoche. Corrí descalza entre las espinas. Me dispararon y caí.
Trini miró la herida. El proyectil había abierto un surco feo, pero no tocó hueso ni entrañas. Sangraba mucho, sí, pero no era mortal si se actuaba rápido. Sacó su navaja, cortó tiras de su camisa y las enrolló como vendajes improvisados.
—Tienes que confiar en mí —dijo mientras presionaba la herida—. Voy a cauterizarla. Va a doler como el demonio, pero es la única forma de parar la hemorragia antes de llevarte al pueblo.
Lucía asintió, mordiéndose el labio hasta hacerse sangre. No había otra opción.
El ranchero se puso de pie, fue hasta su caballo, llamado Rayo, y sacó el frasco de tequila que guardaba en la alforja. Regresó, vertió licor sobre la herida. La muchacha gritó arqueando la espalda, pero no se desmayó. Trini encendió un cigarro con yesca, dejó que la brasa creciera y, sin darle tiempo a pensarlo, presionó la punta ardiente contra la carne abierta.
El alarido de Lucía se perdió entre los cerros. Olía a carne quemada y a esperanza. Cuando retiró el cigarro, la sangre había cesado de brotar. Le vendó con las tiras de tela y luego se quitó la chaqueta de cuero para cubrirla.
—Mi nombre es Lucía —dijo ella, ya más calmada—. Lucía Valenzuela.
—Mucho gusto, Lucía. Soy Trinidad Salazar.
Ella intentó sonreír, pero el dolor aún la dominaba.
—Mi padre tiene una tiendita en la plaza de Magdalena —continuó, con voz débil—. Si me salvas, te juro por la Virgen de Guadalupe que…
Trini la interrumpió.
—No jures nada, niña. Aquí en el desierto las promesas se las lleva el viento. Primero hay que sacarte de aquí. Los Murrieta no sueltan presa fácil.
Montó a Lucía delante de él en la silla. Ella se aferró al cuello del caballo, débil pero viva. El animal resopló sintiendo el peso extra, pero obedeció. Trini espoleó a Rayo y partieron al trote hacia el rancho. La noche caía rápida, y con ella venían los coyotes… y algo peor: los jinetes.

La emboscada
A mitad del camino, un disparo restalló en la oscuridad. La bala silbó cerca de la oreja de Trini.
—¡Alto, viejo! —gritó una voz ronca—. Devuelve la mercancía.
Eran tres los hermanos Murrieta: Chucho, el mayor, con cicatriz en la mejilla; Pancho, manco del brazo izquierdo; y el Güero, rubio como gringo y cruel como escorpión. Cabalgaban mustangs negros, rifles al hombro.
Trini frenó a Rayo. Lucía se encogió contra su pecho, temblando.
—Esto termina aquí —dijo Trini con voz calma—. La muchacha viene conmigo.
Chucho escupió al suelo.
—¿Y quién lo dice? ¿Tú y tu caballo oxidado? La niña vale cien pesos en la frontera. Su padre nos debe el doble. Págalo o entrégala.
Trini miró a Lucía. Vio en sus ojos algo más que miedo: rabia pura. La muchacha, a pesar del dolor, metió la mano bajo la chaqueta de Trini y sacó el revólver del ranchero. Pesaba como plomo, pero lo sostuvo firme.
—¡Nunca más! —gritó, y disparó.
La bala dio en el hombro de Chucho. El bandido soltó el rifle y cayó de su caballo. Pancho y el Güero levantaron sus armas, pero Trini ya había sacado su propio Colt del otro costado. Dos disparos rápidos. Uno atravesó la rodilla de Pancho; el otro rozó la mejilla del Güero.
Los caballos relincharon. Los bandidos cayeron. Lucía temblaba, el revólver humeante en su mano.
—Primera vez que disparo —susurró.
—Y última, si Dios quiere —respondió Trini, tomando el arma—. Vámonos antes de que regresen con refuerzos.
La lucha por la justicia
Llegaron al rancho pasada la medianoche. La casa era grande, de adobe y vigas de mezquite, con un corral lleno de reses marcadas con la cruz de hierro. Trini ayudó a Lucía a bajar. La cocinera, doña Chabela, salió con un farol.
—Virgen santísima, ¿qué trajiste, Trini?
—Una hija del desierto —respondió él—. Prepara agua caliente, aguja e hilo, y café fuerte.
Mientras doña Chabela cosía la herida de Lucía con hilo de maguey, Trini salió al porche y encendió otro cigarro, mirando las estrellas. Pensaba en su propia hija, muerta años atrás en un ataque apache. Lucía tenía la misma edad, el mismo fuego en los ojos.
Al amanecer, la fiebre subió. Lucía deliraba, llamando a su madre. Trini no durmió. Cambió vendajes, le dio caldo de gallina, rezó en voz baja el rosario que su esposa le había enseñado.
Al tercer día, la muchacha abrió los ojos claros.
—¿Dónde estoy?
—En mi rancho. Estás a salvo.
Ella intentó incorporarse, pero el dolor la dobló.
—Mi padre debe estar loco de preocupación.
—Mandé a mi capataz al pueblo. Traerá noticias. Descansa.
Pero las noticias no fueron buenas. El capataz regresó al atardecer con la cara larga.
—Don Valenzuela está preso. Los Murrieta lo acusaron de robo. Dicen que él les debe tres mil pesos por mercancía perdida. El juez, que es primo de Chucho, lo condenó a la horca en dos días.
Lucía se puso pálida.
—No puede ser. Mi padre nunca robó nada.
Trini apretó los puños.
—Entonces iremos al pueblo esta noche.
Lucía lo miró con incredulidad.
—¿Por qué arriesgas todo por una desconocida?
El ranchero miró hacia el horizonte, donde el sol volvía a sangrar.
—Porque hace veinte años, cuando los apaches mataron a mi familia, un desconocido me salvó. Me dijo: “Un día pagarás la deuda con otro”. Hoy es el día.