Despertó junto a la hija apache del jefe… al amanecer, 321 guerreros esperaban la boda.
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El ganadero y la hija del jefe
Dalton Pierce abrió los ojos lentamente. El aire estaba impregnado de humo viejo y cuero curtido, y la habitación, una cabaña de madera que no reconocía, parecía pequeña y opresiva. A su lado, una mujer dormía profundamente. Su sola presencia parecía llenar todo el espacio, como si la cabaña hubiera sido construida para ella. Era Kimamela, la hija del jefe apache. Su respiración era tranquila, pero su cuerpo robusto cubría casi por completo el lecho que, sin saber cómo, habían compartido.
Desde el exterior llegó un sonido que heló la sangre de Dalton. Voces, muchas voces. El roce acompasado de botas sobre la tierra y el murmullo grave de una multitud reunida antes de que el sol siquiera asomara. Su corazón comenzó a latir con fuerza mientras los fragmentos de la noche anterior intentaban acomodarse en su mente.
Dalton era solo un ganadero, un hombre acostumbrado al polvo, al ganado y a los caminos largos. La noche anterior, había ayudado a Kimamela a cargar provisiones en el puesto de intercambio. Ella le había agradecido y ofrecido comida caliente. Luego, le había dicho que descansara bajo su techo. Eso fue todo. Nada más. Entonces, ¿por qué estaba allí? ¿Y por qué parecía que medio territorio estaba reunido afuera?
En ese instante, los ojos de Kimamela se abrieron. No parecía sorprendida al verlo. Esa debió ser la primera señal de advertencia. Se incorporó con calma, y Dalton volvió a notar su tamaño imponente. Medía casi 1,80 metros, con hombros más anchos que los de la mayoría de los hombres con los que él había negociado ganado. Pero su fuerza no era solo física. Había algo en su postura, en la manera en que ocupaba el espacio, como si nunca hubiera dudado de su derecho a estar allí.
Ella lo miró un instante y luego dirigió la vista hacia la puerta. No había pánico ni confusión en su rostro, solo una aceptación serena. Fue entonces cuando el miedo se le clavó en el estómago.
—Necesitas vestirte —dijo ella, su voz firme y directa.
—¿Vestirme? ¿Para qué? —preguntó Dalton, incorporándose torpemente, con la mente acelerada—. ¿Qué está pasando ahí afuera?
Kimamela tomó un chaleco de cuero que colgaba del respaldo de una silla.
—La ceremonia —respondió ella, mientras se lo ponía.
—¿Qué ceremonia? —insistió Dalton, sintiendo cómo el pánico se apoderaba de él.
Kimamela se detuvo y se volvió hacia él por completo. Por primera vez, algo cruzó su expresión. No era burla ni lástima.
—Dormiste bajo mi techo, soltero. Toda la comunidad ya lo sabe.
El estómago de Dalton se hundió.
—No lo entiendo.
—Aceptaste mi hospitalidad. Pasaste la noche aquí. En nuestra tradición, eso es una declaración.
—¿Una declaración de qué?
—De intención de matrimonio.
Las palabras lo golpearon como un puñetazo. Retrocedió un paso, tropezando con una manta tejida.
—Eso no era lo que quería decir. No lo sabía. Solo necesitaba un lugar para dormir.
—La intención no importa. La acción sí. —Kimamela se ajustó el chaleco y caminó hacia una mesa baja donde reposaban joyas elaboradas, adornos de turquesas y cuentas finas, claramente reservados para ocasiones importantes—. Mi padre las contó esta mañana. Afuera hay 321 guerreros. Todos los hombres en edad de luchar de nuestra comunidad. Están aquí para ser testigos.
—¿Testigos de qué? —preguntó Dalton, sintiendo que su garganta se secaba.
Kimamela alzó un collar, dejándolo atrapar la luz del amanecer que se filtraba entre las rendijas de la madera.
—De nuestro matrimonio… o de tu rechazo.
Dejó que las palabras flotaran en el aire y añadió, casi con indiferencia:
—El rechazo sería visto como un insulto hacia mí, hacia mi padre y hacia todos los que esperan afuera.
Dalton sintió que su cuerpo se tensaba. La situación estaba completamente fuera de su control.
—¿Y qué pasa si los insulto? —preguntó, aunque sabía que no quería escuchar la respuesta.
Kimamela sostuvo su mirada, impenetrable.
—Eres un hombre inteligente, Dalton. Puedes imaginarlo.
Afuera, el murmullo crecía. Las voces se alzaban, y el sonido se hacía más denso y amenazante. Kimamela caminó hacia la puerta y apoyó una mano firme en el marco de madera gastada. Aún no la abrió, simplemente permaneció allí, de espaldas a él, esperando. El silencio entre ambos se estiró hasta volverse insoportable, pesado como el aire antes de una tormenta.
