“Tienes hambre de comida, yo de amor…Si haces el amor conmigo,te daré comida todos los días” dijo él

“Tienes hambre de comida, yo de amor…Si haces el amor conmigo,te daré comida todos los días” dijo él

El Hambre del Desierto

En las áridas llanuras de Sonora, donde el sol quema la tierra hasta dejarla agrietada como la piel de un viejo vaquero, se alzaba el rancho El Álamo Perdido. Era 1887, y el polvo del desierto se colaba por las rendijas de las casas de adobe como un ladrón silencioso. Allí, en ese rincón olvidado del mundo, comenzaría una historia que nadie olvidaría jamás.

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Lucía Morales tenía 19 años, pero su mirada reflejaba la experiencia de alguien que había vivido más de lo que le correspondía. Sus ojos negros, profundos como la noche sin luna, escondían una voluntad de hierro y una determinación que pocos podían igualar. Desde los 12 años, cuando quedó huérfana, había aprendido a sobrevivir sola. Vendía tortillas en el mercado de Magdalena de Quino, pero una sequía devastadora había arrasado los maizales y la dejó sin nada, salvo un vestido raído y un cuchillo que guardaba bajo la falda.

Una tarde, cuando el viento traía consigo el olor a muerte y mezquite, Lucía caminó hasta el rancho El Álamo Perdido buscando trabajo. La puerta de madera crujió al abrirse, revelando a un hombre que parecía salido de una leyenda: don Clemente “El Lobo” Salazar. Con 40 años, era alto como un pino, con una barba negra que le llegaba al pecho y un torso que parecía tallado por los dioses antiguos. Era viudo, o al menos eso decían, aunque nadie sabía si su esposa había muerto o si simplemente había huido de su carácter.

Clemente poseía el rancho más grande de la región, pero también la fama de ser cruel con los peones y generoso con las mujeres que aceptaban sus condiciones. Cuando Lucía lo vio por primera vez, tragó saliva. Él estaba sin camisa, con el sudor brillando en su piel morena como si fuera aceite.

—Buenas tardes, patrón —dijo ella con voz firme, aunque sus piernas temblaban.
—¿Qué quieres? —respondió él, con una voz tan grave que parecía un gruñido.
—Trabajo. Cocino, lavo, cuido animales… lo que sea.

Clemente la miró de arriba abajo, como quien evalúa un caballo antes de comprarlo. Sus ojos se detuvieron en el cuello de Lucía, donde latía una vena que traicionaba su nerviosismo.

—¿Tienes hambre? —preguntó él.
—De comida, sí —respondió ella, alzando la barbilla—. Pero no vendo mi dignidad por un plato de frijoles.

El hombre soltó una carcajada que hizo temblar las vigas del techo.
—Tienes hambre de comida, yo de amor —dijo, acercándose hasta que Lucía sintió el calor de su cuerpo—. Si haces el amor conmigo, te daré comida todos los días. Carne, tortillas, café… lo que quieras. Y un techo. Pero solo si eres mía.

Lucía apretó el mango del cuchillo bajo la falda. Podía clavárselo en el cuello y huir, pero ¿a dónde? El desierto no perdona a los débiles. Miró los ojos de Clemente y vio algo más que lujuria: soledad. Una soledad tan grande como el rancho mismo.

—No soy una cualquiera —dijo al fin—. Pero acepto tu oferta con una condición.
—¿Cuál? —preguntó él, arqueando una ceja.
—Que me enseñes a leer y a escribir. Y que nunca me toques sin mi permiso.

Clemente la miró sorprendido. Nadie le ponía condiciones. Pero algo en la mirada de Lucía, fuego puro, lo hizo asentir.
—Trato hecho, muchacha. Pero si rompes tu palabra, te echo al desierto con los coyotes.

Así comenzó la extraña alianza entre ellos. Lucía se instaló en una casita al fondo del rancho, con un catre, una mesa y una estufa de leña. Todas las mañanas, Clemente le llevaba un saco de harina, carne seca y café. A cambio, ella cocinaba para los peones. Por las noches, se sentaba con él en la sala principal, donde, bajo la luz de una lámpara de queroseno, Clemente le enseñaba las letras.

Sus dedos callosos rozaban los de Lucía al pasar las páginas de un libro viejo de cuentos vaqueros. Los días se volvieron semanas, y Lucía aprendió a escribir su nombre con letra temblorosa pero orgullosa. Clemente, por su parte, descubrió que la muchacha no solo era hermosa, sino también astuta como un zorro.

Una noche, mientras comían posole en silencio, Lucía dijo:
—¿Sabes por qué acepté tu oferta, patrón?
—No, ¿por qué?
—Porque vi en tus ojos que también tienes hambre. Pero no de amor, de redención.

Clemente dejó la cuchara. Por primera vez, alguien lo miraba más allá de su fama de hombre duro. Pero la paz duró poco.

