Encontró a un hombre enterrado en el barro… Lo que había detrás es terrible.

Encontró a un hombre enterrado en el barro… Lo que había detrás es terrible.

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Encontró a un hombre enterrado en el barro… Lo que había detrás es terrible

Cuando Isabela Cruz encontró a aquel hombre hundido en el barro aquella tarde abrasadora de agosto, con una flecha Ache clavada entre las costillas y los ojos casi vacíos de vida, no imaginaba que estaba a punto de desenterrar no solo un cuerpo moribundo, sino también todos los secretos que habían sepultado a su marido cinco años antes.

Lo que comenzó como un acto de misericordia se transformaría en la llave que abriría las puertas de un pasado que ella nunca había logrado dejar atrás.

Pero para comprender cómo llegamos a este momento de decisión imposible, es necesario retroceder algunas semanas, cuando Isabela aún creía que la soledad era su único destino en aquel rancho castigado por el sol implacable del territorio de Nuevo México.

El amanecer en Los Álamos

El amanecer llegaba lentamente sobre el rancho Los Álamos, tiñendo el horizonte de naranja y rojo, como si el cielo sangrara sobre la tierra agrietada. Isabela Cruz ya estaba de pie antes de la primera luz, como siempre. El sueño nunca había sido generoso con ella desde que enterraron a Diego bajo el sauce solitario en la colina.

Cinco años habían pasado. Cinco veranos de sequía que parecían haber absorbido no solo la humedad del suelo, sino también cualquier esperanza de que la justicia algún día visitara aquel pedazo olvidado del mundo.

Se calzó las botas gastadas, sintiendo el cuero familiar contra su piel callosa. Treinta y cuatro años pesaban sobre sus hombros como piedras invisibles. El espejo agrietado del tocador reflejaba a una mujer que apenas reconocía: cabello oscuro recogido en un moño apretado, ojos marrones que ya no brillaban como antes, una cicatriz fina que corría desde la sien izquierda hasta la mandíbula, recuerdo de una caída de caballo tres inviernos atrás —o al menos eso era lo que contaba a los pocos que aún preguntaban.

La lucha diaria en el rancho

El rancho despertaba con ella. Las gallinas comenzaban a cacarear en el gallinero improvisado. Las tres vacas que quedaban mugían bajito, esperando la ordeña. Era poco, muy poco para lo que Los Álamos había sido alguna vez.

Cuando Diego estaba vivo, tenían cuarenta cabezas de ganado, caballos de calidad, trabajadores que venían de los pueblos cercanos para ayudar en las cosechas. Ahora, Isabela luchaba sola contra la tierra que se negaba a dar frutos.

Tomó el balde de madera y caminó hasta el pozo. La cuerda chirriaba contra la polea, un sonido familiar, casi reconfortante en su monotonía. El agua subía oscura, pero limpia. Al menos eso todavía tenía.

Muchos ranchos alrededor se habían secado por completo, forzando a familias enteras a abandonar todo y dirigirse hacia el este, a tierras menos hostiles. Pero Isabela no podía partir. No mientras Diego permaneciera bajo aquella tierra roja, no mientras los hombres que lo mataron respiraran libremente bajo el mismo sol.

La injusticia y la amenaza

El viejo sheriff Marcos Blackwood había archivado el caso en menos de una semana.

—Accidente durante trabajo en el campo —decía el informe oficial.

Aplastado por una carreta volcada, Isabela había estado allí. Vio el cuerpo de Diego cubierto de hematomas que ninguna carreta explicaría. Vio los nudos de los puños ensangrentados, señal de que había luchado. Vio la marca de una bota en su cuello, clara como un sello de maldad.

Blackwood la miró con esos ojos fríos como serpientes y le dijo:

—Mejor no haga preguntas que puedan traer respuestas peligrosas, señora Cruz. Una viuda joven como usted tiene mucho que perder todavía.

La amenaza fue clara.

Isabela, sola, sin familia ni recursos, tragó las palabras que ardían en su garganta como brasas vivas. Aprendió a sobrevivir en silencio, a desconfiar de todos, a mantener la cabeza baja mientras el odio fermentaba lentamente en su pecho.

El encuentro con el hombre en el barro

Isabela vertió el agua en el comedero para los animales y volvió a la casa. La construcción de adobe tenía paredes gruesas que mantenían el frescor durante el día y el calor durante la noche. Diego la había construido con sus propias manos, ladrillo por ladrillo, mezclando barro y paja, como su padre le había enseñado.

Cada habitación guardaba recuerdos que Isabela intentaba mantener a distancia: la cocina donde él le enseñó a hacer tortillas perfectas, la sala donde bailaban los domingos al son de su vieja guitarra, el cuarto que compartieron durante siete años, donde planearon hijos que nunca llegaron.

Encendió la estufa de leña y preparó un café amargo, fuerte para espantar fantasmas.

No que funcionara. Los fantasmas se habían mudado permanentemente a Los Álamos.

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