Déjame lamer y tocar esas dos cosas y seré tu esclavo”, dijo el vaquero a una viuda solitaria
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🏜️ La Viuda y la Bestia: “Déjame Lamer y Tocar Esas Dos Cosas…”
El sol se hundía como una bala en el horizonte polvoriento de Sonora, tiñendo el cielo de un rojo sangre que presagiaba muerte.
En el pueblo fantasma de Río Seco, donde las sombras de los saguaros se estiraban como dedos acusadores, la viuda Elena Montoya caminaba sola por la calle principal. Había enterrado a su marido, José, hacía seis meses, víctima de una emboscada de los bandidos del Trapo Rojo, y desde entonces el silencio de su rancho era un tormento peor que cualquier bala.
Pero esa noche un jinete desconocido irrumpió en el pueblo, su caballo relinchando como si el infierno lo persiguiera. El hombre desmontó con un movimiento felino, su sombrero calado ocultando ojos que brillaban con un hambre primitiva.
“¿Quién eres tú, forastero?” gritó Elena desde el porche de su cantina, empuñando una escopeta que aún olía a pólvora.
El vaquero sonrió, mostrando dientes blancos como huesos blanqueados, y susurró: “El que va a cambiar tu vida, viuda, o a acabar con ella.”
Elena no era una mujer que se asustara fácilmente. Había crecido en las sierras, donde la supervivencia era ley, y los hombres morían por un trago de agua. Su marido, José, había sido honrado, pero ella era la que manejaba el lazo y el rifle. Ahora, sola, defendía su tierra rica en agua subterránea.
El vaquero se llamaba Mateo “El Lobo” Vargas, según murmuraban los pocos habitantes que se atrevían a mirarlo. Venía de Chihuahua, con una chaqueta raída por el desierto y un revólver colgando bajo como una promesa de violencia.
“¿Qué buscas aquí, Lobo? Este pueblo no tiene nada para tipos como tú,” dijo ella, bajando el arma, pero sin soltarla.
Mateo se detuvo a unos pasos, olfateando el aire como un animal. “Busco refugio, señora, y quizás algo más.”
Sus ojos se posaron en el escote de su blusa, donde dos medallones de plata colgaban como trofeos. No eran joyas comunes; eran las dos balas que habían matado a su marido, fundidas en relicarios. Elena los tocaba a menudo, recordando la venganza pendiente.
El vaquero ladeó la cabeza y, en un susurro ronco que hizo que el viento se detuviera, dijo: “Déjame lamer y tocar esas dos cosas y seré tu esclavo.”
Elena retrocedió. El corazón latiéndole como un tambor de guerra. Era una amenaza, una proposición indecente. Lo mataba ahí mismo o dejaba que el misterio la devorara.

La Prueba de la Alianza
La noche cayó como un manto negro, y Elena no pudo dormir. Las palabras de Mateo resonaban en su mente, un gancho que la atraía hacia el abismo.
Al amanecer, un disparo lejano rompió el silencio. Los bandidos del Trapo Rojo se acercaban, liderados por Ramón en persona, un gigante con cicatrices que contaban historias de torturas.
Mateo emergió del establo, revólver en mano, y se paró junto a Elena. “Parece que tienes visitas, viuda. ¿Quieres que me vaya o que luche por ti?”
Ella lo miró, los ojos entrecerrados. “Si luchas, quizás te deje tocar esas dos cosas.”
El vaquero rió. Un sonido gutural que erizó su piel.
La batalla estalló como un trueno. Balas silbando como serpientes. Elena y Mateo dispararon desde el porche y la llanura, su puntería letal. Pero Ramón era astuto. Flanqueó el rancho, y uno de sus hombres capturó a un peón.
“¡Entrégate, viuda, o este muere!” gritó Ramón.
Elena dudó, el rifle temblando. Mateo disparó en un movimiento relámpago, la bala rozando el cuchillo y liberando al chico. Los bandidos retrocedieron, pero no antes de que Ramón jurara venganza.
El polvo se asentó, y Elena se acercó a Mateo, que limpiaba su revólver con una calma sobrenatural.
“¿Por qué me ayudaste?” preguntó.
“Porque quiero ser tu esclavo. Déjame lamer y tocar esas dos cosas.”
Ella lo llevó adentro, a la cantina vacía. Sobre la mesa sacó los medallones. “Estas son las balas que mataron a José. Si las lames y tocas, significa que juras venganza conmigo.”
