🌻 El Regreso Inesperado: La Casa sin Alma
Cinco años. Parecía una eternidad. Cinco años de botas y reglamentos, de llamadas de atención y sueños cortos y rotos sobre el hogar. Durante cinco años, el rostro de mi madre solo existió para mí en una vieja fotografía, gastada hasta la blancura, que guardaba en el bolsillo de mi guerrera, envuelta en un pedazo de plástico. Sus ojos me miraban con la misma sonrisa cálida y ligeramente cansada con la que me despidió en la estación. “Que Dios te acompañe, hijo,” me susurró, haciendo la señal de la cruz, “te esperaré. Rezaré por ti cada día.”
Yo creí. Esa fe me mantuvo caliente en los cuarteles helados, en el fango de los ejercicios, en la melancolía de las largas guardias nocturnas. Creí que, a miles de kilómetros de distancia, existía un hogar que olía a pan recién horneado y hierbas secas, y donde me esperaba la persona más querida del mundo.
El tren, traqueteando sobre los rieles, me llevaba de vuelta. El paisaje familiar y monótono se deslizaba por la ventana, y mi corazón se encogía de impaciencia. El último tramo fue en un viejo autobús destartalado desde el centro del distrito. Se arrastraba por la carretera llena de baches, levantando nubes de polvo gris. Sentado junto a la ventanilla, respirando ese aire amargo mezclado con el olor del alforfón en flor, sentí cómo la rigidez militar se aflojaba en mis hombros. Dejaba de ser el soldado Alexéi para convertirme, simplemente, en Liosha, el hijo de mamá.
En mi mano, apretaba un ramo de margaritas silvestres. Blancas, con centros de un amarillo brillante, como pequeños soles. Las había recogido en la pradera, cerca de la parada del autobús. Un gesto tonto, tal vez, para un hombre adulto que acaba de terminar su servicio. Pero recordaba cómo, cuando era niño e íbamos a recoger setas, ella siempre se alegraba con estas flores sencillas. Me imaginaba la vería en el umbral, crecido y fuerte, le entregaría las margaritas, y sus ojos brillarían con la misma intensidad que el día en que le di mi primer dibujo de un ramo, hecho en un trozo de papel tapiz.
“¡Ya está, esta es nuestra calle!”
Mi corazón latió tan fuerte que parecía que iba a salirse del pecho. Colgué mi pesado macuto militar al hombro y casi corrí hacia la casa familiar. Pero cuanto más me acercaba, más crecía una incomprensible ansiedad. Algo no estaba bien.

La puerta de entrada, que papá había soldado con gruesas barras de hierro, estaba torcida. Una hoja colgaba de una sola bisagra. La pintura de los marcos tallados, que a mi madre le encantaba encalar cada primavera, se había desconchado, revelando madera gris y agrietada. El jardín, antes cuidado, estaba cubierto de maleza a la altura de un hombre.
A pesar de todo, aceleré el paso. Tonterías, me dije, simplemente no ha tenido tiempo. Mamá está sola, es difícil para ella. Ahora que he vuelto, lo arreglaremos todo.
Subí los tres escalones de madera del porche, que crujieron con el mismo sonido familiar de hace cinco años. Tomé aliento y llamé. Fuerte, seguro. “¡Mamá, soy yo, Liosha, he vuelto!” grité, y mi voz tembló de emoción.
Silencio. Un silencio pesado y espeso, el que nunca existe en un hogar habitado. Esperé un minuto, escuchando. Ni pasos, ni crujido de tablas. Solo el viento susurraba en los zarzales de frambuesa salvaje junto a la valla. Volví a llamar, esta vez con más insistencia, con el puño. “¡Mamá, abre!”
Tras la puerta, escuché pasos lentos y pesados. No eran los de ella. Reconocería el paso ligero y apresurado de mi madre entre mil.
La puerta se abrió con un chirrido. En el umbral estaba Nikolái, mi hermano mayor. Llevaba una camiseta estirada, y su rostro sin afeitar mostraba una expresión hosca y de desagrado. Su mirada se deslizó por mí, por el ramo en mi mano, y no había ni rastro de alegría en ella. Solo fría sorpresa.
“¿Qué haces tú aquí?” preguntó, como si no fuera su propio hermano al que no había visto en cinco años, sino un invitado no deseado.
“¿Cómo que ‘qué hago’?” me quedé atónito. “He vuelto a casa. Del servicio militar. ¿Dónde está mamá?”
Nikolái desvió la mirada. Miró hacia el patio lleno de maleza. “No está aquí.”
Un escalofrío me recorrió la espalda. Las palabras de mi hermano sonaron huecas y antinaturales.
“¿Cómo que no está?” pregunté, negándome a creer. “Esta es su casa. ¿Adónde pudo haber ido?”
“Se fue,” espetó Nikolái, sin mirarme. “Hace aproximadamente un año. Dijo que no quería ser una carga, que había decidido vivir su propia vida.”
Lo miré, incapaz de creer una sola palabra. ¿Mamá? ¿Se fue? ¿Abandonó la casa que construyó con papá, donde vivió toda su vida? Mamá, que vivía solo para nosotros, sus hijos, y por el recuerdo de papá. Era una mentira monstruosa y absurda.