—Pronto exigirán una respuesta —dijo ella, con voz baja—. Mi padre no es un hombre paciente.
Dalton observó sus hombros anchos, la seguridad con la que se mantenía erguida. Miró cómo la luz del amanecer se deslizaba sobre el trabajo de cuentas bordado en su vestido. Miró la puerta que ella aún no se atrevía a abrir. Más allá de esa puerta, 321 guerreros aguardaban. 321 hombres que daban por hecho que él, un simple ganadero, debía casarse con una mujer a la que apenas conocía o enfrentar consecuencias que ni siquiera podía imaginar.
Y en ese instante, de pie dentro de aquella cabaña estrecha, mientras el amanecer rompía afuera, Dalton comprendió algo que le heló la sangre. Kimamela no se había sorprendido al despertarse junto a él. No había hecho preguntas, no había exigido explicaciones. Había sabido exactamente lo que ocurriría. Eso solo podía significar una cosa: esto no había sido un accidente.
—¿Sabías que esto iba a pasar? —preguntó Dalton, con la voz cargada de rabia.
La mano de Kimamela permaneció apoyada en el marco de la puerta. No se giró.
—Sí.
—¿Sabías que si me quedaba aquí, esperarían que nos casáramos?
—Sí.
La sencillez de sus respuestas lo hizo todo peor. No había culpa, no había disculpas, solo confirmación.
Dalton sintió el calor subirle al pecho. Ya no era solo miedo, era rabia.
—Entonces me tendiste una trampa. Me invitaste a entrar, hiciste que pareciera simple hospitalidad, sabiendo perfectamente lo que eso significaba para tu gente.
Finalmente, Kimamela se giró. Sus ojos oscuros se clavaron en los suyos sin vacilar.
—No te tendí una trampa. Te di una oportunidad.
—¿Una oportunidad? —replicó Dalton, con una risa amarga—. ¿Casarme con una desconocida o morir? Eso es tu idea de una oportunidad.
Kimamela dio un paso hacia él. Incluso en el espacio reducido de la cabaña, se movía con un control deliberado.
—¿Sabes cuántos hombres me han pedido matrimonio? —preguntó, su voz fría como el hielo—. Sesenta y tres. Cada uno me miró como un premio que debía ganarse o como una carga que debía manejar. Ninguno me vio a mí. Solo vieron a la hija del jefe. Vieron estatus, poder, tierra.
—¿Y yo soy diferente? —preguntó Dalton, con aspereza—. Ni siquiera me conoces.
—Sé lo suficiente.
Kimamela pasó junto a él y tomó una bolsa de cuero que descansaba sobre la mesa.
—Te observé ayer en el punto de intercambio. Antes de pedirte ayuda, estabas negociando con el viejo Pearson. Intentó engañarte, pero no lo humillaste. Le diste una salida digna. Más tarde, cuando unos muchachos molestaban al cargador de agua, te interpusiste entre ellos. No peleaste, no amenazaste. Solo te mantuviste firme. Te estuve observando todo el día. Yo estaba buscando a alguien.
Sacó de la bolsa una figura de madera tallada: un ave en pleno vuelo.
—Mi madre la talló antes de morir. Me dijo que debía elegir a un hombre como eligió a mi padre. No por lo fuerte que parece, ni por lo alto que habla, sino por la manera en que trata a quienes no pueden ofrecerle nada.
Dalton miró la talla de madera, luego a Kimamela. Afuera, las voces se alzaban, exigiendo una decisión. Sabía que no podía huir. No después de lo que ella había compartido. No cuando 321 guerreros esperaban su respuesta.
—Está bien —dijo finalmente, con la voz firme—. Me quedaré.
El desafío
La ceremonia estaba lista, pero Dakota, un guerrero celoso, desafió a Dalton a un combate por la mano de Kimamela. Dalton aceptó, sabiendo que era su única oportunidad para demostrar su valía. Con la ayuda de Kimamela, aprendió lo básico para enfrentarse a Dakota. Cuando el sol alcanzó su punto más alto, el combate comenzó.
Dakota atacó con furia, confiado en su superioridad. Dalton, siguiendo los consejos de Kimamela, fingió torpeza, dejando que Dakota se confiara. Finalmente, con un movimiento inesperado y preciso, Dalton logró cortar el antebrazo de Dakota, derramando la primera sangre.
El círculo quedó en silencio. Chaitin alzó la voz.
—La primera sangre ha sido derramada. El ganadero es el vencedor.
Dalton, un simple ganadero, había demostrado su valía, no solo como luchador, sino como hombre. Kimamela lo miró con orgullo y alivio. Dalton, exhausto pero triunfante, entendió que no solo había ganado un combate, sino también un lugar en la comunidad y, más importante aún, el respeto y el corazón de Kimamela.