¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró

¡Yo Te Engendraré Yo Mismo! — La Viuda de 9 Pies Le Dijo al Flaco Ayudante de Rancho Que Compró

La viuda de nueve pies

En el año de 1887, cuando el sol de Arizona quemaba como hierro al rojo vivo, el pueblo de Marrecopoos era apenas un puñado de jacales de adobe y un salón de madera podrida llamado “El Cuervo Seco”. El viento traía polvo rojo que se metía en los pulmones y hacía llorar a los caballos. Era un lugar olvidado por Dios, donde el desierto devoraba todo lo que no tuviera raíces profundas.

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Ahí vivía Doña Refugio Enas, la viuda más imponente que jamás había pisado el desierto de Sonora. Su marido, Don Crisóbal Enas, había sido un gigante entre hombres, conocido por su altura descomunal de nueve pies y tres pulgadas con botas. Su sombra era tan grande que podía cubrir a tres vaqueros a la vez. Pero ni siquiera su tamaño lo salvó de la muerte trágica: fue aplastado por su propio toro brama, un monstruo de 2,000 libras que él mismo había criado para ser más grande que cualquier otro animal en el rancho.

El toro, un demonio de cuernos afilados como dagas, lo levantó con los cuernos y lo estrelló contra el corral como si fuera un costal de maíz. La muerte de Don Crisóbal dejó a Doña Refugio sola, pero no indefensa. Heredó el rancho “Las Tres Cruces”, un imperio de 100,000 hectáreas de mezquites, saguaros y tierra que cruje bajo las pezuñas del ganado.

Doña Refugio medía nueve pies exactos, descalza. Su voz resonaba como un trueno lejano, y cuando reía, los coyotes se callaban. Vestía siempre de luto riguroso: falda negra hasta los tobillos, blusa negra abotonada hasta el cuello, y un sombrero negro con velo que ocultaba su rostro. Nadie la había visto sonreír desde la muerte de su marido, y los vaqueros decían que su sombra era más larga que la de cualquier hombre. Donde ella pisaba, no volvía a crecer el pasto.

El rancho necesitaba un capataz, pero Doña Refugio no contrataba. Ella compraba.

El muchacho flaco

Un día, Doña Refugio fue al mercado de esclavos en Tucson. Aunque la guerra había terminado, todavía había traficantes que vendían contratos de trabajo a indios yaquis, chinos y mexicanos sin papeles. Era un negocio oscuro, pero común en aquellos tiempos.

Entre los hombres y mujeres que estaban alineados para ser vendidos como si fueran mercancía, Doña Refugio vio a Epifanio Salazar, un muchacho de 17 años, flaco como un clavo, con costillas que se le marcaban bajo la camisa rota. Medía cinco pies y cuatro pulgadas con los huaraches puestos. Sus ojos eran negros y asustados, pero había algo en ellos que llamó la atención de la viuda: una chispa de terquedad, una fuerza oculta que parecía desafiar al mundo.

—¿Cuánto por el flaco? —preguntó al traficante, un gringo gordo con bigote de morsa.

—Cincuenta dólares, señora —respondió el hombre—. Es fuerte para su tamaño. Sabe leer y escribir.

Doña Refugio sacó un fajo de billetes de oro de su faltriquera y pagó sin regatear. Epifanio fue cargado en la carreta junto con tres hombres más, pero mientras los otros fueron enviados al campo, él fue llevado a la casa grande.

La casa era un fuerte de adobe con muros de dos varas de espesor. Había un patio interior con nopaleras y un pozo que nunca se secaba, incluso en los meses más secos del verano. Doña Refugio lo llevó a la sala principal, donde colgaba un retrato de Don Crisóbal: un gigante de bigote negro, sombrero de ala ancha y un rifle Winchester en la mano.

—Aquí vivirás —dijo ella, señalando un rincón de la sala—. Tu trabajo es ayudarme en todo. Todo significa todo.

Epifanio tragó saliva. La mujer era una montaña vestida de negro, y su cabeza apenas llegaba al pecho de ella.

El toro indomable

Durante un mes, Epifanio aprendió las tareas del rancho. Arreglaba cercas, sacaba agua del pozo, marcaba terneros. Doña Refugio lo observaba desde la sombra de su sombrero, sin hablarle directamente, solo dando órdenes con una voz que retumbaba en el pecho del muchacho.

Una tarde de agosto, cuando el calor hacía hervir la sangre, Doña Refugio lo llamó al corral principal. Había un toro nuevo, un Angus negro traído de Texas. Pesaba 2,000 libras y tenía cuernos como dagas.