“Estás mintiendo,” dije en voz baja, pero firme.
“No tengo motivo para mentirte,” replicó él secamente. “Así es como te lo cuento. ¿Quiso irse? Se fue. Nosotros no la detuvimos.”
Lo aparté con el hombro y entré en el vestíbulo. Un olor extraño y desconocido me golpeó la nariz. Una mezcla de tabaco barato, comida agria y algo más rancio. No era el olor de mi casa.
Pasé a la sala de estar y me detuve en seco. Todo era ajeno. En lugar de nuestro viejo sofá desgastado, había uno nuevo, tapizado en brillante cuero sintético. En la pared, donde antes colgaban nuestras fotos de la infancia y un bordado de mamá enmarcado, ahora había un enorme televisor de pantalla plana. Y en la esquina, donde siempre estuvo el icono de la Madre de Dios, ante el que mamá encendía una lámpara de aceite, se alzaba ahora un armario empotrado con puertas de espejo.
Pero lo más terrible era lo que faltaba. No estaba el sillón de mi madre junto a la ventana, donde se sentaba por las noches a remendar nuestra ropa. No estaban sus labores de punto en la cesta de mimbre. No había el olor a tomillo y menta que ella siempre secaba para el invierno. La casa estaba vacía. El alma se había ido.
“¿Dónde están sus cosas?” pregunté, y mi voz vibró con una rabia creciente.
“¡Las regalé!” espetó Nikolái con desdén. “¿Para qué acumular trastos?”
En ese momento, Olga, su esposa, salió de la habitación contigua con un bebé en brazos. Me vio y se congeló; su rostro se tensó. Le lanzó a Nikolái una mirada asustada.
“Liosha, ¿has vuelto?” balbuceó, sonriendo incómodamente.
“He vuelto,” espeté, sin apartar los ojos de mi hermano. “Solo que, al parecer, no a casa. ¿Por qué no me escribisteis? ¿Por qué mentisteis en las cartas diciendo que todo estaba bien?”
Olga bajó la mirada, jugueteando con el borde de la manta del bebé. Mi rabia, hasta entonces contenida, estaba a punto de desbordarse. La verdad, me di cuenta, era mucho más cruel que una simple huida.
La Revelación Silenciosa
“¿Dime la verdad, Nikolái?” exclamé, mi voz subiendo de volumen. “Mamá nunca se iría. ¿Qué le hiciste?”
Nikolái intentó parecer indignado. “¡No te pases, yo soy tu hermano mayor! ¿Crees que le hice algo a mamá?”
“Sí, lo creo,” repliqué, avanzando un paso. “Vendiste todo, cambiaste todo. ¿Dónde está ella? ¡Te lo juro, si le has hecho daño…!”
Olga, incapaz de soportar la tensión, rompió el silencio con un sollozo.
“¡Ya basta, Kolia! ¡Dile la verdad!” gritó, las lágrimas rodando por sus mejillas. “¡No puedes seguir mintiendo!”
Nikolái la miró con odio, pero ya era demasiado tarde. Olga, con el bebé aún en brazos, se acercó a mí, temblando.
“Ella… ella está en la ciudad,” susurró. “No se fue. Kolia vendió la casa por la mitad de su valor a una inmobiliaria hace seis meses. Mamá no quería irse. Se opuso. Él dijo que el dinero era para pagar una deuda, pero… él simplemente la sacó. La dejó en un asilo de ancianos a las afueras, diciendo que ya no podía cuidar de ella por su enfermedad.”
Sentí como si un puñetazo me hubiera golpeado en el pecho. ¿Un asilo? ¿Mi madre? ¿Por una codicia tan vulgar?
“¿Qué enfermedad?” pregunté, sintiendo un escalofrío helado.
Olga hipó: “No tiene ninguna enfermedad grave. Solo… le inventó un diagnóstico para justificar su ingreso. Y a nosotros nos obligó a mentirte, diciendo que se había ido por voluntad propia. Él necesitaba que tú pensaras que todo estaba bien hasta que terminara el contrato.”
Miré a Nikolái. Su rostro se había descompuesto, su arrogancia se había esfumado. Ahora era solo un hombre mezquino atrapado en su propia traición.
“Toda tu vida está construida sobre una mentira, Nikolái,” le susurré, el ramo de margaritas cayendo de mis manos al suelo sucio. “Traicionaste su amor. Traicionaste su fe.”
La casa, con sus espejos y su televisor brillante, me pareció un mausoleo a la avaricia. En ese momento, ya no sentía rabia, sino un dolor frío e insoportable. Mi hogar, el que me esperaba durante cinco años, no era la casa; era mi madre. Y ella estaba sola.
Sin decir una palabra más, me di la vuelta, dejando atrás a mi hermano y a su esposa. Sabía que la justicia vendría, tanto la moral como la legal, pero mi única prioridad ahora era encontrar a la persona que me había estado esperando todo este tiempo.
Salí de la casa sin alma y, en lugar de botas y fusiles, sentí de nuevo el peso de ser Liosha, el hijo de mamá, y me dirigí a la ciudad, con el único objetivo de cumplir la promesa que me hizo el alma que me esperaba.