Esposo se Fue, Quedé Sola con mi Suegro…Lo que Hizo en mi Cuarto me Paralizó

Esposo se Fue, Quedé Sola con mi Suegro…Lo que Hizo en mi Cuarto me Paralizó

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Cuando el esposo se fue, me quedé sola con mi suegro… Lo que hizo en mi cuarto me paralizó

En el pequeño pueblo de Valle de los Haces, los últimos días del año se tornaron fríos y silenciosos, como si la misma naturaleza hubiera decidido detenerse en medio de su ciclo. La neblina, espesa y húmeda, cubría los sembradíos y las calles, envolviendo todo en un manto gris que parecía absorber el calor de los corazones. El viento que venía del bosque de mesquites se colaba por los callejones estrechos, haciendo que cualquiera que pasara se apresurara a subir el cuello de su chamarra, como si la misma tierra quisiera esconder sus secretos en las sombras.

En la cima de una loma, una casa de tres pisos se erguía imponente y silenciosa. Los vecinos murmuraban que sus muros altos y sus puertas cerradas mantenían en secreto lo que allí ocurría. Nadie sabía qué pasaba en ese lugar, ni qué secretos guardaba, pero todos estaban seguros de una cosa: en esa casa vivía don Raúl, un hombre de más de sesenta años, viudo desde hacía mucho tiempo, que compartía la casa con su nuera Sofía, esposa de Marco, su único hijo, quien hacía apenas una semana había emigrado a Estados Unidos en busca de un futuro mejor.

Marco y Sofía se habían casado hacía poco más de dos meses, en una boda sencilla y llena de promesas. Pero la vida, que siempre es impredecible, no tardó en ponerlos a prueba. La presión económica y la necesidad de un mejor porvenir los llevaron a tomar decisiones que ninguno de los dos imaginaba. Marco, con el corazón dividido entre su amor por Sofía y la obligación de su familia, decidió partir al extranjero, dejando en su lugar a una mujer que, aunque luchaba por adaptarse, sentía que algo en esa casa no era normal.

Sofía, por su parte, al principio se opuso con vehemencia a la idea de que Marco se fuera. ¿Cómo podrían separarse cuando apenas empezaban a disfrutar de su felicidad? Pero la realidad era otra. La economía apretaba, las deudas crecían y la promesa de un futuro en Estados Unidos parecía la única salida. La despedida en el aeropuerto fue fría y llena de lágrimas contenidas. Ella le prometió esperarlo, mantener la esperanza y confiar en que pronto estarían juntos de nuevo. Pero esa misma noche, en la casa de don Raúl, algo cambió para siempre.

La casa de Valle de los Haces, esa que parecía tan tranquila desde afuera, empezó a convertirse en un lugar donde el silencio era más aterrador que cualquier grito. Don Raúl, un hombre de pocas palabras, no mostraba emociones, solo se levantaba temprano, preparaba su café de olla, fumaba su cigarro y se sentaba en el patio a mirar el viejo árbol de guayaba, ese que su esposa había cultivado con tanto amor en vida. Nadie se atrevía a preguntar qué pensaba, ni qué sentía, porque su mirada era como un muro impenetrable.

Pero en esa casa, ahora habitada también por Sofía, algo extraño empezó a suceder. Desde que Marco partió, la atmósfera se volvió pesada, como si una presencia invisible acechara en cada rincón. Sofía, que al principio se esforzó por cumplir con sus deberes de nuera—cocinar, barrer, regar las plantas y preparar el café—, empezó a sentir que cada paso, cada suspiro, era observado. Como si alguien más estuviera en esa casa, escondido en las sombras.

Y entonces comenzaron las cosas extrañas. Primero, fue la neblina que parecía más densa cada mañana, que entraba por las ventanas y cubría el patio con un velo húmedo y frío. Luego, los ruidos en la noche: pasos arrastrándose, puertas que crujían sin razón aparente, susurros que parecían venir de la nada. Pero lo que más la inquietaba era la habitación del tercer piso, esa que siempre permanecía cerrada con llave y que nadie podía abrir sin autorización.

Don Raúl, que en su rutina diaria parecía un anciano sereno, empezó a comportarse de manera diferente. Una mañana, Sofía se levantó más temprano de lo habitual, con la intención de lavar las sábanas y limpiar la casa. Pero al bajar las escaleras, se quedó paralizada al ver la puerta trasera entreabierta, dejando pasar la tenue luz del sol. La casa estaba en silencio, solo roto por el canto de un ave y el viento que silbaba entre las paredes. Pero en ese momento, lo que vio la dejó sin aliento: don Raúl estaba sentado junto a la mesa del café, con un vaso humeante en la mano y una expresión que no podía entender.