—Este toro matará a cualquier vaquero que intente montarlo —dijo ella—. Pero tú lo vas a domar.

Epifanio tembló. Nunca había montado ni una mula vieja.

—No puedo, señora.

—Puedes y lo harás. Si no, te vendo de vuelta al gringo.

La viuda no aceptaba excusas. Lo obligó a subir al lomo del toro mientras los vaqueros apostaban entre ellos, convencidos de que el muchacho no sobreviviría ni un segundo.

El animal salió como un demonio, pateando y girando con furia. Epifanio se aferró a la cuerda con las dos manos, pero el toro lo lanzó al aire como si fuera un muñeco de trapo. Cayó de cabeza en el polvo, pero se levantó con la cara sangrando y volvió a subir.

Tres veces lo tiró el toro. A la cuarta, Epifanio aguantó ocho segundos. El animal se rindió, jadeando.

Los vaqueros aplaudieron, impresionados por la valentía del muchacho. Doña Refugio no sonrió, pero sus ojos brillaron con algo que podría interpretarse como aprobación.

La viuda y el flaco

Esa noche, Doña Refugio llamó a Epifanio a su cuarto. Era la primera vez que entraba. Había una cama de hierro forjado, tan grande que parecía un barco. En la pared, un crucifijo de plata brillaba bajo la luz tenue de una vela.

Doña Refugio se quitó el sombrero. Su cabello negro caía hasta la cintura, brillante como el ala de un cuervo.

—Acuéstate —ordenó.

Epifanio obedeció, temblando. La mujer se sentó a su lado, y su peso hundió el colchón.

—Mi marido era el hombre más grande del mundo —dijo ella—. Pero no me dejó hijos. Los doctores dicen que mi vientre es demasiado grande para un bebé normal. Necesito un hombre pequeño, pero fuerte. Tú.

Epifanio abrió la boca, pero no salió sonido.

—No te estoy pidiendo permiso —continuó ella—. Te compré. Eres mío. Te engendraré yo misma.

Lo que pasó esa noche no se cuenta en palabras decentes. Doña Refugio era una fuerza de la naturaleza, y Epifanio era una hoja en el viento. Duró lo que dura un rosario.

Cuando terminó, ella se levantó, se puso el camisón negro y dijo:

—Mañana repetiremos hasta que quede preñada.

El nacimiento de un gigante

Durante tres meses, todas las noches eran iguales. Epifanio se volvió más fuerte, sus músculos crecieron bajo la piel morena. Doña Refugio, por su parte, se volvió más suave, casi tierna. Le hacía tortillas con queso, le cantaba corridos yaquis que había aprendido de su madre. Le enseñó a leer el ganado por las marcas, a curar heridas con sábila, a hablar con los caballos en voz baja.

Los vaqueros murmuraban, diciendo que el flaco estaba hechizado, que la viuda lo había convertido en su juguete. Pero Epifanio ya no era el mismo. Sus ojos tenían fuego, y su corazón había encontrado propósito.

Una noche de noviembre, Doña Refugio no lo llamó. Epifanio fue solo a su cuarto y la encontró sentada en la cama con las manos en el vientre.

—Siento patadas —dijo—. Es un niño. Será grande como su padre y como su madre.

Epifanio se arrodilló. Por primera vez, la abrazó por su propia voluntad. Ella lo dejó.

Los meses pasaron, y el vientre de Doña Refugio creció como una montaña. Los vaqueros dejaron de murmurar y empezaron a respetar al flaco que había domado al toro y a la viuda.

En mayo, nació el niño. Pesó 12 libras y midió 27 pulgadas al nacer. Lo llamaron Crisóbal Epifanio Enas Salazar. El doctor dijo que sería más alto que su padre.

El legado de “Las Tres Cruces”

Doña Refugio dejó el luto y se puso un vestido azul cielo. Epifanio se convirtió en capataz. Juntos criaron al niño y al rancho, que se volvió legendario: el lugar donde una viuda de nueve pies compró a un flaco de cinco pies y cuatro pulgadas, y juntos engendraron una dinastía de gigantes.

Años después, cuando Epifanio ya tenía canas, Doña Refugio murió de fiebre. La enterraron bajo un mezquite gigante, y Epifanio puso una lápida que decía:

“Aquí yace Refugio Enas, nueve pies de mujer, madre de gigantes. Me compró por cincuenta dólares. Valía más que todo el oro de Sonora.”

Debajo, en letras pequeñas, escribió:

“Yo te engendré mismo, como prometiste.”

El viento del desierto sigue soplando, los saguaros crecen, y en las noches de luna llena, dicen que se ve la sombra de una mujer altísima caminando por el corral, buscando a su flaco.

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