La maleta de Amanda
Cuando Amanda supo que tenía un tumor en fase avanzada, no lloró ni se dejó vencer por el miedo. No pidió explicaciones ni se encerró a revivir un pasado que ya no podía cambiar. En cambio, con una determinación que sorprendió a todos, se acercó a la ventana de su casa en el barrio de Caballito, en Buenos Aires, y dijo con voz firme:
—No pienso esperar la muerte sentada en este sillón.
Amanda tenía 63 años. Era madre de tres hijos adultos y abuela de seis nietos. Había construido su hogar con sus propias manos, literalmente. Después de que su esposo las abandonara, ella sola levantó aquellas paredes con la ayuda de un albañil y noches interminables de costura para sostener a su familia. Esa casa fue testigo de risas, llantos, alegrías y despedidas. Allí enterró a sus padres y allí pensó que también terminaría su vida.
Pero esa idea cambió radicalmente.
Un mes después del diagnóstico, Amanda tomó una decisión que dejó a todos atónitos: vendió la casa. Solo su hija menor, Lucía, estuvo al tanto del plan. La acompañó al escribano, con lágrimas en los ojos pero sin hacer preguntas. Los demás familiares se enteraron por casualidad, cuando una vecina del barrio llamó a la madre de uno de sus hijos para avisarle que estaban vaciando la casa, que había camiones y un cartel de “se vende” en la puerta.
Al principio, todos creyeron que era un error, una confusión. Pero entonces llegó un mensaje de voz de Amanda al grupo familiar:
—No me esperen. Me fui. No para morir, sino para vivir antes de que se me acabe la cuerda. La casa era mía. Y ahora, mi vida también lo es.
Con el dinero de la venta, Amanda empezó a recorrer Argentina. En lugar de soñar con París, eligió Purmamarca; en vez de Nueva York, prefirió Ushuaia. Su viaje no fue de lujo ni comodidades, sino de autenticidad y sencillez. Dormía en hostels modestos, comía en mercados locales y mandaba postales desde pueblos diminutos donde el aire olía a pan casero.
“Estoy en El Chaltén. Caminé hasta el Fitz Roy. Dolor de rodillas, pero vista de Dios”, escribió en uno de sus mensajes.
La familia se dividió. Algunos no entendían su decisión.
—¿Cómo pudo vender todo sin consultarnos? —decían unos.
—¿Y los nietos? ¿No pensó en ellos? —preguntaban otros.
—¿No es un acto egoísta? —se cuestionaban muchos.

Pero Amanda no entraba en discusiones. Respondía con fotos donde aparecía sonriente frente a una montaña, una llama, un lago o un plato de locro. Su felicidad era la mejor respuesta.
En un cuaderno rojo anotaba cada ciudad que visitaba, cada cena compartida, cada persona que conocía. En su maleta guardaba boletos de autobús, entradas a museos, servilletas con firmas y piedritas que recogía del camino, pequeños tesoros que le recordaban cada paso de su aventura.
Duró viajando un año entero. Hasta que su cuerpo dijo basta.
La última vez que la vi fue en un hospital de Mar del Plata. Me saludó con esa sonrisa suya de siempre, como si nada malo estuviera pasando.
—¿Valió la pena? —le pregunté.
—Cada bife de chorizo —respondió riendo, con esa fuerza que la caracterizaba.
Cuando partió, no dejó herencias materiales. No hubo casa ni ahorros. Solo una maleta, un cuaderno rojo… y más de cien fotos impresas donde Amanda aparecía viviendo como nunca antes.
Amanda nos enseñó que la vida no se mide en metros cuadrados ni en posesiones, sino en momentos vividos, en decisiones valientes y en la capacidad de elegir la felicidad, incluso cuando el tiempo parece jugar en contra