“Tranquila… Duele…” Gimió — El Ranchero se Congeló… Luego Dijo Suave: “Pronto Acabará Todo”
El polvo del destino
En el polvo ardiente de un pueblo olvidado en el desierto de Sonora, donde el sol quemaba como plomo derretido y los coyotes aullaban promesas de muerte, Elena se retorcía sobre un barril viejo, su vestido rasgado colgando como los harapos de un cadáver. El ranchero, un hombre de barba gris y músculos curtidos por años de arrear ganado salvaje, la sujetaba con firmeza por los hombros.
Su nombre era Don Clemente, viudo que había perdido a su esposa en una emboscada apache y ahora cargaba con el peso de un secreto que lo carcomía como termitas en la madera.
—Tranquila, duele —gimió Elena, su voz un hilo quebrado, sangre fresca brotando de un corte en la mejilla donde una bala perdida la había rozado durante el tiroteo en la cantina.
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Don Clemente se quedó helado, sus manos callosas temblando por un instante. El aire olía a pólvora y sudor, y el eco de los disparos aún resonaba en las calles vacías.
Había irrumpido en el salón para salvarla, o eso se decía a sí mismo. Pero ahora, con ella inclinada sobre aquel barril como una ofrenda al destino, algo primitivo se agitaba en su interior. Bajó la mirada a sus ojos verdes, llenos de lágrimas y fuego, y murmuró con voz ronca, casi un susurro que se perdió en el viento: —Pronto acabará todo.
Pero no era solo el dolor de la herida lo que la hacía gemir. El verdadero gancho estaba en lo que vendría después, en el secreto que él guardaba y que podía cambiarlo todo. Porque Don Clemente no era solo un ranchero; era el hombre que había matado al padre de Elena años atrás en una disputa por tierras que dejó viudas y huérfanos. Y ahora, con ella vulnerable, el pasado rugía como un toro enfurecido.
Todo había empezado esa mañana, cuando el sol apenas asomaba tras las sierras. Elena, una joven de veintidós años con cabello como miel silvestre y una determinación que asustaba a los vaqueros, cabalgaba hacia el pueblo de San Jerónimo. Venía de un rancho lejano, huyendo de un matrimonio forzado con el hijo del hacendado más rico de la región, un tal Don Rodrigo que la veía como un trofeo. —Te domaré como a una yegua brava —le había dicho la noche anterior, antes de que ella le clavara un cuchillo en el brazo y escapara en la oscuridad.
El pueblo era un nido de víboras: salones con mesas de póker manchadas de whisky, prostitutas con sonrisas pintadas y bandidos que acechaban en las sombras. Elena entró en la cantina buscando un trago para calmar los nervios, pero lo que encontró fue a tres forajidos del grupo de Los Cuervos, una banda que aterrorizaba las carreteras.
Uno de ellos, un tipo con cicatriz en la cara llamado El Cuervo Negro, la reconoció al instante. —Miren lo que tenemos aquí… la novia fugitiva de Don Rodrigo —rió, sus dientes amarillos brillando—. Él paga bien por tu cabeza, muerta o viva. Pero viva sería más divertido.
Elena sacó su revólver, un Colt heredado de su padre, y disparó al aire. —¡Aléjense, perros!
El caos estalló. Balas volaron como avispas enfurecidas. Un vaquero cayó con un agujero en el pecho. Otro se escondió tras el piano. Elena luchó como una leona, acertando en el hombro de uno, pero eran demasiados. Una bala la rozó en la mejilla y cayó de rodillas, el mundo girando. Fue entonces cuando Don Clemente entró como un trueno, su rifle escupiendo fuego. Mató a dos en un parpadeo. El tercero huyó cojeando.

Ahora, en la calle principal, con el barril como improvisada camilla, él la atendía. Sacó un pañuelo sucio y presionó la herida. Elena jadeó, su cuerpo arqueándose involuntariamente, rozando el de él. El calor del desierto no era nada comparado con el que subía entre ellos.
—¿Por qué me salvas? —susurró ella, sus ojos clavados en los de él. Había algo familiar en esa mirada, un fantasma que no podía colocar.
Don Clemente tragó saliva.
—Porque te debo la vida —pensó, pero no lo dijo. En cambio, ató el pañuelo con fuerza.
—Porque no dejo que maten a una mujer en mi pueblo. Ahora, quédate quieta o sangrarás más.
Pero el gancho se hundía más profundo. Mientras él la ayudaba a incorporarse, un jinete apareció en el horizonte. Era uno de los hombres de Don Rodrigo, con sombrero negro y una estrella de sheriff falsa en el pecho. —Elena, el patrón te quiere de vuelta —gritó desmontando, la mano en la pistola.
Don Clemente la empujó detrás de él.
—Vete, Ramírez. Ella no va a ninguna parte.
Ramírez sonrió con malicia.