Una mañana, llegaron al rancho tres jinetes con sombreros negros y rifles al hombro. Eran los hermanos Valenzuela, bandidos que robaban ganado en la frontera. Su líder, un hombre flaco llamado “El Cuervo”, entró gritando:
—¡Salazar! Sabemos que escondes oro de la mina abandonada. Entrégalo o quemamos todo.

Clemente salió con su escopeta, pero eran tres contra uno. Desde la ventana, Lucía vio cómo lo rodeaban. Sin pensarlo, tomó el rifle que colgaba en la pared, uno que Clemente le había enseñado a usar, y disparó al aire.

—¡El siguiente va entre los ojos! —gritó con una voz que no temblaba.

El Cuervo sonrió con dientes podridos.
—Una mujer defendiendo al Lobo. Qué tierno.

Pero antes de que pudiera sacar su pistola, Lucía disparó de nuevo. Esta vez, la bala rozó el sombrero del Cuervo. Los bandidos huyeron, jurando venganza.

Esa noche, Clemente entró en la casita de Lucía sin llamar.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó con voz quebrada—. Podrían haberte matado.
—Porque tú me diste un hogar —respondió ella—. Y porque ya no eres solo mi patrón.

Se miraron en silencio. Luego, Clemente la tomó por la cintura y la besó. No fue un beso de amo a sirvienta, sino de hombre a mujer. Lucía correspondió, dejando caer el cuchillo que aún guardaba bajo la falda. Por primera vez, no fue una transacción, sino deseo mutuo.

Días después, llegó al rancho una carta con un sello oficial. Era de la hacienda vecina. Doña Inés, la hermana de Clemente, reclamaba El Álamo Perdido. Decía que su hermano estaba loco por vivir con una india analfabeta y que ella, como única heredera legítima, tomaría posesión del rancho en un mes.

Clemente leyó la carta y la arrugó con furia.
—Inés siempre fue una víbora —dijo—. Pero esta vez no se saldrá con la suya.

Lucía, que ya leía con fluidez, tomó la carta y vio algo que Clemente no había notado: un sello falso. La carta no venía de un notario, sino de los Valenzuela. Era una trampa para sacarlos del rancho y robar el oro que, en efecto, Clemente guardaba en una mina secreta.

—Es una emboscada —gritó Lucía—. Van a atacarnos cuando estemos débiles.
—¿Qué hacemos, mi reina? —preguntó Clemente, mirándola con admiración.
—Los esperamos —respondió ella, con una sonrisa peligrosa—. Pero esta vez, jugamos con nuestras reglas.

Durante los siguientes días, convirtieron el rancho en una fortaleza. Lucía organizó a los peones, enseñándoles a disparar desde trincheras. Clemente sacó el oro de la mina y lo escondió en un lugar que solo ellos conocían: bajo el altar de la capillita abandonada del rancho.

La noche del ataque, la luna estaba roja como sangre. Los Valenzuela llegaron con 15 hombres, antorchas y dinamita. Pero no contaban con que Lucía había aprendido algo más que letras: estrategia.

Cuando los bandidos intentaron entrar por la puerta principal, cayeron en un foso lleno de cactus y serpientes. Los que lograron pasar fueron recibidos por balas certeras.

En el clímax, El Cuervo enfrentó a Clemente en el corral.
—¡El rancho es mío, Salazar!
—Sobre mi cadáver.

Pero antes de que dispararan, Lucía apareció en el tejado con el rifle.
—Baja el arma, Cuervo —gritó—. O te juro que te vuelo la cabeza.

El bandido se rió.
—¿Una mujer me va a matar?

—No —dijo Lucía, bajando el rifle—. Pero yo sí.

Y disparó, no al Cuervo, sino a la cuerda que sostenía un carro lleno de heno encima de él. El carro cayó, aplastando al bandido bajo una montaña de paja y miedo.

Cuando todo terminó, el rancho estaba en ruinas, pero ellos estaban vivos. Los peones los aclamaron como héroes. Doña Inés, al enterarse de la derrota de sus aliados, huyó a Chihuahua y nunca más se supo de ella.

Una semana después, bajo un cielo lleno de estrellas, Clemente y Lucía se casaron en la capillita. Ella llevaba un vestido blanco hecho con las cortinas de la casa grande. Él, por primera vez, se afeitó la barba.

Durante la ceremonia, Lucía susurró al oído de su esposo:
—¿Sabes por qué acepté tu oferta aquel día?
—No.
—Porque vi en ti a un hombre que también tenía hambre. Hambre de ser amado de verdad.

Clemente sonrió con lágrimas en los ojos.
—Y tú me diste más que comida, Lucía. Me diste un motivo para vivir.

Años después, el rancho El Álamo Perdido se convirtió en leyenda. Decían que una mujer valiente y un hombre redimido habían desafiado al desierto, a los bandidos y a sus propios demonios. Y que, en las noches de luna llena, aún se les veía cocinando juntos en la cocina reconstruida, riendo como dos adolescentes.

Porque al final, el hambre de comida se sacia con un plato caliente. Pero el hambre de amor… esa solo se sacia con un corazón que late al unísono.

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