Mateo sonrió, pasando la lengua por el metal frío, sus dedos acariciando las inscripciones. “Soy tuyo, viuda.”
Esa noche, mientras compartían un trago de mezcal, Mateo confesó su secreto. “No huyo de la ley. Soy el hermano de José, perdido hace años en una mina. He vuelto para vengar a la familia.” (Plot Twist 2 – La mentira).
“¡Hermano! Entonces, ¿por qué esa proposición obsena?” exclamó Elena, el corazón en un torbellino.
Mateo explicó, con una calma que no encajaba: “Las dos cosas no eran tus pechos, sino las balas, símbolos de nuestro dolor compartido.”
Elena aceptó la mentira. La química entre ellos era innegable, un fuego que ardía en el desierto. Juntos planearon la emboscada final contra Ramón.
La Traición y el Ingenio
Días después, cabalgaron hacia las cuevas donde se escondía la banda, el viento aullando promesas de sangre. Un coyote cruzó su sendero, un mal augurio.
Llegaron al atardecer. Las cuevas eran un laberinto de sombras. Mateo y Elena se infiltraron, sigilosos como fantasmas, pero pisaron una trampa. Una red cayó, atrapándolos.
Ramón emergió de la oscuridad, riendo como un demonio. “¡Bienvenidos, tortolitos! Sabía que vendrían.”
Los ataron a postes. Ramón comenzó el interrogatorio. “¿Dónde está el mapa del agua, viuda? Tu marido lo escondió antes de morir.”
Elena escupió. “Nunca lo tendrás.”
Ramón se volvió hacia Mateo. “Ahora, Lobo, dime lo que has oído. ¿O quieres que te corte un dedo a la vez?”
Mateo, forcejeando, susurró, “Recuerda mi promesa, Evely.”
En un giro impactante, Mateo reveló su verdadera identidad: No era hermano de José, sino su socio. Lo mató por error en la emboscada, disparando en la confusión, pero motivado por los celos que sentía por Elena. (Plot Twist 3 – La verdad definitiva).
“Déjame lamer y tocar esas dos cosas una última vez,” dijo, mirando las balas que ahora colgaban de su cuello.
Elena, horrorizada, sintió el mundo derrumbarse. “¡Tú lo mataste!”
Ramón, en su arrogancia, se acercó, riendo. “¡Tu marido era un tonto! ¡Y tú vas a morir con el honor manchado!”
En ese momento de suspense máximo, Elena usó su ingenio. Fingió debilidad, atrayendo a Ramón cerca. Con un movimiento oculto, sacó un pequeño cuchillo de su bota y lo clavó profundamente en su garganta.
La sangre salpicó como lluvia roja. Ramón cayó. Los bandidos entraron en caos.
Mateo, aprovechando la distracción, se liberó y abatió a los bandidos restantes. Corrió hacia Elena y la desató.
“¿Por qué me salvaste y me traicionaste?” gritó ella.
Mateo, herido, confesó: “Mentí para acercarme. Mi amor por ti es más real que cualquier mentira. Ahora soy tu esclavo de verdad.”
Cadenas y Destino
Elena, dividida entre el odio y un deseo innegable, lo besó de nuevo, un beso de fuego y polvo. Pero la justicia no podía esperar.
Ella le disparó en la pierna, no para matarlo, sino para que no huyera. Lo arrastró de vuelta al rancho y lo encadenó en el establo, cumpliendo la promesa de “seré tu esclavo” de la manera más literal.
Días después, los Federales llegaron, atraídos por el humo de la batalla. Elena, ahora dueña de las tierras y de la verdad, entregó a Mateo.
Él, encadenado, sonrió a través del dolor. “Lameré esas balas en el infierno, viuda. Pero las llevaré sabiendo que me quisiste.”
Elena quedó sola otra vez, pero transformada. Ya no era la mujer solitaria que defendía una tierra vacía, sino la dueña de su destino. Había encontrado la fuerza de la venganza y la complicación del amor, y había elegido la justicia.
El pueblo revivió con rumores. Elena expandió su rancho, convirtiéndolo en una fortaleza. En noches de luna llena, juraba oír el eco de esas palabras obscenas en el viento, un gancho que la mantenía en vilo, pero ya no por miedo, sino por el recuerdo de la pasión y la traición que habían forjado su nueva vida.
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