— “¿Te levantaste temprano?”, dijo por primera vez en días, sin mirarla directamente, solo clavando la vista en el vacío. — Esa simple frase, que parecía inocente, la llenó de un miedo profundo. Ella le respondió con un gesto asustado, y él asintió lentamente, como si en ese momento hubiera decidido revelar algo que había estado ocultando.

Esa noche, Sofía no pudo dormir. Sacó su teléfono para enviarle un mensaje a Marco, pero apenas lo hizo, la luz de la habitación parpadeó tres veces. Su corazón empezó a latir con fuerza. Bajó sigilosamente las escaleras para revisar el interruptor y, al pasar por la habitación de don Raúl, vio la puerta entreabierta, con una tenue luz amarilla que se filtraba y la música de un viejo cassette que chirriaba con los acordes de un bolero triste. Una canción que le puso la piel de gallina.

Entonces, sin poder resistir más, se acercó lentamente. La puerta se abrió con un chirrido escalofriante y encontró una escena que la dejó helada: don Raúl de espaldas, sentado inmóvil, con su rostro serio y una expresión que parecía de tristeza profunda. En sus manos, un vaso de líquido oscuro humeaba, pero lo que más le llamó la atención fue su mirada, que no era la de un anciano sereno, sino la de alguien que había visto cosas que no podía olvidar.

Desde esa noche, Sofía empezó a sentir que algo en esa casa no era normal. Cada noche, escuchaba pasos arrastrándose en los pasillos, voces susurrantes, y la sensación de que alguien la observaba desde la sombra. La habitación del tercer piso, esa que siempre estaba cerrada, parecía tener vida propia. La noche en que soñó con una mujer de vestido largo, con el cabello cubriéndole el rostro y señalando el tercer piso, fue la noche en que su miedo se convirtió en certeza.

— “Ahí, ahí lo esconde todo”, susurró esa mujer en su sueño, y desde entonces, cada vez que pasaba por esa puerta, sentía una presencia que no podía explicar. La casa, que parecía un santuario de secretos, se convirtió en un laberinto de sombras y recuerdos enterrados en el pasado.

Una tarde, cuando don Raúl salió a hacer unas compras, Sofía decidió investigar. Subió lentamente las escaleras, cada paso como un latido en su pecho. La puerta del tercer piso, que siempre había estado cerrada con un candado, ahora estaba entreabierta. La luz amarilla seguía brillando, como una invitación peligrosa. Sin pensarlo más, tocó el pomo y lo giró suavemente. La puerta se abrió, revelando un espacio cubierto de polvo y telarañas, con muebles viejos y una cama de madera cubierta por un mosquitero.

Pero lo que más la sorprendió fue un espejo grande en el centro de la habitación. Cuando se acercó, vio su reflejo, pero no era ella. Los ojos en el espejo eran más fríos, profundos, llenos de angustia y tristeza. En la pared, había una foto antigua: don Raúl, más joven, junto a una mujer con rostro triste. La misma mujer que ella había visto en su sueño, la misma que parecía estar atrapada en ese lugar desde hacía años.

Y entonces, en un rincón oscuro, encontró una caja de madera vieja y desgastada. La abrió con cuidado y dentro había cartas, fotos y un cuaderno. La primera hoja del cuaderno decía: “Si alguien encuentra esto, por favor, salven a la siguiente persona”. La letra era de Ana, la esposa de don Raúl, y en ella se leía un mensaje desesperado, una confesión oculta en medio de palabras garabateadas: “No estoy loca. Solo sé demasiado. Si desaparezco, no me busquen en el hospital. Búsquenme donde él nunca se atreverá a tocar otra vez. Detrás del árbol de mango.”

El corazón de Sofía empezó a latir con fuerza. La historia de Ana, esa mujer que había sido su suegra y que había desaparecido sin explicación, ahora cobraba sentido. La casa, esa que parecía un monumento de silencio y secretos, escondía una verdad mucho más oscura de lo que ella podía imaginar.

Esa noche, en medio de la tormenta que azotaba el pueblo, Sofía se quedó en silencio, sosteniendo el cuaderno y la foto. Sabía que debía salir de allí, que esa casa no era un lugar seguro. Pero también sabía que la verdad la perseguiría hasta el fin de sus días, y que ella era la única que podía desenterrar ese pasado enterrado en las sombras.

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