—Don Clemente, el gran ranchero defendiendo a la mujer de otro… Don Rodrigo dice que pagaste por sus favores anoche.
Mentira pura, pero el veneno surtió efecto. Elena se tensó.
—¿Me conoces de antes?
Él no respondió, solo apuntó su rifle. El tiroteo fue breve y brutal. Ramírez disparó primero, rozando el brazo de Don Clemente, quien respondió con un tiro certero al corazón. El hombre cayó como un saco de papas. Elena lo miró jadeante.
—Dime la verdad. ¿Quién eres para mí?
El viento huyó levantando polvo que danzaba como espíritus. Don Clemente bajó el arma, su rostro una máscara de tormento. —Tu padre… yo lo maté. Hace diez años, en una pelea por el agua del río. Fue un accidente, pero él murió en mis brazos pidiendo venganza.
El shock la golpeó como un lazo. Elena retrocedió, mano en el Colt. —¡Asesino! Mi padre era todo lo que tenía.
Pero antes de que pudiera disparar, cascos retumbaron. Los Cuervos volvían, con El Cuervo Negro al frente y, peor aún, Don Rodrigo cabalgaba con ellos, aliado en la codicia por las tierras de Elena.
—Entréguenla —bramó Don Rodrigo, un hombre gordo con bigote engominado y ojos de serpiente—. O quemaremos el pueblo.
Don Clemente la miró. —Corre, Elena. Al rancho hay un pasadizo en la mina vieja.

—No te dejaré solo —dijo ella, la venganza ardiendo, pero algo más, una chispa de duda. ¿Era odio o algo que nacía en el caos?
Se escondieron en una casa abandonada, el corazón de Elena latiendo como tambores de guerra. Afuera, los bandidos registraban, rompiendo puertas. Don Clemente cargó su rifle. —Si salimos, moriremos. Pero hay una salida por el sótano.
Bajaron a tientas, el aire húmedo y fétido. En la oscuridad sus manos se rozaron. Elena sintió el calor de su piel, el pulso acelerado.
—¿Por qué arriesgas todo por mí después de lo que hiciste?
—Porque tu padre me salvó una vez de ahogarme en el río cuando éramos jóvenes. Le debo esto… y porque desde que te vi entrar al salón, algo en ti me recuerda a él. Fuerte, indomable…
Un ruido arriba. Pasos. Un bandido bajó, linterna en mano. Don Clemente lo estranguló en silencio, pero el cuerpo cayó con estruendo.
Alarma.
Corrieron por túneles olvidados, saliendo a un cañón rocoso. Montaron el caballo de Don Clemente, un semental negro llamado Tormenta. Galoparon bajo la luna, balas silbando a su alrededor. Elena se aferró a su cintura, su cuerpo presionado contra el de él, el dolor de la herida olvidado en la adrenalina.
Llegaron al rancho al amanecer, un fuerte de adobe con vaqueros leales. Pero la trampa esperaba: Don Rodrigo había sobornado a uno.
Traición. Disparos desde dentro.
—¡Adentro! —gritó Don Clemente empujándola al establo.
Allí, solos entre el eco del fragor de la batalla afuera, Elena lo enfrentó. —Dijiste que acabaría pronto. ¿Esto es el fin?
Él la miró, sangre en su camisa. —No, el fin es elegir venganza… o algo más.
Sus labios se encontraron en un beso feroz, nacido del odio y la pasión. Manos explorando, vestidos rasgándose más. —Duele —gimió ella de nuevo, pero esta vez no era la herida.
—Pronto acabará —susurró él, pero mintió. Porque el amor en el viejo oeste nunca acaba rápido.
La batalla rugía. Vaqueros contra bandidos. Elena disparó desde una ventana, acertando al Cuervo Negro en la pierna. Don Rodrigo irrumpió, pistola en alto. —¡Mía!
Don Clemente lo enfrentó en duelo. Balas, polvo, sudor. Un tiro. Don Rodrigo cayó gorgoteando.
Pero el gancho final: Elena, herida de nuevo, apuntó a Don Clemente. —Por mi padre.
Él no se movió. —Dispara si debes, pero sabe que te amo.
Silencio. Lágrimas. Bajó el arma. —No, el ciclo acaba aquí.
Juntos reconstruyeron. El rancho prosperó, pero la sombra de los apaches se alzaba en las colinas. Una noche, un mensajero llegó: una horda venía. ¿Sobrevivirían?
El desierto guardaba más secretos y su amor, apenas nacido, pendía de un hilo, como el lazo de un ahorcado. Elena montó a su lado, rifle listo. —Esta vez luchamos juntos.
Don Clemente sonrió. —Sí, duele la vida, pero vale la pena.
Y cabalgaron hacia el horizonte, donde el sol sangraba rojo, prometiendo más sangre, más pasión, más misterios sin fin.
¿Ganarían?
Solo el viento lo sabía, aullando eterno en el oeste salvaje.